lunes, 8 de abril de 2013


— ¿Adónde vamos? —pregunté al observar que salíamos de la ciudad.

No hubo respuesta, ni tan siquiera una mueca que me permitiera entrever qué intenciones llevaba aquel individuo de aspecto grasiento y taciturno.

— ¿Adónde me lleva? —insistí procurando utilizar un tono de voz tranquilo y cordial—. Voy a hacer una llamada con el móvil que tengo en el bolsillo del pantalón —comenté temiéndome que reaccionara de forma violenta. Mi hijo ha desparecido. Es tan sólo un bebé. No me preocupa en absoluto la avería del coche.

Nada modificó el semblante de aquella mole. Intenté marcar el 112, pero un giro brusco y mis temblorosos dedos permitieron que se me escurriera de las manos. Me agaché para recogerlo, pero un repentino frenazo hizo que mi cabeza se golpeara contra el salpicadero.

—Baje —me ordenó abriendo mi puerta sin moverse de su asiento.

No debí de reaccionar tan rápido como él deseaba porque me dio un empujón y me tiró afuera. Arrancó el motor y se dio a la fuga con mi coche. Caí de costado sobre un suelo de grava, pero con el teléfono asido fuertemente. Me levanté y me disponía a teclear el número de emergencias, cuando advertí que había recibido un montón de mensajes. El pulso se me aceleró mientras el corazón golpeaba con fuerza mis costillas, ¿y si habían intentado contactar conmigo? El cargante dolor de cabeza pasó a ser insoportable cuando comprobé que todos los envíos procedían de Olga. Traté de comunicarme con ella, pero fue imposible. Me había quedado sin cobertura. De repente, me fijé en el blanquecino edificio que tenía ante mí. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Estaba en el colegio San Agustín, mi colegio, aquella institución en la que había pasado los años más divertidos de mi infancia y juventud. Me dirigí con paso presuroso hacia el interior para pedir ayuda. Subí las escaleras que guiaban hacia el vestíbulo y empujé la pesada puerta. No se abrió. Puse las manos a modo de prismáticos y las apoyé sobre las rejas que protegían el vidrio del portón. Varios niños jugaban en el hall, y posiblemente, si no me hubiera dado aquel arrebato de locura al ver que vestían como en los años 70, habría podido comprobar que el más penetrante de los silencios había invadido un espacio que siempre fue ensordecedor. Nada reflejó el cristal, pero alguien apoyó su mano sobre mi hombro.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:27 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. - ¿Qué haces aquí afuera, malandrín? – aquella voz ronca y quebradiza, así como el peculiar apelativo que me dirigía, me devolvieron a otra época de mi vida.
    Presa del desconcierto no osé siquiera girarme, por lo que no percibí como la artrítica mano del extraño personaje se abalanzaba hacia mi oreja izquierda.
    - Te dije que la próxima vez que te pillase jugueteando fuera te llevaría al despacho del director.
    La punzada que me provocaba el pellizco en el lóbulo hizo que mi cuerpo se encorvara. De soslayo me pareció identificar al viejo conserje del colegio, Tomás, pero de aquello hacía tanto tiempo… Sin pensarlo, pisoteé su pie derecho y aprovechando su lastimero quejido, liberé mi oreja y salí corriendo tratando de despistar a aquel sujeto, tal y como recordaba haber hecho muchos años antes en distintas circunstancias. Aún no sé de dónde saqué las fuerzas suficientes para mover mi maltrecho cuerpo y dar esquinazo a mi perseguidor, del cual estuve escuchando durante muchos metros su aliento contra mi nuca.
    Al final me encontré a salvo en un rincón del colegio, casualmente el mismo escondrijo que me funcionara como refugio antaño. El sonido de mi móvil me sobresaltó, descolgando al instante, por temor a ser descubierto. Ansiaba oír la voz añorada de Olga y confesarle mi desasosiego, pero mis deseos no se hicieron realidad.
    - ¿Le asusta su pasado? - por tercera vez, en apenas unas horas, escuché aquella sonora risotada que me martilleaba la cabeza.
    - Definitivamente no entiendo este macabro juego – le respondí todavía jadeando por el esfuerzo de la carrera.
    - Tenga paciencia, lo está haciendo muy bien. Ha llegado al lugar adecuado. Ahora acérquese hasta la capilla, quizás allí encuentre más respuestas. Pero tenga cuidado no le alcance antes Tomás. Como bien recordará tiene muy malas pulgas…
    No tuve tiempo de rebatirle, pues colgó sin esperar mi réplica. Debía llegar hasta la capilla, pero necesitaba descubrir el modo de acceder adentro. Había comprobado que la puerta de entrada estaba cerrada. Examiné detalladamente todas las ventanas del piso inferior, pero no hallé ninguna abierta. Me desplazaba con sigilo para no delatar mi presencia al viejo conserje. Miré alrededor y vi en el suelo unas piedras. Sin recapacitar ni calibrar futuras consecuencias, agarré una de ellas y procedí a estrellarla contra una de las ventanas. Si hubiese roto en alguna otra ocasión un cristal a poca distancia, hubiera sabido que el golpe produce en la mano que sujeta la piedra unas cuantas laceraciones, máxime cuando la piel no está convenientemente protegida.
    Tras comprobar los sanguinolentos cortes, me aseguré de no haber llamado la atención de nadie y giré la manilla, hasta abrir por completo la ventana. Me lancé al interior del edificio y una vez dentro comprobé que me encontraba en el pasillo principal. Aún recordaba cómo llegar a la capilla, aunque no hizo falta recurrir a mi memoria, pues me bastó con seguir el rastro del llanto cercano de un bebé.

