Firmemente decidido a dejar las cosas bien claras desde el primer día, me levanté furibundo de un salto. Estaba a oscuras, pero sentía la cara roja de rabia como si por sí sola iluminara todo. Se lo aseguro: pocas veces he estado tan fuera de mí. Avancé torpemente por el pasillo casi a ciegas, dando tumbos hipnóticos por las paredes. Al apoyarme en ellas seguía percibiendo con nitidez las vibraciones de la música en las palmas de las manos. Igual que las patadas de un feto diabólico, créame. Además había olvidado las zapatillas y con tanto ímpetu predador, me enganché de sopetón el meñique del pie en la pata de la consola. Le confieso que no tengo ninguna fe en el más allá, pero ahora pienso si eso sería un aviso de los hados para no caminar hacia mi destino inexorable. De semejante guisa –en pijama, descalzo, trastabillando por no poder apoyar más que el talón y maldiciendo de dolor en todas las lenguas babélicas-, logré llegar renqueante hasta la puerta de la vecina.
Cuando las cosas están por no marchar, nada va bien desde el principio. Recuerdo que Jaime tenía un timbre de tono suave, algo parecido a un sonido de campanas. Eso unido a que también era hombre de pocas visitas, exactamente igual que yo, convertía el ding-dong hasta en compañía ocasional. Pero el “riiiiiiing” que ahora sonaba se me antojaba agudo e impertinente. Insistí unos segundos sin despegar el dedo. Reconozco que a pesar de lo antipático, el maldito timbre fue efectivo: la música cesó y en su lugar se oyeron pisadas calmas por el pasillo. El hecho de no mostrar prisa alguna me impacientó aún más. Al situarse exactamente al otro lado de la puerta, sentí la tapa de la mirilla. El pequeño hilo de luz revelaba que me estaba observando. Esperé. Miré al suelo, miré a los lados; luego de nuevo a la puerta, de frente. Seguí esperando a que ella confirmase su presencia. Nos sosteníamos la mirada, aun sin vernos cara a cara. Nada, ni una palabra. De repente, las pisadas se alejaron. Me quedé atónito. Estaba dispuesto a volver a llamar y arriesgarme a una denuncia por escándalo público, cuando volví a escuchar los pasos acercándose. Sorpresivamente, una nota sucinta se deslizó bajo la puerta:
-“No sea imprudente; le espero en Paraíso 4, mañana a las ocho. Felicia Böcking”
Cuando las cosas están por no marchar, nada va bien desde el principio. Recuerdo que Jaime tenía un timbre de tono suave, algo parecido a un sonido de campanas. Eso unido a que también era hombre de pocas visitas, exactamente igual que yo, convertía el ding-dong hasta en compañía ocasional. Pero el “riiiiiiing” que ahora sonaba se me antojaba agudo e impertinente. Insistí unos segundos sin despegar el dedo. Reconozco que a pesar de lo antipático, el maldito timbre fue efectivo: la música cesó y en su lugar se oyeron pisadas calmas por el pasillo. El hecho de no mostrar prisa alguna me impacientó aún más. Al situarse exactamente al otro lado de la puerta, sentí la tapa de la mirilla. El pequeño hilo de luz revelaba que me estaba observando. Esperé. Miré al suelo, miré a los lados; luego de nuevo a la puerta, de frente. Seguí esperando a que ella confirmase su presencia. Nos sosteníamos la mirada, aun sin vernos cara a cara. Nada, ni una palabra. De repente, las pisadas se alejaron. Me quedé atónito. Estaba dispuesto a volver a llamar y arriesgarme a una denuncia por escándalo público, cuando volví a escuchar los pasos acercándose. Sorpresivamente, una nota sucinta se deslizó bajo la puerta:
-“No sea imprudente; le espero en Paraíso 4, mañana a las ocho. Felicia Böcking”
Y, entonces, sucedió. No espero que entienda en estos momentos lo que la mención de aquel lugar, Paraíso 4, supuso para mí, porque para eso tendría que haber conocido una de las páginas de mi vida que escondo más celosamente desde hace dos lustros. Pero obligado es que aquí lo refiera, aunque se trate de otro más de los fracasos de mi vida amorosa. Sin embargo, éste fue realmente singular.
ResponderEliminarEl local de Paraíso 4 está a tres manzanas de mi casa, y reconozco que entré por primera vez gracias a la invitación de aquellas escaleras negras que iniciaban el descenso hacia el subsuelo. Me atrajo la incongruencia del nombre del establecimiento, “Paraíso”, que no estaba en consonancia con unos escalones de boca de metro que parecía adentrarse en el reino de Mefistófeles. Fuera por la contradicción o por ese número que indicaba un cuarto intento de establecer un paraíso en tierra, el caso es que cedí al reclamo y bajé.
Recuerdo la negrura que me envolvió, donde sólo era consciente de una música electrónica fuera de todo límite legal de decibelios, al ritmo de la cual una gran masa humana se desplazaba casi en bloque por el reducido espacio central, empujándome como si fuese un cuerpo extraño invadiendo su organismo. Hubiera continuado en este magreo colectivo si no fuera por la oportuna mano que me atenazó el brazo con lo que creí garras y luego supe que eran uñas postizas que lograban una largura antinatural. La dueña de las manos de arpía poseía, sin embargo, el aspecto inocente que no tenían sus uñas, así que me dejé arrastrar hacia el único rincón sin danzantes del local, ocupado por un amplio sofá de cinco plazas tenuemente iluminado por una lámpara verde fosforescente situada a su izquierda.
