viernes, 12 de abril de 2013



Si de algo estaba seguro, era que el llanto que reverberaba por el pasillo era inconfundiblemente el de Hugo. Para quien aún no ha saboreado las mieles -y desgraciadamente según comprobé por primera vez en ese aciago día, también las hieles- de la paternidad o maternidad, el llanto de un niño suena de manera idéntica al de cualquier otro niño. Es sólo eso, un pequeño anónimo, sin nada que lo personalice. Un sonido molesto que emerge del fondo de un cochecito; una presencia ajena que hay que tolerar con fingida cortesía en el autobús o en la cola de un establecimiento; en resumen, un extraño esbozo de alguien que probablemente nunca tenga relevancia en nuestra vida. Antes de que naciera mi hijo, yo también viví esa sensación, por eso sé de qué hablo. Pero cuando en algún momento en el que -bien voluntariamente, o bien porque la vida te pille en un renuncio- te encuentras con una criatura que da sentido al hueco entre tus brazos, junto a él nace una capacidad desconocida e inmensa para reubicar el centro del sistema solar en ella. Se desarrolla una capacidad para identificarlo entre miles, entre millones, quizás. Percibes estímulos inauditos y jamás imaginados en tus sentidos. Su olor blando, el tacto de su piel incluso sólo con mirarlo; el llanto que te eriza el vello si te sabes cerca y lejos a la vez.

Desconocía el tiempo y sobre todo el lugar en el que el viejo Tomás reaparecería de sopetón, hecho que me parecía bastante más que probable, dada la quietud del pasillo en una hora ajena al horario escolar habitual. Con la espalda pegada a la pared, conteniendo la respiración y premura de mis pasos, fui acercándome con sigilo hacia la capilla, tratando de no hacer ningún gesto o ruido que pudiera delatar mi presencia. Hugo seguía llorando, y deseé en lo más profundo que no dejara de hacerlo, puesto que constituía mi único hilo de Ariadna para escapar con él en brazos de ese laberinto. Estaba ya a pocos metros de la capilla, cuando algo llamó poderosamente mi atención. Poco antes de llegar a la puerta, oculto a medias entre las plantas ornamentales que no faltan en casi ningún pasillo de colegio, se entreveía un bulto de tamaño medio. Convencido de que se trataba de Hugo y que por fin podría cubrirle de besos y escapar corriendo de ese lugar de pesadilla, me abalancé sobre él. Mi ilusión se topó con el tacto frío de algo parecido al cartoné. Era un anuario, un viejo anuario que lucía en portada la fecha del curso 1985-1986.


Simultáneamente, el llanto de Hugo cesó. Alertado por esa nueva señal, corrí hacia el interior de la capilla, deseando que llorase de nuevo, que me hiciera saber dónde estaba. En vano. La capilla estaba vacía y allí dentro, una vez más, sonó mi maldito móvil.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:21 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Ahí estaba otra vez el número privado, la pesadilla que me estaba acompañando en el peor día de mi vida. Como si leyese mis pensamientos, la voz que respondió al otro lado del móvil inquirió:
    –¿Ha experimentado alguna vez el infierno en vida, Javier? Yo sí, y se lo debo a usted.
    Durante los siguientes minutos proferí una sarta de palabrotas contra aquel malnacido, hasta que la histeria que me había poseído acabó licuándose en llanto.
    –Por favor, si sabe dónde encontrar a mi hijo, dígamelo –supliqué entre sollozos–. ¡Solo es un bebé!
    Pero al otro lado de la línea ya no había nadie.
    Fue entonces cuando me di cuenta de que me había llamado por mi nombre: Javier. ¿Sería posible que aquel despliegue dantesco fuese la obra de alguien que me conocía y que buscaba vengarse de un modo tan cruel como retorcido? Tendría que rendirme a la evidencia de que así era.
    Observé la capilla en la que me encontraba. Aquel psicópata había mostrado gran interés en conducirme hasta allí. ¿Qué había sucedido en la capilla y qué relación tenía con mi verdugo? Cierto es que, de pequeño, yo no había sido precisamente un niño tranquilo; frecuentaba los pasillos casi con tanta asiduidad como las clases, porque me echaban por reír, distraerme y gastar bromas a mis condiscípulos. Pero eran novatadas inocentes, no recordaba haber hecho nada terrible. ¿En la capilla? Bueno, en la capilla también salía a relucir mi vena camorrista, e incluso el pobre cura interrumpía las homilías para echarme de la misa. Sí, reconozco que hasta que Olga llegó a mi vida, he sido un caso de los que llaman “perdido”. Pero había cambiado: ella había sabido bucear dentro de mi alma y rescatar mi verdadero yo. Los demás, sin embargo, puede que se hubieran quedado en la superficie de aquel niño díscolo. ¿Habría torturado el alma sensible de algún niño durante mi estancia en el colegio de un modo que yo desconocía?
    Recordé entonces el anuario que había encontrado en el pasillo y regresé para cogerlo, seguro de encontrar alguna pista más tangible. Pasé las hojas con nerviosismo, buscando mi rostro impúber entre las caras sonrientes de los niños que posaban en la foto. En el curso 1985-1986 yo tenía ocho años, así que estaba entre las fotos de grupo de tercer curso. Encontré mi clase y repasé con un dedo tembloroso cada uno de los rostros de mis compañeros de clase hasta que me detuve en uno, espantado.

