Juro por lo más sagrado de mi vida, el
lactante desconsolado del asiento trasero, que nunca había renegado
de la decisión que Olga y yo tomamos trece meses atrás, cuando
ilusionados con la búsqueda de un sitio idílico para nuestro futuro
hijo, nos desplazamos a las afueras de la ciudad, atraídos por el
anuncio de aquella famosa urbanización de chalets individuales de
Boecillo. Catorce kilómetros no son nada, nos convencimos ambos, a
cambio de una casita de dos alturas, garaje propio con capacidad para
dos coches, piscina y un jardín ideal para ver corretear a nuestro
pequeñín en un par de años.
Traté de sofocar el llanto inconsolable de Hugo, acunando su ligero cuerpo convulso, acentuándose con cada bamboleo el dolor punzante e insoportable de mis cervicales. Arranqué el coche minutos después, con Hugo plácidamente adormecido en su capazo. Había asumido que llegaría tarde a la guardería y tarde a mi trabajo, pues resultaba imposible recorrer el trayecto en apenas diez minutos sin saltarme todas las normas de circulación.
En pleno atasco de la rotonda de San Agustín, desesperado, aproveché para enviar un mensaje al móvil de Olga procurando no preocuparla, notificándola que había dejado como de costumbre sin problemas al niño en la guardería, y que yo ya estaba en mi mesa de trabajo. Pocas horas más tarde me arrepentiría de haber utilizado semejante triquiñuela.
Parpadeaban las 9:31 h. en el panel del coche, al mismo tiempo que a su lado se iluminaba un testigo que no logré reconocer. Aún me encontraba parado en un semáforo a la altura del viejo cuartel de Farnesio, escenario que aparecía en todas las batallitas que mi padre relataba de su añorada mili. Fue la única mueca de alegría que se dibujó en mi rostro durante toda la jornada. Resté importancia a la indicación luminosa, prometiéndome pasar por el taller en cuanto tuviese tiempo.
Continué con mi itinerario, dispuesto a depositar lo antes posible al pasajero durmiente en la guardería, pero mi automóvil se quedó clavado subiendo el Arco de Ladrillo.
Al minuto siguiente el colapso era tremebundo, con bocinazos estentóreos e imprecaciones derivadas de los nervios que el embotellamiento ocasionaba en los apresurados conductores. Al unísono noté vibrar el bolsillo izquierdo de mi americana, inaudible la melodía que acompañaba dicho temblor. Si hubiese asimilado la serie de vicisitudes y desatinos acontecidos en el breve transcurso del día, jamás hubiera atendido aquella llamada.
Traté de sofocar el llanto inconsolable de Hugo, acunando su ligero cuerpo convulso, acentuándose con cada bamboleo el dolor punzante e insoportable de mis cervicales. Arranqué el coche minutos después, con Hugo plácidamente adormecido en su capazo. Había asumido que llegaría tarde a la guardería y tarde a mi trabajo, pues resultaba imposible recorrer el trayecto en apenas diez minutos sin saltarme todas las normas de circulación.
En pleno atasco de la rotonda de San Agustín, desesperado, aproveché para enviar un mensaje al móvil de Olga procurando no preocuparla, notificándola que había dejado como de costumbre sin problemas al niño en la guardería, y que yo ya estaba en mi mesa de trabajo. Pocas horas más tarde me arrepentiría de haber utilizado semejante triquiñuela.
Parpadeaban las 9:31 h. en el panel del coche, al mismo tiempo que a su lado se iluminaba un testigo que no logré reconocer. Aún me encontraba parado en un semáforo a la altura del viejo cuartel de Farnesio, escenario que aparecía en todas las batallitas que mi padre relataba de su añorada mili. Fue la única mueca de alegría que se dibujó en mi rostro durante toda la jornada. Resté importancia a la indicación luminosa, prometiéndome pasar por el taller en cuanto tuviese tiempo.
Continué con mi itinerario, dispuesto a depositar lo antes posible al pasajero durmiente en la guardería, pero mi automóvil se quedó clavado subiendo el Arco de Ladrillo.