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  2. En este momento de lucidez en el que mi memoria ha recuperado los secretos ocultos de mi historia, comprendo por qué aquel gesto me infundió serenidad. Me giré pausadamente presintiendo el final de aquella agonía interior que me arrastraba hacía si desde hacía mucho tiempo. Ante mí se encontraba una descomunal figura que se escondía dentro de un hábito negro de fraile. No me causó ningún temor que su cara estuviera oculta tras la capucha porque percibí su amable sonrisa. De una de las acampanadas mangas de su túnica salió una huesuda mano que extendió ante si, indicándome el camino que debía seguir. Rodeamos parte del edificio hasta llegar a una pequeña puerta por la que entramos. Desconocía aquella entrada, pero más extraño me resultó la escalera descendente que se mostraba ante mí. Una luz mortecina iluminaba, pobremente, los escalones por los que bajamos hasta el sótano. Una cortina separaba el último peldaño de la bóveda que apareció ante mis ojos. Enseguida comprobé que era un lugar sagrado. En una de las paredes se divisaba una tosca cruz de madera que colgaba sobre un altar. El monje hizo una genuflexión y se santiguó. Después se acercó a mí, puso ambas manos sobre mis hombros y me invitó a hacer lo mismo. No alcanzo a comprender qué me llevó a arrodillarme, pero aquello me sirvió para descubrir que sobre la fría piedra, que servía de suelo, había incrustadas unas letras cromadas. Me levanté y me alejé un poco para conseguir una buena perspectiva que me permitiera leer lo que allí ponía: CREDE UT INTELLIGAS, INTELLIGE UT CREDAS.
    Me sonaban muchísimo aquellas palabras en latín, pero no conseguía recordar qué revelaban. No tardé mucho en descifrar su significado.
    Sobre el ara de piedra caliza, el religioso había depositado 13 libros. Me hizo una señal para que me acercara. Los primeros nueve tomos tenían impreso en la portada una letra. Las uní y descubrí la palabra confesión. De cada uno saqué distintos marcapáginas con sugerentes preguntas: ¿Aún recuerdas los pecados de tu infancia? ¿Qué pecado realmente no cometiste? ¿Has buscado la verdad? ¿Estás seguro que arrebataste tú esa vida? ¿Por qué callaste? ¿Había alguien más contigo? ¿Por qué no lo socorriste? ¿Crees que es posible huir de uno mismo? ¿Has mirado en tu interior? En el frontal de los cuatro últimos volúmenes, podía leerse en cada uno la misma afirmación: La justicia garantiza la paz.
    Volví de nuevo a leer las letras del suelo y traduje: CREE PARA ENTENDER, ENTIENDE PARA CREER

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  3. Me quedé completamente helado, el frío empezó a correr por mis venas y no podía, ni quería, volverme para ver quién me estaba tocando. Un reflejo espontáneo para tratar de escapar de una situación de angustia me hizo pensar que podría tratarse de Hugo, qué loco debía estar pensándolo ahora pues él ni podía caminar y menos llegar a mis hombros; o sería Olga que había corrido en mi rescate para ayudarme a buscarlo,…
    Mientras seguía pensando en todas esas apariciones el miedo se apoderó de todo mi cuerpo, al ver que el cristal tampoco me mostraba que había alguien detrás de mí. Logré aún así mirar de reojo sobre el hombro esperando no ver nada y que todo fuese una fantasía, pero lo que encontré fue una gran mano apoyada sobre él.
    - Velasco, ¿qué hace por aquí? Hacía tiempo que no sabíamos nada de usted, desde aquella vez que volvió después de graduarse para recoger un certificado que requería para su trabajo no le hemos vuelto a ver. ¿Sucede algo?, le siento muy frío, bueno la verdad no puedo decir yo lo contrario, pero no sé realmente quién de los dos está más helado ahora. ¿Y su mujer y su hijo?, ¿él está bien?, creo que algo le sucede, ¿cierto?
    Esa voz me era familiar, muy familiar, de otra época que me recordaba juegos en el patio del colegio, horas de estudio en la biblioteca, algún que otro castigo frente a la pared de la clase por mal comportamiento. Años de travesuras y correrías de un inocente colegial que pronto se hizo hombre sin darse cuenta. No quería todavía volverme, pero algo tenía que hacer.
    - Don Manuel, usted por aquí, cómo es posible si ha pasado tanto tiempo…, imagino que dándose una vueltecita, ¿cómo está su querida esposa Doña Rosita?, qué rico pan lechugino hacía y que usted alguna vez traía y regalaba un buen trozo al mejor de la clase. Por suerte una vez yo fui el agraciado y todavía recuerdo ese sabor. A mi hijo Hugo le empieza a gustar, claro nunca es como el de su esposa, como todavía es pequeño chupa un pedazo y … ¿cómo sabe usted que le sucede algo?. Ahora me doy cuenta también, es la misma voz del teléfono.
    Decidido me volví rápidamente para enfrentarme a lo que fuere. Don Manuel se había jubilado cuando inicié el bachillerato y luego apenas iba al colegio, donde aprovechaba para regañarnos al vernos con el pelo largo o mascando chicle. Han pasado muchos años de eso y debía estar…
    No había nadie y mi corazón se paró por un largo rato.

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