La caótica situación, así como el poderío de los pulmones de Hugo volviendo por sus fueros, me llevaron a atender la llamada sin fijarme en el número de la pantalla, aunque carecería de importancia, pues como comprobaría a lo largo del día todas las comunicaciones tendrían la misma procedencia: “número privado”.
- No se preocupe, amigo, en breve llegará una grúa para socorrerle y remolcar su automóvil-, me notificaba una voz desconocida al otro lado del teléfono.
- ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe…? – las palabras se atropellaban en mi mente, sin saber cómo ordenarlas para interrogar a aquel individuo acerca del certero conocimiento que atesoraba de mi peculiar tesitura.
- Supongo que no ha tenido un buen comienzo de día-. Acompañaba la frase una risilla malévola que me dejó aún más aturdido.
Ser impulsivo es una virtud que favorece el devenir personal y profesional de todo ser humano, pero el día en el que todos los astros se confabulan en contra de uno, ese impulso se convierte en inconsciencia y temeridad. Precisamente esa falta de juicio fue la que me expulsó de mi asiento, con el móvil en la oreja, tratando de mantener la conversación, a la vez que iba pasando alrededor de los coches que se amontonaban en hilera detrás del mío, con la intención de encontrar entre ellos al jocoso y enigmático interlocutor que me hablaba.
La enajenación pasajera, sumada al descuido, hizo que me colara entre los vehículos que pasaban lentamente por el carril izquierdo, uno de los cuales no pudo esquivarme ni frenar a tiempo, con el consiguiente topetazo y mis posaderas aterrizando sobre el asfalto mojado. El golpe me devolvió súbitamente a la realidad y recogí el móvil, con la batería desarticulada a un palmo de distancia. No con poco esfuerzo me incorporé, palpé mis pantalones rasgados y me dirigí de vuelta al coche, recordando que allí había dejado a mi primogénito berreando sin consuelo.
De regreso tuve que soportar las increpaciones de algunos conductores, mientras que otros me contemplaban bien anonadados, o bien indiferentes. Ya a la altura de los cristales traseros, moteados por la lluvia derramada de aquellas nubes plomizas que coronaban la ciudad, sentí que algo no encajaba. Abrí la puerta de atrás y mi cuerpo quedó paralizado al contemplar atónito el capazo vacío.
Confundidas con las gotas de lluvia que resbalaban por mis mejillas, se deslizaron las siguientes lágrimas del día.
- No se preocupe, amigo, en breve llegará una grúa para socorrerle y remolcar su automóvil-, me notificaba una voz desconocida al otro lado del teléfono.
- ¿Quién es usted? ¿Cómo sabe…? – las palabras se atropellaban en mi mente, sin saber cómo ordenarlas para interrogar a aquel individuo acerca del certero conocimiento que atesoraba de mi peculiar tesitura.
- Supongo que no ha tenido un buen comienzo de día-. Acompañaba la frase una risilla malévola que me dejó aún más aturdido.
Ser impulsivo es una virtud que favorece el devenir personal y profesional de todo ser humano, pero el día en el que todos los astros se confabulan en contra de uno, ese impulso se convierte en inconsciencia y temeridad. Precisamente esa falta de juicio fue la que me expulsó de mi asiento, con el móvil en la oreja, tratando de mantener la conversación, a la vez que iba pasando alrededor de los coches que se amontonaban en hilera detrás del mío, con la intención de encontrar entre ellos al jocoso y enigmático interlocutor que me hablaba.
La enajenación pasajera, sumada al descuido, hizo que me colara entre los vehículos que pasaban lentamente por el carril izquierdo, uno de los cuales no pudo esquivarme ni frenar a tiempo, con el consiguiente topetazo y mis posaderas aterrizando sobre el asfalto mojado. El golpe me devolvió súbitamente a la realidad y recogí el móvil, con la batería desarticulada a un palmo de distancia. No con poco esfuerzo me incorporé, palpé mis pantalones rasgados y me dirigí de vuelta al coche, recordando que allí había dejado a mi primogénito berreando sin consuelo.
De regreso tuve que soportar las increpaciones de algunos conductores, mientras que otros me contemplaban bien anonadados, o bien indiferentes. Ya a la altura de los cristales traseros, moteados por la lluvia derramada de aquellas nubes plomizas que coronaban la ciudad, sentí que algo no encajaba. Abrí la puerta de atrás y mi cuerpo quedó paralizado al contemplar atónito el capazo vacío.
