miércoles, 10 de abril de 2013




- ¿Qué haces aquí afuera, malandrín? – aquella voz ronca y quebradiza, así como el peculiar apelativo que me dirigía, me devolvieron a otra época de mi vida.
Presa del desconcierto no osé siquiera girarme, por lo que no percibí como la artrítica mano del extraño personaje se abalanzaba hacia mi oreja izquierda.
- Te dije que la próxima vez que te pillase jugueteando fuera te llevaría al despacho del director.
La punzada que me provocaba el pellizco en el lóbulo hizo que mi cuerpo se encorvara. De soslayo me pareció identificar al viejo conserje del colegio, Tomás, pero de aquello hacía tanto tiempo… Sin pensarlo, pisoteé su pie derecho y aprovechando su lastimero quejido, liberé mi oreja y salí corriendo tratando de despistar a aquel sujeto, tal y como recordaba haber hecho muchos años antes en distintas circunstancias. Aún no sé de dónde saqué las fuerzas suficientes para mover mi maltrecho cuerpo y dar esquinazo a mi perseguidor, del cual estuve escuchando durante muchos metros su aliento contra mi nuca.
Al final me encontré a salvo en un rincón del colegio, casualmente el mismo escondrijo que me funcionara como refugio antaño. El sonido de mi móvil me sobresaltó, descolgando al instante, por temor a ser descubierto. Ansiaba oír la voz añorada de Olga y confesarle mi desasosiego, pero mis deseos no se hicieron realidad.
- ¿Le asusta su pasado? - por tercera vez, en apenas unas horas, escuché aquella sonora risotada que me martilleaba la cabeza.
- Definitivamente no entiendo este macabro juego – le respondí todavía jadeando por el esfuerzo de la carrera.
- Tenga paciencia, lo está haciendo muy bien. Ha llegado al lugar adecuado. Ahora acérquese hasta la capilla, quizás allí encuentre más respuestas. Pero tenga cuidado no le alcance antes Tomás. Como bien recordará tiene muy malas pulgas…
No tuve tiempo de rebatirle, pues colgó sin esperar mi réplica. Debía llegar hasta la capilla, pero necesitaba descubrir el modo de acceder adentro. Había comprobado que la puerta de entrada estaba cerrada. Examiné detalladamente todas las ventanas del piso inferior, pero no hallé ninguna abierta. Me desplazaba con sigilo para no delatar mi presencia al viejo conserje. Miré alrededor y vi en el suelo unas piedras. Sin recapacitar ni calibrar futuras consecuencias, agarré una de ellas y procedí a estrellarla contra una de las ventanas. Si hubiese roto en alguna otra ocasión un cristal a poca distancia, hubiera sabido que el golpe produce en la mano que sujeta la piedra unas cuantas laceraciones, máxime cuando la piel no está convenientemente protegida.
Tras comprobar los sanguinolentos cortes, me aseguré de no haber llamado la atención de nadie y giré la manilla, hasta abrir por completo la ventana. Me lancé al interior del edificio y una vez dentro comprobé que me encontraba en el pasillo principal. Aún recordaba cómo llegar a la capilla, aunque no hizo falta recurrir a mi memoria, pues me bastó con seguir el rastro del llanto cercano de un bebé.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:12 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Había velas encendidas. Un ligero olor a incienso. Vacío el retablo de santos y vírgenes, opacos los dorados que cubrían los laterales del altar.
    De allí detrás llegaba el llanto.
    En la media luz de los cirios me tropecé varias veces con los bancos mal dispuestos a lo largo de la nave. Creo que me desollé la rodilla derecha con el canto de uno. Pero las heridas de mi cuerpo -a estas alturas ya debía de parecer un eccehomo- se desvanecían pensando que iba a recuperar a mi hijo, que terminaría esa locura, la pesadilla y toda la maldad que se habían abatido sobre mí.
    Caminé deprisa hacia el altar donde tantas veces había ejercido de orgulloso monaguillo. Subí los tres escalones y rodeé la piedra.
    Tras el imponente mármol veteado no estaba Hugo.
    Una grabadora digital reproducía, con un realismo aterrador, el llorar hambriento o dolorido de un bebé.
    Me derrumbé en el suelo antes sagrado. Apoyé la cabeza en el altar y seguí gimiendo con la impotencia del inocente que va a ser decapitado.
    Sí. Lo habéis adivinado.
    El teléfono de nuevo. La llamada del pánico otra vez.

