martes, 26 de marzo de 2013


Inmóvil frente a la puerta de casa, solo pienso en meterme en la cama. Todavía no son las nueve de la noche, pero mi instinto me dice que es lo mejor que puedo hacer para poner punto final a esta aciaga y agónica jornada marcada por una interminable concatenación de desmesuradas desgracias. Olga y Hugo aún no han llegado a casa, lo cual agradezco; no quiero que me vean llorar. Me tiemblan las manos. Tengo que tranquilizarme, ya casi estoy a salvo.

O eso creo.

Me paraliza el sonido de la puerta al cerrarse a mi espalda. Cierro los ojos, aprieto los puños y me preparo para lo peor. El corazón no late. Inesperadamente, nada sucede y, encogido en mí mismo, saco fuerzas para avanzar timorato por el pasillo. El dormitorio está arriba; sin embargo, tengo que evitar las escaleras a toda costa.

–Minimizar riesgos –balbuceo insistentemente con voz trémula.
Por unos instantes, me debato entre la posibilidad de encerrarme en la despensa o arriesgar mi vil existencia iniciando el ascenso, pero me veo tropezando con el antepenúltimo peldaño, caer rodando hasta aterrizar con los incisivos y partirme la columna con un único crujido, cual rama seca. Finalmente, exprimo mis últimas reservas de serenidad y, aun sabiendo que me estoy jugando el pellejo, decido tumbarme en el sofá y dejarme arrastrar por funestos recuerdos recién horneados.

Como un día cualquiera, me levanté a las 7:10 sin necesidad de despertador y, como cualquier otro día, bajé a la cocina para preparar el desayuno; mientras, Olga activaba sus funciones elementales bajo la ducha y Hugo estimulaba su apetito bajo las sábanas. Las primeras luces del día en Valladolid revelaban un cielo gris ceniza, torvo y amenazador, pero no supe leer desventura alguna en aquel presagio. El borboteo del café y su estimulante aroma me sacaron del trance. Me serví en mi taza de desayuno de color verde contenedor, lo corté con un chorrito de leche desnatada y eché las tres sacarinas. En el primer contacto con los labios, se me arrugó la cara y aparté ese brebaje de mí como si se tratara de un bebedizo magnicida. Ante tal rareza, quise cerciorarme bajo el dictamen de otro de los sentidos y examiné el contenido visualmente: color ordinario, pero sin rastro de emanaciones humeantes; extraordinario. Toqué de nuevo el recipiente y hasta introduje el dedo índice en su interior. No había lugar a dudas. El café estaba totalmente frío a pesar de que lo acababa de servir directamente de la cafetera. Dejé la taza sobre la encimera y, todavía descompuesto por aquel enigma, me dirigí al baño. Al cruzarme con Olga en las escaleras, me regaló un «buenos días» y un niño de ocho meses recién despertado.

–Ya se ha cepillado el biberón. Ponle la ropa –me indicó–, te la he dejado preparada en el baño. Hoy tengo que llegar pronto y no quiero pillar el atascazo del colegio San Agustín –se justificó con un beso en la boca.

No hice ninguna observación y, aunque no mencionó que el pañal había sobrepasado su límite de absorción, cumplí mi cometido. Ya vestido, dejé a Hugo en el suelo y le rodeé de juguetes buscando proporcionarle una sobredosis de entretenimiento. Procedí entonces con el ritual que precede al rapado de la cabeza y, a falta de espuma de afeitar, tiré de jabón de manos. Tocaba estrenar cuchilla, algo que nunca debí hacer si hubiera hecho caso a los signos premonitorios que lo desaconsejaban.

Cuchilla nueva, más cabeza enjabonada, más niño de ocho meses enredado en mis pies, igual a tira de cuero cabelludo de unos tres centímetros de largo por uno de ancho flotando en el agua del lavabo. Y sangre, mucha sangre.

Por suerte, Olga aún estaba en casa.

Mi chica nunca estudió enfermería, así que no pude recriminarle el método que encontró para contener la hemorragia antes de irse: una superposición de gasas y vendas que iban ganando altura en la zona afectada, la coronilla. Deficientemente rapado, escasamente afeitado, medianamente duchado y precipitadamente vestido, traté de serenarme. Mientras, Hugo, ajeno a tanta fatalidad, me miraba buscando las clásicas estupideces verbales de un padre primerizo; no las encontró, ni yo la llave del coche, oculta, cobarde, en lo más recóndito del bolsillo de mi americana. Demasiados minutos después, escocido y azorado por las prisas, no me percaté de que había empezado a llover de camino al coche.

Pavimento mojado, más zapatos de suela lisa, más apremio desenfrenado, igual a resbalón inevitable y golpe en la rodilla mala. Y dolor, mucho dolor.

