viernes, 6 de abril de 2012

Y sus labios profirieron un conjuro en el que quedé atrapado. Llevaba mucho tiempo sin sentir la sequedad en la garganta, los latidos acelerados del corazón, el desasosiego del estómago y la respiración entrecortada. Mi turbado pensamiento se vio arrastrado por un deseo que yo creía olvidado. Ansiaba beber, pero sus labios, próximos a los míos, anulaban cualquier intención que devolviera a mi mente el control sobre mí. Sé que me ruboricé y que mi embotada cabeza vetaba cualquier intención racional que intentara restablecer el mundo real.

Sólo vi sus labios rojos como el fuego eterno del infierno. Sólo oí palabras sin sentido que siseando me ofrecían el clandestino fruto. Sentí sus uñas hendiéndose en mi rostro hasta arañarlo. Sus manos abandonaron mi cara desplazándose hacia mi espalda y allí se clavaron como un afilado tridente haciéndome prisionero de su lujuria. Despojado de juicio intenté besar a aquella criatura de las tinieblas, pero algo me lo impidió. Un escalofrío invadió mi cuerpo mientras Felicia, convertida en una extraña criatura de inmensa belleza, aumentó de tamaño cubriendo el local con su presencia. La obscuridad se tornó azul marejada, y su vaporoso vestido irisó tonalidades que variaban del bermellón al índigo. El potente resplandor cegó mis ojos y el deseo ofuscó mi alma. Cerré los párpados y fue entonces cuando descubrí su mirar de hielo y fuego, y su maligna sonrisa. Créanme cuando les digo que no recuerdo cómo llegué al hospital. Me incorporé de la cama con cierta dificultad y toqué el timbre para llamar a la enfermera.

—Buenos días, ¿cómo se encuentra? —preguntó.
—Bien. Me quiero ir a mi casa.
—Ha tenido Vd. un ataque epiléptico. Ahora, cuando le reconozca el neurólogo, si él lo cree conveniente, puede irse.
—No soy epiléptico.
—Bueno, eso lo tiene que decir el neurólogo. Tiene todo su cuerpo cubierto por hematomas y cortes. Ha debido caerse sobre algo afilado porque en la espalda hay incisiones profundas que le han hecho perder bastante sangre. No nos explicamos cómo se lo ha podido hacer. Su mujer va a venir a buscarlo —fue lo último que me dijo según abandonaba la habitación.

Totalmente exhausto me encaminé al baño y apoyando las manos sobre el lavabo contemplé mi acuchillado rostro en el espejo. Cerré los ojos intentando librarme de aquella pesadilla, y cuando los abrí de nuevo, Felicia estaba junto a mí.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 15:11 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Un inciso antes de proseguir con mi relato, si no exculpatorio, sí lo suficientemente descriptivo como para que puedan entender todo cuanto sucedió en aquellos convulsos días: no tengo esposa ni nada parecido a lo que poder referirme como “pareja”. Cuando el neurólogo me avisó de que mi mujer me recogería pensé que se trataba de una simple convención, una fórmula para advertir de que se pondrían en contacto con algún familiar. No me dio tiempo a sacarle de su error, a señalar que no existía nadie lo suficientemente cercano a mí y que nadie me acompañaría cuando saliera por la puerta de aquel hospital.
    La aclaración debe servir para que entiendan la sensación que recorrió mi cuerpo cuando atisbé a Felicia tras de mí. Una mezcla de incredulidad e indignación, un asombro de dimensiones gigantescas me envolvió. ¿Esa mujer se había hecho pasar por “mi mujer”? ¿Pero qué ocurría con ella? La broma comenzaba a pisar terrenos inadmisibles.
    -¿Qué hace usted aquí? O mejor, ¿qué hago yo aquí? ¿Qué sucedió anoche?, le espeté nada más girarme hacia ella.
    Su rostro germánico esbozó una ligerísima mueca que entendí como una sonrisa burlona, pero su respuesta quedó en eso. De su boca no salió ninguna palabra.
    Di otro paso en su dirección mientras en mi interior el enfado no hacía sino multiplicarse cada segundo que transcurría.
    -¿No me ha oído? ¿No me entiende? Explíqueme lo que está haciendo aquí, no tiene ninguna gracia.
    Nuevas preguntas, idéntica respuesta: ninguna. La aparté bruscamente para salir del baño y me dirigí a la puerta de la habitación. Una enfermera salía de la habitación contigua y a ella me dirigí.
    -Por favor, ¿puede venir? Dígale a esta mujer que no puede estar aquí. La dejé entrar mientras señalaba a esa vecina que comenzaba a transformarse en una pesadilla.
    -Señor, ¿se encuentra bien? Todavía debe de estar algo desorientado. Aquí no hay ninguna mujer. Avisaré al doctor.