Al minuto siguiente el colapso era tremebundo, con bocinazos estentóreos e imprecaciones derivadas de los nervios que el embotellamiento ocasionaba en los apresurados conductores. Al unísono noté vibrar el bolsillo izquierdo de mi americana, inaudible la melodía que acompañaba dicho temblor. Si hubiese asimilado la serie de vicisitudes y desatinos acontecidos en el breve transcurso del día, jamás hubiera atendido aquella llamada.
La caótica situación, así como el poderío de los pulmones de Hugo volviendo por sus fueros, me llevaron a atender la llamada sin fijarme en el número de la pantalla, aunque carecería de importancia, pues como comprobaría a lo largo del día todas las comunicaciones tendrían la misma procedencia: “número privado”.
ResponderEliminar- No se preocupe, amigo, en breve llegará una grúa para socorrerle y remolcar su automóvil.- me notificaba una voz desconocida al otro lado del teléfono.
- ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe…? – las palabras se atropellaban en mi mente, sin saber cómo ordenarlas para interrogar a aquel individuo acerca del certero conocimiento que atesoraba de mi peculiar tesitura.
- Supongo que no ha tenido un buen comienzo de día.- acompañaba la frase una risilla malévola que me dejó aún más aturdido.
Ser impulsivo es una virtud que favorece el devenir personal y profesional de todo ser humano, pero el día en el que todos los astros se confabulan en contra de uno, ese impulso se convierte en inconsciencia y temeridad. Precisamente esa falta de juicio fue la que me expulsó de mi asiento, con el móvil en la oreja, tratando de mantener la conversación, a la vez que iba pasando alrededor de los coches que se amontonaban en hilera detrás del mío, con la intención de encontrar entre ellos al jocoso y enigmático interlocutor que me hablaba.
La enajenación pasajera, sumada al descuido, hizo que me colara entre los vehículos que pasaban lentamente por el carril izquierdo, uno de los cuales no pudo esquivarme ni frenar a tiempo, con el consiguiente topetazo y mis posaderas aterrizando sobre el asfalto mojado. El golpe me devolvió súbitamente a la realidad y recogí el móvil, con la batería desarticulada a un palmo de distancia. No con poco esfuerzo me incorporé, palpé mis pantalones rasgados y me dirigí de vuelta al coche, recordando que allí había dejado a mi primogénito berreando sin consuelo.
De regreso tuve que soportar las increpaciones de algunos conductores, mientras que otros me contemplaban bien anonadados, o bien indiferentes. Ya a la altura de los cristales traseros, moteados por la lluvia derramada de aquellas nubes plomizas que coronaban la ciudad, sentí que algo no encajaba. Abrí la puerta de atrás y mi cuerpo quedó paralizado al contemplar atónito el capazo vacío.
Confundidas con las gotas de lluvia que resbalaban por mis mejillas, se deslizaron las siguientes lágrimas del día.
Tenía que tranquilizarme y actuar de una manera civilizada. Debía de olvidar esa llamada y hacer yo la mía propia, llamar rápidamente a la compañía de seguros del coche para que enviaran lo antes posible una grúa; por otro lado, la policía estaría al llegar y todo esto se asemejará a una larga escena de película donde yo seré el protagonista principal, llevándome todas las tomas pero con no muy agradables miradas y comentarios de los primeros espectadores que veían en vivo la escena.
ResponderEliminarLes costó su trabajo y tiempo a la grúa y a la policía llegar al lugar pero por suerte su actuación fue rápida y pude salir pronto de allí, como un privilegiado, pero de qué manera, en otra escena, ahora del género cómico, en la que el coche se fue remolcado con Hugo y conmigo dentro hasta el taller mecánico. Jamás hubiese imaginado que algo así me pasaría, pero sólo podía ser, cómo no, en un día como éste.