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  2. – Parece que no llegó a tiempo a la capilla–. La voz envuelta en carcajadas de aquel tipo me empezaba a resultar incluso familiar.
    – ¿Dónde se lo ha llevado?
    – Ya le dije que no sabía donde estaba, mas soy la única persona que puede ayudarle a recuperarlo.
    Aquello parecía un trabalenguas y yo un absoluto tartamudo tratando de pronunciarlo. Por un momento, me invadieron deseos de lanzar el móvil contra la pared, hacerlo añicos y olvidar esa voz, sin cuerpo ni cara, que se entrelazaba con la voz de mis propios pensamientos. Cerré los ojos esperando despertarme de un mal sueño, de una atroz pesadilla provocada por la tormenta mañanera. Una frase al otro lado del teléfono me desperezó de golpe.
    – ¿No ha observado nada peculiar en la estancia donde se encuentra?
    Di una lenta ojeada a la capilla de punta a punta. Aquel hábitat me resultaba más que familiar, tras no pocos años acudiendo allí a la escuela. Vi los bancos de madera caoba alineados, el altar vestido con bonitos ropajes, el sagrario dorado y adornado con filigranas… ¡Dios! ¡Si por lo menos supiera qué estoy buscando! El dolor de múltiples heridas, más el frío de la ropa mojada, más el miedo de no volver a ver a Hugo, igual a no soy capaz de descubrir nada si no me lo indican con luces fluorescentes.
    – Su silencio me indica que aún sigue escudriñando el lugar. Le daré una pista. Mire la imagen detrás del altar.
    Levanté la vista hacia el emplazamiento indicado y mis músculos se quedaron petrificados. El espacio, siempre antes ocupado por un imponente Cristo, mostraba ahora una escultura de tono carmesí, con cuernos y rabo terminado en punta. La efigie de un demonio. Me acerqué con sigilo, como si aquella bestia inerte pudiera despertarse en cualquier momento y mandarme al mismísimo infierno. Bajo la figura, una pequeña caja metálica que traté de abrir sin resultados positivos.
    – He hallado un cofre, pero no puedo destaparlo.
    – Todo a su tiempo. Tiene una de las piezas; le falta la llave. Tome la urna y el anuario con el que tropezó antes de llegar a la capilla y salga de ahí. Tenga cuidado con Tomás, no sería bueno seguir demorándonos más de la cuenta. Una vez en la puerta, un taxi pasará a buscarlo.
    La voz colgó antes de poder preguntarle nada. Me sentía como un robot diseñado para ejecutar órdenes. El cansancio hacía mella en mi moral y tampoco me dejaba mostrarme demasiado lúcido para contrariar aquellos mandatos. Guardé el cofre en el bolsillo del abrigo, puse el anuario bajo el brazo y me dispuse a escapar de allí.

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  3. Se puede saber, ¿dónde te has metido? Llevo toda la mañana intentando contactar contigo —preguntó Olga a gritos.
    Nada más oír su voz me eché a llorar. Las palabras no salieron de mi boca porque el tormento de mi alma las ahogó. Me hubiera gustado contarle toda la verdad, pero no pude. Cuando por fin conseguí calmarme, tan sólo acerté a decir su nombre.
    —Olga.
    —Arrodíllese y pida perdón —escuché que me decía una voz conocida que en aquellos momentos no conseguí identificar.
    — ¿Olga?
    No hubo respuesta. Alguien había cortado la comunicación. Me quedé inmóvil intentando intuir por qué debía pedir perdón y a quién. La iglesia estaba prácticamente a obscuras. Tan sólo la vibrante luminaria alumbraba tímidamente al Santísimo produciendo sombras esperpénticas sobre las desnudas paredes. Un ruido sordo chirrió a mis espaldas rompiendo el abrumador silencio. Me giré asustado y vi como un monje, vestido con un hábito negro, entraba en el confesonario. Tembloroso, me encaminé hacia allí y me dejé caer de rodillas. La ventana del habitáculo se abrió con un crujido.
    —Te escucho —me susurró el fraile desde el otro lado de la rejilla que nos separaba.
    Intenté descubrir alguna característica que me fuera familiar en su fisonomía, pero una capucha ocultaba el rostro de mi interlocutor.
    — ¿Qué quieren de mí?
    —Tus preguntas no debes hacérnoslas a nosotros, sino a ti mismo. Dios te perdona, pero no los hombres —fue lo último que dijo antes de cerrar la portilla del confesonario.
    Me levanté despacio y cansado, sintiendo una opresión angustiosa, como si un peso excesivo me aplastase. Miré dentro del habitáculo, pero allí no había nadie. Una luz mortecina iluminaba pobremente el interior. Dentro, un libro había sido abandonado. Lo cogí y leí la portada: Las Confesiones de San Agustín. Apenas me acordaba de la filosofía que había estudiado, pero sí sabía que este autor había utilizado trece libros para recrear parte de su vida. En ellos se arrepentía de los pecados que había cometido en su juventud. Pero, ¿qué tenía que ver conmigo?
    De repente, todo el templo se llenó de luz como si alguien hubiera levantado las persianas para dejar pasar los rayos del ardiente sol. Me quedé atónito ante lo que descubrieron mis ojos. Un numeroso grupo de frailes, ocultos tras su negra capucha, llenaban los bancos de la capilla, mientras rezaban siseando. Entre el crucifijo de madera que colgaba de la pared opuesta a la puerta de entrada, y el altar, tres seres vestidos de toga se encontraban sentados cuchicheando entre ellos. El que se encontraba en medio alzó la mano y todos callaron.
    —San Agustín decía que la justicia garantiza la paz. Nosotros estamos aquí para que así sea. Señor fiscal, cuando quiera, puede empezar. Acérquese acusado —dijo señalándome.

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