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  2. ¿Le parece raro lo que le estoy contando? ¿Le parece raro que tras aquella primera experiencia en Paraíso, 4 acabara ahora en la cama de un hospital con Felicia en mi cabecera? Pues es la parte más lógica de toda esta pesadilla, créame. Tras la E en la mejilla de mi cara nunca jamás recordé nada. Los labios rojos acercándose a mí fue lo último que vi antes de que ya con el alba me despertara del dueño del local, que me trató como a un vulgar borracho y me echó del local sin miramientos. Tenía marcada la mejilla y no recordaba haber tomado nada con lo que hubieran podido drogarme. Estaba absolutamente desconcertado y a duras penas pude llegar a casa dando tumbos. Mi cartera había desaparecido. No tenía ni para un taxi. Me inventé una repentina migraña para no ir a trabajar aquel día, puesto que ya no llegaría a tiempo, y traté de descansar y de olvidar el desagradable episodio. ¿Qué por qué le he dicho antes que ese había sido uno de tantos fracasos amorosos de mi vida? Porque para acabar de humillarme aquella loba puso una nota en mi chaqueta, citándome al día siguiente, pero nunca acudió.
    Bueno, pues en aquella cama de hospital, con Felicia al lado, todo cobraba sentido. Sentido lógico lineal, quiero decir, porque esa situación bien podría haber sido la continuación de aquella primera noche en Paraíso, 4. Solo que esta vez mi visita al lugar había sido con cita previa a instancias de la vecina incómoda que ahora se hacía pasar por mi esposa. En un primer momento me pareció bien, incluso me alivió, que la a todas luces responsable de la situación en la que me encontraba hubiera tenido la decencia de estar a mi lado para ayudarme a llegar a casa de nuevo. Tenía mil preguntas y pensaba hacérselas todas.
    El problema surgió cuando la idea de hacerse pasar por mi mujer para sacarme del hospital pasó a mayores.
    -Querido –me dijo ya en el coche, con acento alemán-. Aunque estemos separados, el hecho de vivir en casas contiguas me ayudará a cuidarte. Y, de paso, intentaré hacerme perdonar y que me dejes volver contigo.

    Yo no daba crédito a lo que oía.

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  3. Su repentina aparición se me antojó una alucinación y volví a cerrar los ojos para hacerla desaparecer. Al volver a abrirlos continuaba en al mismo sitio.
    Con top y minifalda de cuero negro y, maquillada del mismo color, tenía todo el dominio sobre la luz blanca de la habitación.

    - Anoche te acompañé en la ambulancia-dijo- y aquí me presenté como tu mujer para tener facilidades.
    -Y a todos tus supuestos maridos-dije mientras me volvía a la cama- los marcas así
    - No a todos, solo a los que sacan la fierecilla a pasear.
    - Pues te diste un paseo de cojones-dije ya tumbado.
    - ¡Venga! no seas así. Hasta el soponcio te lo estabas pasando muy bien.
    - No te sabría decir.
    - Yo sí. El ratoncito movía la cola.

    Me alegró que el neurólogo interrumpiera tan inaudita conversación.
    - ¡Buenos días! ¿Cómo se encuentra?
    - Desde el punto de vista que usted lo pregunta: ¡estupendamente!
    - Pues nada, pude irse a casa, pero le damos un informe para su médico de familia por si le volviera a pasar otra vez.
    - Creo que conozco los cuidados preventivos.
    - Y yo también- dijo Felicia.
    - Haga caso a su mujer-apostillo el doctor- ellas siempre saben más.

    Llegado este punto, yo ya no sabía si me había convertido en el personaje de un chiste, de un relato surrealista o, peor aún, de uno de suspense.
    Evidentemente ella cumplió con su función marital y me llevó a casa en un “Mini” que por dentro olía a canela.
    - Anoche vestías vaporosa y hoy de gata ceñida-comenté por el camino.
    - ¿Tu solo tienes una camisa?
    - Tres. Todas iguales.
    - Eso habrá que cambiarlo.

    Al fin estábamos ante la puerta de mi apartamento.
    - Gracias por traerme-dije. Ya nos veremos.
    - No invitas a entrar a la gatita.
    - ¡Miedo me da!
    - Solo es para ver tu ropero-, dijo con marcada inocencia.

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