Confundidas con las gotas de lluvia que resbalaban por mis mejillas, se deslizaron las siguientes lágrimas del día.
Las nubes que cubrían el cielo de Valladolid en aquel momento eran blancas como el algodón, en comparación con las que se agitaban en mi interior.
ResponderEliminarMe quedé paralizado, sin poder moverme, allí de pie, observando el interior de un coche que estaba vacío. Y seguidamente, la desesperación y el pánico se apoderaron de mí, manejándome como si fuera una marioneta. Me abalancé hacia el capazo vacío, para comprobar que realmente mis ojos no me estaban jugando una mala pasada. Pero no lo hacían, estaba vacío.
Busqué por todos los rincones posibles, frenético, a pesar de saber que era imposible encontrar a Hugo debajo de la alfombrilla del coche.
Con la vista nublada por las lágrimas, me giré y contemplé mi alrededor, escuchando el ritmo frenético de mi corazón.
- ¡¡Hugo!! –exclamé con fuerza.
De pronto, me sentí como si estuviera perdido en la más absoluta soledad, y no pudiera hacer nada para salir de ahí. Porque no había dirección posible que tomar.
- ¡¡Hugo!! –repetí, aún con más fuerza.
Volví a girar sobre mí mismo, hasta que por fin estuve otra vez frente al coche vacío. Un vacío que me golpeó como si fuera la primera vez que lo veía.
¿Quién podría querer llevarse a mi hijo? ¿Por qué alguien me haría algo así?
Lancé un grito de auténtica desesperación, y me llevé las manos a la cabeza, a la vez que cerraba los ojos con fuerza. Pegué un fuerte golpe a la carrocería del coche, como si eso fuera a sacarme de esa horrible pesadilla.
Con las manos temblorosas, traté de colocar la batería del móvil, maldiciendo en voz baja. Jamás me había sentido tan inútil, tan torpe y tan lento.
Me sentí aliviado al ver que funcionaba y que tenía la posibilidad de llamar… ¿a quién? El rostro de Olga apareció frente a mí, enfadado por no haberla avisado de lo que ocurría. Pero, ¿cómo iba a llamar a mi mujer para decirle que nuestro hijo había desaparecido del coche, si tan solo hacía unos minutos, le había dicho que ya estaba en la guardería?
No tuve que pensarlo más, porque en cuanto miré la pantalla, ya había tecleado 112, y era tarde para echarse atrás.
Me llevé el aparato a la oreja, mientras mis piernas y mis manos temblaban como si fueran gelatina, y suspiré al oír los pitidos. Y cuando alguien al otro lado de la línea descolgó el teléfono, me dispuse a contar lo sucedido, y a pedir ayuda urgente. Pero ni siquiera pude empezar. Porque una voz desconocida, con un ligero tono burlón, dijo algo muy distinto de lo que yo esperaba.
- Llamar a la policía no creo que sea lo más correcto, dado que yo soy la única persona que puede ayudarte a encontrar lo que has perdido.
Una mano me tocó el hombro izquierdo, y mi grado de histeria me llevó a volverme con los puños al aire, como pelea un chiquillo por primera vez, tratando de defenderme de la amenaza que me llegaba por la espalda.
ResponderEliminar- ¡Quieto, quieto, caballero! ¡Tranquilícese, por favor! – me gritaba un individuo que me retenía los brazos por las muñecas, ataviado de cazadora azul a dos tonalidades y un casco blanco en la cabeza.
El estado de desesperación me había impedido advertir que un policía municipal motorizado se había acercado, llegando en sentido contrario al tráfico, hasta mi posición.
- ¿Se encuentra usted bien?
¿Estás de broma, imbécil? Fueron las primeras palabras que vinieron a mi mente, que por supuesto no reproduje en voz alta, por lo contraproducente, tanto de la expresión como del destinatario al que iba dirigida.
- ¡He perdido a mi hijo! – le espeté sin embargo.
El agente me miraba receloso, examinándome de arriba abajo, de hecho mi aspecto no dejaba de ser pintoresco. La costra de sangre reseca de la coronilla se había humedecido de nuevo, dejando un reguero rojizo por el pescuezo; mi ropa calada, el pantalón hecho jirones, sumado al golpe que se podía apreciar en el coche, llevaban a una única deducción:
- Creo que ha tenido un accidente. Será mejor que llame a una ambulancia, para que puedan comprobar que el golpe no le ha afectado. Déjeme la documentación, hágame el favor.
