Las nubes que cubrían el cielo de Valladolid en aquel momento eran blancas como el algodón, en comparación con las que se agitaban en mi interior.
Me quedé paralizado, sin poder moverme, allí de pie, observando el interior de un coche que estaba vacío. Y seguidamente, la desesperación y el pánico se apoderaron de mí, manejándome como si fuera una marioneta. Me abalancé hacia el capazo vacío, para comprobar que realmente mis ojos no me estaban jugando una mala pasada. Pero no lo hacían, estaba vacío.
Busqué por todos los rincones posibles, frenético, a pesar de saber que era imposible encontrar a Hugo debajo de la alfombrilla del coche.
Con la vista nublada por las lágrimas, me giré y contemplé mi alrededor, escuchando el ritmo frenético de mi corazón.
- ¡¡Hugo!! –exclamé con fuerza.
De pronto, me sentí como si estuviera perdido en la más absoluta soledad, y no pudiera hacer nada para salir de ahí. Porque no había dirección posible que tomar.
- ¡¡Hugo!! –repetí, aún con más fuerza.
Volví a girar sobre mí mismo, hasta que por fin estuve otra vez frente al coche vacío. Un vacío que me golpeó como si fuera la primera vez que lo veía.
¿Quién podría querer llevarse a mi hijo? ¿Por qué alguien me haría algo así?
Lancé un grito de auténtica desesperación, y me llevé las manos a la cabeza, a la vez que cerraba los ojos con fuerza. Pegué un fuerte golpe a la carrocería del coche, como si eso fuera a sacarme de esa horrible pesadilla.
Con las manos temblorosas, traté de colocar la batería del móvil, maldiciendo en voz baja. Jamás me había sentido tan inútil, tan torpe y tan lento.
Me sentí aliviado al ver que funcionaba y que tenía la posibilidad de llamar… ¿a quién? El rostro de Olga apareció frente a mí, enfadado por no haberla avisado de lo que ocurría. Pero, ¿cómo iba a llamar a mi mujer para decirle que nuestro hijo había desaparecido del coche, si tan solo hacía unos minutos, le había dicho que ya estaba en la guardería?
No tuve que pensarlo más, porque en cuanto miré la pantalla, ya había tecleado 112, y era tarde para echarse atrás.
Me llevé el aparato a la oreja, mientras mis piernas y mis manos temblaban como si fueran gelatina, y suspiré al oír los pitidos. Y cuando alguien al otro lado de la línea descolgó el teléfono, me dispuse a contar lo sucedido, y a pedir ayuda urgente. Pero ni siquiera pude empezar. Porque una voz desconocida, con un ligero tono burlón, dijo algo muy distinto de lo que yo esperaba.
- Llamar a la policía no creo que sea lo más correcto, dado que yo soy la única persona que puede ayudarte a encontrar lo que has perdido.
Una mujer. La voz de una mujer desconocida. Casi divertida, como si fuera una broma y no el secuestro de mi hijo.
ResponderEliminarLo hice. Formulé la pregunta que siempre resulta absurda en las películas y en las malas series de televisión. Sin gritos. Me temblaba demasiado la voz para gritar.
-¿Quién eres?
Silencio al otro lado. El sonido de “llamada terminada”. La nada.
El atasco en el Arco de Ladrillo debía de llegar ya hasta la Renault. El tráfico era un sin dios y mi coche su pecado original.
Me senté dentro, al menos a resguardo de la lluvia. Ya no me dolían las heridas, los rasguños ni los golpes. Me dolía el alma como nunca.
Y, a pesar de mi confusión y del espanto, se me ocurrió girar de nuevo la llave de arranque. El ronroneo del motor me devolvió por un momento la esperanza. Funcionaba. La avería se había esfumado.
Si era una avería, pensé. Si no era algo programado para que el coche se detuviera exactamente allí y que, quien hasta eso planeó, pudiera llevarse a mi hijo tranquilamente. Y el maldito móvil. También manipulado, fuera de mi control, remotamente manejado para marcar a su antojo, para que sólo hubiera una voz burlona al otro lado. La titiritera ella. Yo, la marioneta.
Dejé el teléfono en el asiento del copiloto, miré hacia el capazo vacío una vez más y metí primera, sin saber muy bien, ni muy mal, hacia dónde ir. Estaba mareado y los limpiaparabrisas no daban abasto para retirar la lluvia. Me sequé los ojos con los pañuelos de papel omnipresentes en el coche y enfilé García Morato adelante. Miré hacia los otros coches. Dentro, cada uno a sus asuntos, a sus prisas, sus trabajos o sus clases.
Yo, yo solo, perdido entre tanta cotidianeidad, aguardando el milagro de otra llamada, una en que alguien me pidiera perdón por haberme gastado la broma más cruenta de toda mi vida.
Silencio.
Y esa náusea.
Y no entender nada.
Crucé el Paseo de Zorrilla. Atravesé el puente sin mirar al río y, dejando atrás la Avenida de Salamanca, giré a la derecha, hacia la calle de las Eras. Allí había una comisaría. Allí podrían ayudarme.
En las películas el error siempre era el mismo: Obedecer a los secuestradores, caer en su celada, ponerse a su merced, inerme y aterrado.
Nunca he creído en nada más allá de lo tangible. Nunca en nada extraordinario o “para anormal” como dicen mis amigos con sorna.
Pero como si de telepatía se tratara, la pantalla del móvil se iluminó con un escueto mensaje de texto:
- Has tomado un mal camino.
El coche se detuvo, casi a la altura de Girón. Y yo no había pisado el pedal del freno.