    - Qué malo es tener esperanzas y que te las frustren, ¿verdad?

    No me dio tiempo ni a responder, suplicar, gritar o maldecir. Colgó.
    Esperanzas frustradas había dicho.
    Era una condenada venganza.
    Muy elaborada.
    Tanto como para hacer que me moviera como un títere por escenarios de la infancia. El viejo colegio, las manos blancas de tiza, el borrador que nos lanzaba el hermano Félix cuando se enfadaba con nuestras gamberradas infantiles.
    Yo, la marioneta rota. Pero ¿Quién era el titiritero? ¿Quién capaz de secuestrar a mi hijo? ¿Quién que me odiara tanto como para urdir un plan tan elaborado? Accidentes que no lo eran. Averías inexistentes. Y mi hijo, mi hijo en sus manos.
    La grabadora había cesado de emitir lamentaciones infantiles.
    Me sobresaltó un ruido. Parecía el eco de unos pasos tras el altar, al fondo.
    Allí estaba la puerta pequeña que llevaba a la sacristía. La que tantas veces había atravesado el niño que fui llevando la campanilla a cuya orden todos debían arrodillarse para la consagración. Una pequeña habitación con un crucifijo desnudo en la pared y muebles con muchos cajones donde se guardaban las vestiduras de los curas para la misa.
    Entrar allí era un privilegio reservado a unos pocos. Los alumnos con buenas notas, con buen comportamiento…
    La evocación empezaba a encajar con algún recuerdo más. Algo agazapado en mi propia infancia. Pero se cortó. En seco.
    La pequeña puerta de madera, al fondo del altar, apenas a unos metros de donde yo estaba, empezó a chirriar y se abrió un resquicio.
    De allí salió una luz cegadora.
    Después, una sombra alargada medio ocultó la luz.

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  2. Reconocí el pasillo que había recorrido tantas veces. Olfateé aquel aroma húmedo que la perpetua niebla, de los inviernos vallisoletanos, cedía al edificio. Extendí mi mano y según caminaba, al igual que hacía de pequeño, la fui arrastrando por la pared notando esa textura rugosa que tanto me gustaba sentir. La vista recorría gozosa el statu quo de todo cuanto veía en el interior. Nada parecía haber cambiado en todos estos años.
    Unas escaleras aparecían al atravesar la arcada que ponía fin al corredor. Bajé los escalones que se dirigían al sótano. El llanto no sólo se acrecentó. Una infinidad de ecos, provenientes de distintas direcciones, producían extrañas reverberaciones que a mí se me antojaban gemidos de diferentes criaturas que no parecían humanas. Me encaminé, prácticamente a obscuras, a donde estaba la entrada de la antigua capilla. En mi época, los chicos la conocíamos como la cripta embrujada en alusión a una leyenda extendida en el colegio sobre sacrificios infantiles. Palpé la puerta buscando la manilla para abrirla. Nada más asirla en mi mano, los sollozos cesaron. El interior estaba iluminado por una tenue luz que emanaba desde uno de los oratorios laterales. Todo permanecía como mi mente lo guardaba, todo menos…el silencio, un silencio inusual y desconocido para mí, un silencio que martilleaba mi subconsciente y que permitió resurgir momentos de mi pasado. Paseé lentamente a través del corredor que desembocaba en el altar procurando no pisar las lápidas que servían de suelo a aquel recinto. Me senté en un banco de la primera fila y esperé. Desconozco cuánto tiempo permanecí así porque mi introversión me condujo a revivir momentos del pasado que había relegado al olvido. Sí recuerdo que tuve la necesidad de ir a rezar al lugar más iluminado. Sobre una repisa se asentaban múltiples velas encendidas que centelleaban proyectando sobre las paredes rayos dorados. De repente, un grupo de ellas se apagaron como si hubiera sido obra de una ráfaga de viento. Las que se mantenían encendidas mostraban unas líneas muy marcadas que enseguida identifiqué como letras. La frase que se formó era un consejo: Mira en tu interior.
    Mi móvil volvió a sonar rompiendo el silencio.
    —Diríjase al confesonario —me encargó una voz familiar.
    —¿Qué demonios quieren de mí? —grité a un teléfono que se había quedado de nuevo sin cobertura.
    Me arrodillé esperando que alguien me pidiese que le relatara mis pecados, pero no fue así.
    —Crede ut intelligas. Intellige ut credas (*) —me recitó en latín una lejana voz.
    Me levanté furioso con la intención de descubrir quién estaba dentro del habitáculo de madera, pero en el interior sólo había un libro en cuya portada podía leerse: CONFESIONES —San Agustín.
    Como fuegos fatuos, unas llamas prendían sobre la lápida que se hallaba en el altar. Me acerqué desconcertado a aquella nueva exhibición dantesca. Las lumbres proclamaban una verdad absoluta: La justicia garantiza la paz.
    (*) Cree para entender. Entiende para creer.

