sábado, 6 de abril de 2013


- ¿Dónde está mi hijo, malnacido?- espeté en pleno arrebato de histeria.

Una carcajada socarrona, que congeló mi arrebato inicial, fue el preámbulo de la perorata del misterioso sujeto que se había colado furtivamente en la conversación telefónica. 

- No sé dónde se encuentra su hijo, pero le repito que yo tengo la llave para encontrarle. Ahora bien, hallarle sólo depende de usted. Como le anticipé, una grúa acudirá en breve a remolcar su coche. No haga más tonterías. – y de nuevo aquella hilaridad que no lograba comprender; aquel tipo disfrutaba con mi desgracia.- Puede darse la circunstancia de que aparezca la policía, no lo descarte. En tal caso intente deshacerse de ellos lo más rápido posible. Recuerde, ante todo suba a esa grúa.

Por extraño que parezca y con la impotencia de quien tiene las manos atadas ante una avalancha de golpes, caí derrotado en el asiento trasero del coche, al lado del huérfano capazo, esperando que la anunciada grúa apareciese. No tuve que aguardar demasiado, puesto que a los pocos minutos, el vehículo de asistencia aparcó delante de mi automóvil. Se abrió la puerta y descendió un tipo orondo, embutido en una cazadora de color caqui y unos pantalones deficientemente sujetos por el cinturón, provocando que tuviese que subírselos a cada paso. En silencio, comenzó a realizar los preparativos de remolcado, sin dirigirse en ningún momento a mi persona, ni hacer preguntas ni pedir papeles ni explicaciones.

Terminada la tarea, con un inapreciable movimiento de cabeza, tan sutil que no lo hubiese advertido de no ser por la curiosidad que el individuo en sí me causó, me conminó a subir a la grúa. Nunca antes había subido a un vehículo de aquella altura y la inexperiencia, más unas piernas aún trémulas y una rodilla todavía dolorida, dio como resultado un tropezón inapropiado y un impacto seco en toda la cara, que originó que me hincase los dientes contra la parte interior de los labios. En un segundo intento conseguí alzar mi cuerpo y sentarme en el asiento del acompañante, con un pañuelo en la boca, en el que estampé el reguero de sangre que comenzaba a fluir de la misma. 

Bajamos el Arco de Ladrillo en dirección al Paseo Zorrilla, pero giramos en la primera rotonda. Volvimos a pasar, esta vez por el carril contrario, por la zona del incidente, que poco a poco se iba descongestionando. Casi al mismo tiempo nos cruzamos con otra grúa que pasaba al lado, aminorando la velocidad, y cuyo operario examinaba el lugar, como si estuviese intentando localizar algo que debería encontrarse en aquel emplazamiento. 

Una extraña sensación, unida a una mueca de la voluminosa figura que sujetaba el volante, semejante a una sonrisa, me confirmó que había tomado la grúa equivocada.

Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 23:11 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. — ¿Adónde vamos? —pregunté al observar que salíamos de la ciudad.
    No hubo respuesta, ni tan siquiera una mueca que me permitiera entrever qué intenciones llevaba aquel individuo de aspecto grasiento y taciturno.
    — ¿Adónde me lleva? —insistí procurando utilizar un tono de voz tranquilo y cordial—. Voy a hacer una llamada con el móvil que tengo en el bolsillo del pantalón —comenté temiéndome que reaccionara de forma violenta. Mi hijo ha desparecido. Es tan sólo un bebé. No me preocupa en absoluto la avería del coche.
    Nada modificó el semblante de aquella mole. Intenté marcar el 112, pero un giro brusco y mis temblorosos dedos permitieron que se me escurriera de las manos. Me agaché para recogerlo, pero un repentino frenazo hizo que mi cabeza se golpeara contra el salpicadero.
    —Baje —me ordenó abriendo mi puerta sin moverse de su asiento.
    No debí de reaccionar tan rápido como él deseaba porque me dio un empujón y me tiró afuera. Arrancó el motor y se dio a la fuga con mi coche. Caí de costado sobre un suelo de grava, pero con el teléfono asido fuertemente. Me levanté y me disponía a teclear el número de emergencias, cuando advertí que había recibido un montón de mensajes. El pulso se me aceleró mientras el corazón golpeaba con fuerza mis costillas, ¿y si habían intentado contactar conmigo? El cargante dolor de cabeza pasó a ser insoportable cuando comprobé que todos los envíos procedían de Olga. Traté de comunicarme con ella, pero fue imposible. Me había quedado sin cobertura. De repente, me fijé en el blanquecino edificio que tenía ante mí. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Estaba en el colegio San Agustín, mi colegio, aquella institución en la que había pasado los años más divertidos de mi infancia y juventud. Me dirigí con paso presuroso hacia el interior para pedir ayuda. Subí las escaleras que guiaban hacia el vestíbulo y empujé la pesada puerta. No se abrió. Puse las manos a modo de prismáticos y las apoyé sobre las rejas que protegían el vidrio del portón. Varios niños jugaban en el hall, y posiblemente, si no me hubiera dado aquel arrebato de locura al ver que vestían como en los años 70, habría podido comprobar que el más penetrante de los silencios había invadido un espacio que siempre fue ensordecedor. Nada reflejó el cristal, pero alguien apoyó su mano sobre mi hombro.