Por suerte, no llevaba a Hugo conmigo.

Tras aliviarme con una inagotable retahíla de blasfemias e improperios, conseguí subirme al vehículo y, cuando miré por el retrovisor, me percaté de dos cosas: que tenía un aspecto chocarrero rayano en lo grotesco con aquella borla sanguinolenta coronando mi cabeza, y que mi hijo seguía esperando su turno de embarque en el recibidor de casa. Me despojé del apósito e hice el camino de ida y vuelta aguantando estoicamente los aguijonazos que me causaba cada gota de lluvia que caía sobre mi despellejada cabeza. Hugo debió de detectar cierto malestar en mi tono de voz, o quizá fuera por mi rostro desencajado, porque no tardó en romper a llorar como si tuviera hambre. El habitáculo amplificaba los sollozos y chillidos de mi infante pasajero alimentando así mi desasosiego. Apreté con fuerza los párpados y, reteniendo aire en mis pulmones, metí marcha atrás y solté el embrague.

Distracciones visuales, más distracciones auditivas, más dolor a discreción, igual a forzoso accidente en forma de impacto contra la puerta del garaje que había olvidado abrir. Y frustración, mucha frustración.
Por suerte, Hugo llevaba puesto el cinturón, pero a mí no me había dado tiempo y mi cuello lo pagó caro.

Miré el reloj del coche: las 8:36. Todavía tenía que conducir los catorce kilómetros que me separaban de la guardería del niño en Huerta del Rey antes de acudir en hora a mi puesto de trabajo. En aquel momento, se me escapó la primera lágrima del día; no sería, ni mucho menos, la última.

César Pérez Gellida

Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 13:01 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. El niño se quedó berreando en la guardería, pero eso era lo habitual.

    Lo inusual empezó un momento después, cuando llegué al despacho. En el ordenador parpadeaba insistente el sobre anunciando un mensaje.

    “Sin tregua. No hay tiempo ya para treguas. Te espero, ya sabes por qué.”

    No había “asunto” y el remitente era un extraño código sin más datos para identificar al autor.
    ¿Tregua? ¿Qué tregua? ¿Había iniciado yo una guerra acaso? ¿Me esperaba y yo debía conocer el porqué?

    Me vi repasando mi vida como dicen que hacen los moribundos, intentando averiguar quién podría querer ajustar cuentas conmigo. A estas alturas debo admitir que en mi pasado había ciertos momentos, digamos que oscuros, asuntos pendientes y un par de enemigos ganados a conciencia. Pero aquel tiempo había quedado atrás. Mi vida era otra. Un padre de familia ejemplar, esposo fiel y trabajador concienzudo aunque mi trabajo no me apasionaba en absoluto.

    “Calma –me dije a mí mismo-. Si lo piensas bien, en ese correo no hay nada amenazante. Sólo dice que alguien me espera.”

    No resultó. Las palabras claves eran “sin tregua”. Las que me hacían sentirme acosado, víctima, un muñeco en manos desconocidas y quién sabe con qué intenciones malvadas.

    En un arranque, sin pensarlo demasiado, contesté:

    “Muy probablemente este mensaje me ha llegado por error. Le ruego compruebe si soy yo el destinatario. Gracias”.

    En décimas de segundo llegó la respuesta:

    “Enrique, no te engañes. Te espero. No más correos. Ya es tarde”

    Ver mi nombre me provocó una náusea atroz. Vomité bilis en la papelera y releí aquellas doce palabras con la intensidad de un reo que escucha el veredicto del jurado. Lloré. Unas nada dosificadas lágrimas, mezcla de miedo, impotencia y rabia.

    Tardé en reaccionar. Si alguien te amenaza lo mejor es tener pruebas para ir a la policía. Así que me dispuse a imprimirlos.

    Imposible.

    De alguna forma, ni podía capturar la pantalla, ni copiar y pegar ni nada. Valdrá una foto, pensé. Hago una fotografía con el móvil.

    Pero, como si la mente del anónimo remitente tuviera acceso a la mía, los mensajes se borraron de la pantalla. Esfumados como pesadillas al despertar.

    Ahora, en el sofá, quiero creer que ha sido un mal sueño. Vuelvo a llorar. Y, lo admito, tengo miedo. Mucho miedo. He oído pasos en el piso de arriba.