—Has venido—dijo ella, sentada a mi lado, mirándome con una mezcla de admiración y respeto, y tuve la certeza de que me estaba confundiendo con otro.
Acercó una de sus uñas hacia mí y con ellas dibujó un signo en mi mejilla. Me pareció que trazaba una E. Lo que no dudo es de los escalofríos que me recorrieron.
“Soy yo. Mi nombre es Efrén”. Y eso me consoló cuando ella volvió a acercarse, esta vez directamente a mi boca.
¡Imprudente! Como lo oye, aquella irreverente teutona se atrevía a tildarme de incauto. La misma persona que había osado alterar la convivencia de aquel edificio en su primera noche, sin pensar en los demás vecinos, sin pensar en mí. Hubiera aporreado aquella puerta con los puños si no fuera porque el silencio volvió a adueñarse del rellano, y no iba a ser yo quien fuese a perturbarlo de nuevo. Mi furia era tan intensa que olvidé por completo el dolor del meñique de vuelta a mi piso.
ResponderEliminar¡Ah sí, la nota! Perdone usted, pero aquel agravio hacia mi persona me había obcecado y no me acordé de ella hasta que me acomodé de nuevo en la cama. Arrugada entre mis manos, releí una y otra vez aquella invitación. Como puede suponer, aquella noche no concilié el sueño, desvelado por el inicial incidente sonoro y por la posterior cita que me esperaba al día siguiente.
La mañana postrera fue un continuo bostezo y un despiste general, distraído por lo que podría acontecer aquella tarde. Verá, en un principio recelé de una invitación así, pero por otra parte no me dejaba otra opción si quería resolver mis problemas de vecindad. Al volver del trabajo esperé encontrar a Felicia y evitar el misterioso encuentro, pero no hallé rastro de ella, ni percibí ruido alguno al otro lado de mis paredes. Tras una reconfortante siesta, me adecenté y salí de casa en dirección a las señas indicadas. Conocía la calle Paraíso por mis años de adolescente, epicentro del bullicio de jóvenes que nos reuníamos para pasar la noche de los sábados, la de los cachis, los tequilas y las primeras cervezas. Apenas había cruzado desde entonces aquella calle y desconocía cuál podía ser su número 4.
Me recreé en los bares emblemáticos que aún pervivían al paso de los años, desvirtuados por la luz diurna y la mirada experimentada de quien dejó lejos sus gloriosos momentos de juventud. Encontré sin dificultad el portal número 4, pero allí no había nadie, ni persona alguna se aproximó en los sucesivos quince minutos. No esperaba menos de alguien con tan poca catadura moral. Me fijé en la taberna de al lado, y un extraño instinto me impulsó a entrar. Dentro sólo puede apreciar a un par de individuos degustando un vino de la tierra, pero ninguna mujer, salvo la camarera, una rubia y esbelta camarera...
Imprudente ¿Yo? ¿Se lo puede creer? No daba crédito a tamaña desfachatez. Pero no supe reaccionar ¿Qué hubiera hecho usted? Permanecí inmóvil ante su puerta con la nota en la mano. En ese mismo instante la luz del rellano se apagó dejándome a oscuras con mis pensamientos. El silencio que reinaba me permitía sentir los latidos de mi propio corazón y, llámeme loco si quiere pero le juro que así fue, también percibí los de ella al otro lado de la puerta. Pasaron unos segundos que se me antojaron siglos y se hizo otra vez la luz en el edificio al tiempo que unas voces, acompañadas claro está por sus respectivas personas, entraron en el portal y llamaron el ascensor. A pesar de ese momento de confusión estoy seguro que oí las pisadas de Felicia apartándose de la puerta de la entrada. Regresé a mi casa. Más calmado de lo que salí pero tremendamente intrigado con lo que me depararía la mañana siguiente. Coloqué minuciosa y silenciosamente los muebles que había desplazado en mi precipitada salida tan sólo unos minutos antes. Busqué las zapatillas en el dormitorio y me las puse, tras comprobar que mi meñique permanecía indemne a pesar del golpe recibido. Hice una incursión nocturna a la nevera a por una cerveza —poco más había en ella— y me acomodé en mi sillón favorito con la nota de Felicia en una mano y la lata de cerveza en la otra. No sé en qué momento me quedé dormido en la butaca pero debió de ser pronto a juzgar por el dolor de cuello que me despertó a la mañana siguiente. Probé a estirarlo moviendo la cabeza lentamente en círculos pero no funcionó, lo intenté con el método de mi sobrino el fisio pero claramente no tengo sus manos, así que recurrí al antiguo remedio de alternar chorros de agua fría y caliente mientras me despejaba bajo la ducha. Bastante más recuperado, tras la ducha y el café bien cargado de la mañana, el reloj de la cocina me indicaba que, o me daba más prisa o no llegaba, y si hay algo que no tolero es la impuntualidad, la considero una falta de respeto hacia el prójimo. Me vestí precipitadamente, me calcé casi en el pasillo, cogí el abrigo del perchero de la entrada y abrí la puerta en el mismo momento que Felicia abría la suya.
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