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  2. En ese momento, un coche de la policía pasaba frente a nosotros en el otro carril disponiéndome a llamarla con mis brazos en alto cuando la mueca del energúmeno que conducía a mi lado, semejante en esta ocasión a un ni te atrevas, me hizo desistir totalmente mientras nos íbamos alejando del lugar en el que minutos antes había experimentado, sin lugar a equivocarme, quizá el más terrible capítulo de mi vida.
    Yo no sabía como reaccionar mientras la mezcla de saliva con sangre en la boca propiciaba la sensación de vomitar. Al empezar a convulsionar el conductor de la grúa, que seguía sin abrir la boca, me señala enérgicamente con su pulgar la guantera del coche, que rápidamente abro. Un maldito rollo de papel higiénico me va servir para limpiar la carnicería en la que se habría convertido mi boca con el trompazo que me había dado. Sentía dolor en todo el cuerpo, no solo en la rodilla y la boca y no paraba de pensar en Hugo.
    El tiempo pasaba rápido y después de varios minutos me percaté de que debía haber memorizado los lugares por donde pasábamos. No cabe duda de que se trataba de un secuestro y empezaron a pasar por mi cabeza imágenes de películas y noticias de ese género.
    Cómo me podía estar pasando todo esto, pero si yo no soy famoso, no tengo mucho dinero, no …, pero cómo no me he dado cuenta antes; el secuestrador debía estar muy cerca de mi coche en ese momento, no era posible que en cuestión de pocos segundos iban a sacar a Hugo del coche tras desabrocharlo del capazo; debía estar allá en algún coche mientras yo me largaba en esta grúa; cómo es que nadie de los coches de alrededor había reparado en todo lo que pasaba. El cabrón del teléfono me está mintiendo y sí sabe dónde está Hugo.
    Mientras me rompía los sesos con toda esta sucesión de interrogantes, el conductor giró rudamente el volante a la derecha para meterse por un estrecho camino; desconocía las últimas calles por las que habíamos pasado, no habría pasado antes por esta parte de Valladolid, seguro a las afueras.
    El flujo de sangre por la boca ya parecía haber parado y debía calmarme pensando que al final todo debía acabar bien, que debía tratarse de un malentendido y esta gente, que deberían estar detrás de nosotros, me devolverían a Hugo sano y salvo. Empezaba a serenarme un poco cuando llegamos a un gran y destartalado garaje al que entramos. Al parar el motor de la grúa el gordinflón me miró regalándome una nueva mueca, ahora con tintes de aprobación; aparte de que no le había manchado de sangre el interior de la grúa me había portado bien.

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  3. Convencido de que preguntarle a ese hombre por el destino al que nos dirigíamos con palabras ensangrentadas me iba a servir de poco, esperé unos instantes antes de quitarme el pañuelo de la boca. Le observé de soslayo. En contraste con el aliento que a mí me faltaba, él canturreaba tranquilamente con un palillo en la boca la melodía que emitía la emisora de radio y tamborileaba al compás con la mano izquierda sobre el volante. De vez en cuando increpaba por la ventana a algún conductor rezagado ante un semáforo en verde, pero retomaba el ritmo de su canción como si yo no estuviera ahí mismo, a su lado. De hecho, como si estuviera más acostumbrado a remolcar personas en semejante estado que a vehículos, no parecía verse sorprendido por mi aspecto, sin duda absolutamente patético con medio cuerpo contusionado, sangre en diversos estadios de postilla incluida, un aturdimiento digno del peor sueño y sobre todo con el más que lacerante recuerdo del capazo vacío de mi hijo inundando mis lagrimales.
    Cuando comprobé que la hemorragia iba cesando y que podía hacerme más o menos inteligible, me dirigí a él:
    -Mire, no sé quién es usted, ni su jefe, ni tampoco sé de qué va toda esta vaina. Si le soy sincero, en el fondo aún albergo la esperanza de que en cualquier momento suene mi despertador y pueda contar todo esto a mis compañeros en la hora del café como anécdota de una pesadilla intranscendente.
    El hombre hacía caso omiso de mi alegato desesperado.
    -Yo les aseguro-proseguí- que si me llevan adonde esté mi hijo, no acudiré a la policía, no diré nada a nadie, esto no habrá existido. Me llevo al niño, me devuelven mi coche, entenderemos que hemos llegado a tiempo de subsanar un gran error que sin duda alguna a ustedes acabaría llevándoles tarde o temprano al trullo y no volverán a verme nunca.
    Como si mis palabras esta vez sí le hicieran algún efecto, paró la grúa y me hizo un gesto para bajar. Lo hice como pude, mientras él hacía otro tanto por el lado del conductor. Entre el dolor y lo incomprensible de la situación, apenas me había dado cuenta de dónde estábamos. “Talleres de la Viuda e Hijos”, rezaba el letrero en la nave, una especie de taller mecánico del Polígono de Argales.
    -Aquí le dejo, yo ya he terminado mi jornada –contestó impasible mientras me giraba la espalda.

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