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  3. Si de algo estaba seguro, era que el llanto que reverberaba por el pasillo era inconfundiblemente el de Hugo. Para quien aún no ha saboreado las mieles -y desgraciadamente según comprobé por primera vez en ese aciago día, también las hieles- de la paternidad o maternidad, el llanto de un niño suena de manera idéntica al de cualquier otro niño. Es sólo eso, un pequeño anónimo, sin nada que lo personalice. Un sonido molesto que emerge del fondo de un cochecito; una presencia ajena que hay que tolerar con fingida cortesía en el autobús o en la cola de un establecimiento; en resumen, un extraño esbozo de alguien que probablemente nunca tenga relevancia en nuestra vida. Antes de que naciera mi hijo, yo también viví esa sensación, por eso sé de qué hablo. Pero cuando en algún momento en el que -bien voluntariamente, o bien porque la vida te pille en un renuncio- te encuentras con una criatura que da sentido al hueco entre tus brazos, junto a él nace una capacidad desconocida e inmensa para reubicar el centro del sistema solar en ella. Se desarrolla una capacidad para identificarlo entre miles, entre millones, quizás. Percibes estímulos inauditos y jamás imaginados en tus sentidos. Su olor blando, el tacto de su piel incluso sólo con mirarlo; el llanto que te eriza el vello si te sabes cerca y lejos a la vez.
    Desconocía el tiempo y sobre todo el lugar en el que el viejo Tomás reaparecería de sopetón, hecho que me parecía bastante más que probable, dada la quietud del pasillo en una hora ajena al horario escolar habitual. Con la espalda pegada a la pared, conteniendo la respiración y premura de mis pasos, fui acercándome con sigilo hacia la capilla, tratando de no hacer ningún gesto o ruido que pudiera delatar mi presencia. Hugo seguía llorando, y deseé en lo más profundo que no dejara de hacerlo, puesto que constituía mi único hilo de Ariadna para escapar con él en brazos de ese laberinto. Estaba ya a pocos metros de la capilla, cuando algo llamó poderosamente mi atención. Poco antes de llegar a la puerta, oculto a medias entre las plantas ornamentales que no faltan en casi ningún pasillo de colegio, se entreveía un bulto de tamaño medio. Convencido de que se trataba de Hugo y que por fin podría cubrirle de besos y escapar corriendo de ese lugar de pesadilla, me abalancé sobre él. Mi ilusión se topó con el tacto frío de algo parecido al cartoné. Era un anuario, un viejo anuario que lucía en portada la fecha del curso 1985-1986.
    Simultáneamente, el llanto de Hugo cesó. Alertado por esa nueva señal, corrí hacia el interior de la capilla, deseando que llorase de nuevo, que me hiciera saber dónde estaba. En vano, La capilla estaba vacía y allí dentro, una vez más, sonó mi maldito móvil.


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