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  2. Bajé para abrir la puerta del garaje y comprobé que había quedado seriamente maltrecha por el golpe. Me resigné a ello, deseando en lo más profundo que hubiera alguna cláusula en mi seguro de hogar - aunque fuera en la letra más pequeña e ininteligible de todas- que cubriese de alguna manera “daños por confabulación astral”, o algo parecido. A medida que la desplegaba de abajo arriba, fue quedando paulatinamente al descubierto la figura inconfundible de mi odioso vecino, con quien tenía la desgracia de compartir la rampa de salida de nuestros adosados. Primero avisté sus zapatos, con un arqueado hacia la punta muy característico; luego, las arrugas en los tobillos de los pantalones, fruto del largo excesivo en las perneras; la cartera de imitación a piel que denotaba su sempiterno quiero y no puedo colgando de una mano; gabardina en la otra, corbata y americana de tonos más estridentes que simplemente chillones. Como a la altura del cuello el encuentro parecía inevitable, sequé rápidamente con el hombro la lágrima que me escurría aún impenitente por la mejilla y terminé de abrir la puerta por completo con una sola mano, por tener la otra ocupada con el amasijo de gasas sobre la cabeza. Al verme de semejante guisa, saludó con sorna:

    -¿Qué pasa, vecino, tenemos mal día hoy, eh?

    Nuestra relación no era especialmente cordial, así que esbocé un fugaz ademán semejante a un saludo matutino, con intención de no alimentar su posible regocijo por mi estado. Haciendo gala del sexto sentido que a veces parecen tener los niños para detectar cuándo deben abreviar un encuentro, Hugo incrementó la intensidad de su berrinche. No queriendo perder la oportunidad que se le presentaba para fastidiarme gratuitamente, mi vecino añadió socarrón:
    -¡Menudo cabreo te lleva ése! Pues con la que está cayendo y siendo hora punta ya puedes ir preparándote para un buen rato de cantinela. ¡Por lo menos hoy te ahorras la radio…!
    Empecé a sentirme desbordado.

    Paciencia al límite, más comentario absurdo de vecino impertinente a quien se le tienen ganas, más caída en cuenta de que de todos modos iba a llegar tarde, igual a consideración transitoria de un “¿y qué pasaría si…?”. Y contención, mucha contención.

    Por suerte sonó mi móvil, librándome de hacer alguna tontería, aunque para mi extrañeza la pantalla informara claramente de llamada entrante desconocida.

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  3. Juro por lo más sagrado de mi vida, el lactante desconsolado del asiento trasero, que nunca había renegado de la decisión que Olga y yo tomamos trece meses atrás, cuando ilusionados con la búsqueda de un sitio idílico para nuestro futuro hijo, nos desplazamos a las afueras de la ciudad, atraídos por el anuncio de aquella famosa urbanización de chalets individuales de Boecillo. Catorce kilómetros no son nada, nos convencimos ambos, a cambio de una casita de dos alturas, garaje propio con capacidad para dos coches, piscina y un jardín ideal para ver corretear a nuestro pequeñín en un par de años.

    Traté de sofocar el llanto inconsolable de Hugo, acunando su ligero cuerpo convulso, acentuándose con cada bamboleo el dolor punzante e insoportable de mis cervicales. Arranqué el coche minutos después, con Hugo plácidamente adormecido en su capazo. Había asumido que llegaría tarde a la guardería y tarde a mi trabajo, pues resultaba imposible recorrer el trayecto en apenas diez minutos sin saltarme todas las normas de circulación.

    En pleno atasco de la rotonda de San Agustín, desesperado, aproveché para enviar un mensaje al móvil de Olga procurando no preocuparla, notificándola que había dejado como de costumbre sin problemas al niño en la guardería, y que yo ya estaba en mi mesa de trabajo. Pocas horas más tarde me arrepentiría de haber utilizado semejante triquiñuela.

    Parpadeaban las 9:31 en el panel del coche, al mismo tiempo que a su lado se iluminaba un testigo que no logré reconocer. Aún me encontraba parado en un semáforo a la altura del viejo cuartel de Farnesio, escenario que aparecía en todas las batallitas que mi padre relataba de su añorada mili. Fue la única mueca de alegría que se dibujó en mi rostro durante toda la jornada. Resté importancia a la indicación luminosa, prometiéndome pasar por el taller en cuanto tuviese tiempo.

    Continué con mi itinerario, dispuesto a depositar lo antes posible al pasajero durmiente en la guardería, pero mi automóvil se quedó clavado subiendo el Arco de Ladrillo.

    Al minuto siguiente el colapso era tremebundo, con bocinazos estentóreos e imprecaciones derivadas de los nervios que el embotellamiento ocasionaba en los apresurados conductores. Al unísono noté vibrar el bolsillo izquierdo de mi americana, inaudible la melodía que acompañaba dicho temblor. Si hubiese asimilado la serie de vicisitudes y desatinos acontecidos en el breve transcurso del día, jamás hubiera atendido aquella llamada.

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