En el camino al taller me fui preguntando si esa mañana me había levantado con el pie izquierdo, o si había hecho algo mal que había apartado a mi ángel de la guarda. Hugo por suerte seguía dormido y eso me permitía al menos centrarme sobre todo en cómo podía salvar la situación, cuando se presente, de enfrentarme a Olga. De momento, no se me ocurría nada creíble, sólo la verdad y eso me iba a costar muy caro con Olga, en lugar de decirle la verdad desde el principio no se me había ocurrido otra cosa que contarle la mayor de las mentiras. Las pocas veces que le había contado incluso alguna mentirijilla me había salido muy caro y de ésta no me iba a salvar, si a este paso llegaba vivo al final del día.
Al llegar al taller, que por supuesto tenía que quedar en otro extremo de la ciudad, quería salir lo más rápido posible de él para tomar un taxi y llevar a Hugo a la guardería, ya me importaba un bledo llegar tarde al trabajo, mi jefe iba a entender perfectamente todo lo que había pasado hasta ese momento, luego qué lejos sería de la realidad. Para no perder la mala racha en un día lluvioso como ese en Valladolid fue muy difícil encontrar rápido un taxi, retrasándose aún más mi llegada y la de Hugo a nuestros destinos. Pero lo peor estaba aún por llegar, hasta ahora había sido apenas un aperitivo, el primer plato estaba por llegar y yo apenas anticipaba que me bastaría enfrentarme a Olga y a mi jefe. No sé cómo había olvidado momentáneamente esa última llamada que había atendido, que súbitamente me vino a la memoria y me hizo temblar de nuevo, esta vez hasta el galillo.
“Número oculto”. Odiaba eso. Mucho más en ese momento. Justo a esa hora, en ese lugar y en semejante día.
ResponderEliminar¡Diga! Grité al móvil, al tiempo que pensaba en dónde demonios guardaba la tarjeta del servicio de grúas asociado a mi seguro a todo riesgo.
La llamada se cortó.
Los bocinazos, in crescendo, despertaron al bebé que retomó el llanto con fuerzas renovadas.
“El chaleco, los triángulos, llamar a la grúa”. Recité como un mantra. Afortunadamente, el coche se había detenido en el carril derecho. Fue lo único afortunado en realidad.
Un coche de la policía municipal aún no sé cómo lo logró, se colocó delante de mi maltrecho turismo. Inmóvil en el asiento, con el teléfono aún en la mano, bajé la ventanilla para pedir socorro al agente que se aproximaba. Su compañero intentaba disolver el embotellamiento, azuzando a los coches para que me adelantaran.
- ¿Algún problema?
Casi rompo a reír. ¿Alguno? ¡Todos!
Le expliqué como pude la avería, mi recorrido frustrado a la guardería… Pero no me escuchaba. Miraba fijamente mi cabeza herida y la abolladura del turismo.
- ¿Ha tenido un accidente?
¡No! Negué. Sintiéndome tan culpable como si fuera un fugitivo que huye con un niño secuestrado.
- Documentación, por favor.
El municipal se alejó hacia su coche con mis papeles. Hugo dejó de llorar. Respiré aliviado por un segundo.
Y el móvil vibró de nuevo. Sólo una vez. Un mensaje. Número desconocido.
“Una grúa llevará tu coche al taller. Deja al niño en la guardería. Ve a tu oficina. Espera allí mi llamada. No digas nada a la policía sobre esto”.
El guardia me hablaba, casi tuvo que gritarme para que le prestara atención porque yo seguía mirando la pantalla hipnotizado ante aquel mensaje escrito en un tono tan amenazante que me había paralizado.
Efectivamente vino una grúa. Se llevó mi coche. Los policías me acercaron a la parada de taxis del Paseo de Zorrilla. Dejé a Hugo en la guardería y el taxista me llevó a la puerta de mi despacho.
Pero toda esa secuencia la viví como si le ocurriera a un extraño. Yo era otro hombre. Un hombre herido, dolorido y aterrado con un mensaje casi en clave, escrito sin tinta en la moderna pantalla táctil de mi teléfono de última generación.
No necesité la llave. La puerta del despacho estaba forzada y entreabierta.