- No he tenido ningún percance, solamente se me ha parado el coche. Me han llamado… he salido… me he caído… y luego el niño… - no alcanzaba a expresarme con claridad, víctima de la desazón.
- ¿Quiere que avisemos a alguien?
Inmediatamente pensé en Olga, pero tuve que desistir a mi pesar, no en vano para mi mujer nuestro hijo llevaba más de media hora destrozando juguetes y martirizando a sus compañeros, y yo otro tanto enfrascado en mi rutina laboral diaria.
- No, no tengo a nadie a quien llamar.- musité con las pupilas aún llorosas.
- Comprendo… - afirmó suspicaz el policía, mientras miraba de soslayo el anillo que descansaba en el dedo anular de mi mano derecha.
Mis manos nerviosas jugueteaban con el móvil y la batería, encajando esta última por casualidad. Instintivamente, encendí el teléfono y marqué el número secreto. Una vez completada la configuración inicial, pude apreciar dos cosas: la primera, que había desaparecido el fondo de pantalla que retrataba a Hugo recién nacido; y segundo, un sobre enmarcado en un círculo rojo me indicaba que había un mensaje en el buzón de entrada. Ajeno a las continuas preguntas que el joven municipal me seguía realizando, procurando reconocer los síntomas que le permitiesen emitir un veredicto de mi cuadro clínico, tanto físico como psicológico, apreté el círculo y leí el mensaje un par de veces.
“Su hijo está bien. Haga caso omiso al policía. Solo intento ayudarle”.
Era obvio que la alineación de los planetas me llevaría a tomar la decisión errónea.
- Hugo –grité- Hugo.
ResponderEliminarMire a todas partes peor no había ninguna persona fuera de los vehículos. Nadie que pudiera haberlo cogido salvo que rápidamente se hubiera vuelto a subir al coche y…
Salí corriendo entre los coches que precedían al mío, mirando dentro a través de las ventanillas delanteras y traseras.
- Te tengo. –Dije a la vez que abría la puerta del monovolumen con capazo que se encontraba dos coches delante del mío. –Hugo, ven. Ya estas a salvo.
Dentro del capazo, un niño que no conocía rompió a llorar. Su madre, desde el asiento del conductor, empezó a chillar histérica.
Cerré la puerta del coche con la intención de continuar la búsqueda pero la madre ya había bajado del vehículo armada con su bolso con el que comenzó a golpearme mientras me insultaba.
Yo intente explicarle que habían secuestrado a Hugo, que se lo habían llevado de mi coche, pero ella no quería oír nada, simplemente gritaba y me golpeaba con el bolso.
Ante la escena, el hombre del coche situado detrás de la monovolumen decidió dejar de ser un mero espectador y salió del vehículo.
- ¿Qué pasa, señora? –gritó desde la puerta de su vehículo.
Ella no dejaba de gritar que yo era un secuestrador, que le había querido robar a su bebe, “mi pobre bebe”.
-Usted llame a la policía. Yo me encargaré de él.
Aquellas palabras del extraño que ahora se dirigía a por mí me dejaban claro que la situación empeoraba por segundos así que comencé a correr.
En este momento ya no quedaba ningún coche en los que nadie se hubiera podido llevar a Hugo porque el resto de vehículos habían continuado la marcha. Salvo los nuestros y el de algún otro espectador.
Corrí sin pensar a dónde, con la única intención de conseguir que me perdieran de vista, aunque a decir verdad, creo que no me persiguió nadie. Por lo menos en esa ocasión.
Me refugié en un soportal. Sin saber qué hacer y, recordando la llamada, saqué el móvil. Seguía desmontado desde la caída. Había perdido la tapa de la batería y la pantalla táctil estaba partida. Aun así encendió.
Me costó poner el número secreto. Entre los nervios y la pantalla rota parecía imposible pero al tercer intento lo conseguí.
Tras el mensaje de bienvenida que me personalizó Olga -“Bienvenido al mundo Cariño”- el teléfono pitó dos veces. Tenía dos mensajes de sendas llamadas recibidas mientras no estaba operativo el teléfono. En los dos mensajes el número era privado.
Sonó de nuevo. Tenía un mensaje multimedia, una foto. La abrí rápidamente. Era Hugo en una silla de bebe. Leí el texto y rompía llorar de nuevo.