- ¿Dónde está mi hijo, malnacido?- espeté en pleno arrebato de histeria.
ResponderEliminarUna carcajada socarrona, que congeló mi arrebato inicial, fue el preámbulo de la perorata del misterioso sujeto que se había colado furtivamente en la conversación telefónica.
- No sé dónde se encuentra su hijo, pero le repito que yo tengo la llave para encontrarle. Ahora bien, hallarle sólo depende de usted. Como le anticipé, una grúa acudirá en breve a remolcar su coche. No haga más tonterías. – y de nuevo aquella hilaridad que no lograba comprender; aquel tipo disfrutaba con mi desgracia.- Puede darse la circunstancia de que aparezca la policía, no lo descarte. En tal caso intente deshacerse de ellos lo más rápido posible. Recuerde, ante todo suba a esa grúa.
Por extraño que parezca y con la impotencia de quien tiene las manos atadas ante una avalancha de golpes, caí derrotado en el asiento trasero del coche, al lado del huérfano capazo, esperando que la anunciada grúa apareciese. No tuve que aguardar demasiado, puesto que a los pocos minutos, el vehículo de asistencia aparcó delante de mi automóvil. Se abrió la puerta y descendió un tipo orondo, embutido en una cazadora de color caqui y unos pantalones deficientemente sujetos por el cinturón, provocando que tuviese que subírselos a cada paso. En silencio, comenzó a realizar los preparativos de remolcado, sin dirigirse en ningún momento a mi persona, ni hacer preguntas ni pedir papeles ni explicaciones.
Terminada la tarea, con un inapreciable movimiento de cabeza, tan sutil que no lo hubiese advertido de no ser por la curiosidad que el individuo en sí me causó, me conminó a subir a la grúa. Nunca antes había subido a un vehículo de aquella altura y la inexperiencia, más unas piernas aún trémulas y una rodilla todavía dolorida, dio como resultado un tropezón inapropiado y un impacto seco en toda la cara, que originó que me hincase los dientes contra la parte interior de los labios. En un segundo intento conseguí alzar mi cuerpo y sentarme en el asiento del acompañante, con un pañuelo en la boca, en el que estampé el reguero de sangre que comenzaba a fluir de la misma.
Bajamos el Arco de Ladrillo en dirección al Paseo Zorrilla, pero giramos en la primera rotonda. Volvimos a pasar, esta vez por el carril contrario, por la zona del incidente, que poco a poco se iba descongestionando. Casi al mismo tiempo nos cruzamos con otra grúa que pasaba al lado, aminorando la velocidad, y cuyo operario examinaba el lugar, como si estuviese intentando localizar algo que debería encontrarse en aquel emplazamiento.
Una extraña sensación, unida a una mueca de la voluminosa figura que sujetaba el volante, semejante a una sonrisa, me confirmó que había tomado la grúa equivocada.
Me quedé aún más paralizado e inmóvil que cuando me había quedado mirando un momento antes el interior vacío del coche. Pero esa voz no era desconocida, era la misma que antes me había dicho que enviarían una grúa a remolcarme y se había burlado por mi comienzo del día.
ResponderEliminar- Esto no puede estar pasando de verdad – grité con voz desgarrada mientras veía como se acercaba en dirección contraria un coche de la policía local.
Me abalancé sin mirar de nuevo sobre el otro carril como había hecho cuando me di el topetazo con un coche, que por cierto se había dado a la fuga sin reparar en si me había pasado algo. Ya no me importaba nada otro golpe ni lo que me había dicho esa voz sobre lo de no llamar a la policía, tenía que hablar con ella y rápido. Seguro estaba llegando para ayudar en el atasco que había armado con mi coche.
Alzando los brazos como un loco me dirigí corriendo hacía el coche patrulla, empecé a golpear la ventanilla del policía que conducía para que la abriera y le pudiera contar lo que había pasado. Mi forma de actuar no ayudó mucho ya que el otro policía que iba en el coche salió como una bala por su puerta, para apuntarme con su pistola gritando que me ladeara del coche y me echara al suelo sin ofrecer resistencia. No entendí la reacción del policía y seguí insistiendo con los golpes en la ventanilla gritando que necesitaba buscar a mi hijo. Aquello parecía un dialogo de sordos, cuando de pronto sentí un golpe en mi cabeza que me hizo desplomar al suelo.
No desperté de la pesadilla hasta casi un par de horas después en una camilla de la comisaría de la policía, donde una atractiva agente me ofrecía una taza de café caliente. Sentía un fuerte dolor en la cabeza y estaba completamente empapado.
- ¿Se siente bien?. Le dolerá un poco todavía pero no es nada. Tómese el café que tenemos que hablar.- Fue el saludo en tono cordial de la agente.
Estaba tratando de recomponer la situación y rebobinar mi cerebro para entender qué había pasado cuando mi siguiente reacción puso en alerta a la agente, que empezaba a tomar en ese momento una taza de café.
- Mi hijo, Hugo, ¿dónde está?, ¿lo encontraron?, quiero verlo. – Grité de tal manera que el dolor en la cabeza se hacía casi insoportable.
Cálmese, cálmese, tranquilo que tenemos mucho de qué hablar como ya le dije. ¿Qué hijo?, ¿de qué habla?. Primero, ¿quién es usted?, lo pillamos en medio de un atasco que usted había organizado con un coche con matricula robada, sin portar ningún documento de identidad con el que podamos saber quién coño es usted. Así que no se altere que de esa forma no vamos a ninguna parte y tampoco ayuda en nada.