Ahí estaba otra vez el número privado, la pesadilla que me estaba acompañando en el peor día de mi vida. Como si leyese mis pensamientos, la voz que respondió al otro lado del móvil inquirió:
–¿Ha experimentado alguna vez el infierno en vida, Javier? Yo sí, y se lo debo a usted.
Durante los siguientes minutos proferí una sarta de palabrotas contra aquel malnacido, hasta que la histeria que me había poseído acabó licuándose en llanto.
–Por favor, si sabe dónde encontrar a mi hijo, dígamelo –supliqué entre sollozos–. ¡Solo es un bebé!
Pero al otro lado de la línea ya no había nadie.
Fue entonces cuando me di cuenta de que me había llamado por mi nombre: Javier. ¿Sería posible que aquel despliegue dantesco fuese la obra de alguien que me conocía y que buscaba vengarse de un modo tan cruel como retorcido? Tendría que rendirme a la evidencia de que así era.
Observé la capilla en la que me encontraba. Aquel psicópata había mostrado gran interés en conducirme hasta allí. ¿Qué había sucedido en la capilla y qué relación tenía con mi verdugo? Cierto es que, de pequeño, yo no había sido precisamente un niño tranquilo; frecuentaba los pasillos casi con tanta asiduidad como las clases, porque me echaban por reír, distraerme y gastar bromas a mis condiscípulos. Pero eran novatadas inocentes, no recordaba haber hecho nada terrible. ¿En la capilla? Bueno, en la capilla también salía a relucir mi vena camorrista, e incluso el pobre cura interrumpía las homilías para echarme de la misa. Sí, reconozco que hasta que Olga llegó a mi vida, he sido un caso de los que llaman “perdido”. Pero había cambiado: ella había sabido bucear dentro de mi alma y rescatar mi verdadero yo. Los demás, sin embargo, puede que se hubieran quedado en la superficie de aquel niño díscolo. ¿Habría torturado el alma sensible de algún niño durante mi estancia en el colegio de un modo que yo desconocía?
Recordé entonces el anuario que había encontrado en el pasillo y regresé para cogerlo, seguro de encontrar alguna pista más tangible. Pasé las hojas con nerviosismo, buscando mi rostro impúber entre las caras sonrientes de los niños que posaban en la foto. En el curso 1985-1986 yo tenía ocho años, así que estaba entre las fotos de grupo de tercer curso. Encontré mi clase y repasé con un dedo tembloroso cada uno de los rostros de mis compañeros de clase hasta que me detuve en uno, espantado.
Había necesitado varios años de terapia superarlo, innumerables horas reposando la cabeza en los sillones de otros tantos psiquiatras infantiles, interminables noches en vela acosado por la misma pesadilla, atormentado por una imagen que no era capaz de eliminar de mi mente. Había desterrado aquel trágico momento, y ahora aquella imagen se mezclaba con la foto en la que reposaba mi dedo índice, hasta tal punto de superponerse la una sobre la otra. Aquellos ojos del anuario se difuminaban y cobraba vida aquella otra mirada congelada para la eternidad debajo del agua; y la sonrisa del retrato perdía su vitalidad enmarcada por unos labios amoratados e inertes.
ResponderEliminarLos tratamientos de choque y los medicamentos con los que me atiborraron habían conseguido que olvidara aquella estampa hasta el presente, pero nunca lograron liberar el bloqueo mental que me impedía recordar los minutos u horas previos a aquella desgracia: un compañero misteriosamente ahogado en la piscina del colegio.
Una lágrima regresó del remoto pasado, y retumbaron los ecos de los sollozos de todos los asistentes al funeral celebrado en la capilla, exequias previas a su consiguiente entierro. Levanté la yema del dedo y mencioné su nombre, hasta ahora relegado al olvido: Daniel. Aquello fue como pronunciar un conjuro, mediante el cual cayeron los muros de un pasado prefabricado. Los pilares de una infancia idílica se fueron derrumbando, entremezclándose con los pasajes de mi verdadera niñez; mi primer día en el colegio, mi gimoteo al desprenderme de la seguridad maternal, el niño jovial que me agarró la mano tratando de consolarme y con la intención de ser mi amigo, las primeras travesuras compartidas y los primeros castigos… Todas aquellas instantáneas iban configurando una vida distinta a la evocada.
Volví a rememorar los días siguientes al trágico suceso.
Ninguno de los indicios delataron mi culpabilidad en la muerte de Daniel y todo quedó en un dramático y desafortunado accidente. Pero sus miradas decían todo lo contrario, no en vano mi expediente distaba de ser precisamente impoluto. Sin embargo, nadie comprendía que Daniel había sido mi mejor amigo.
El sonido de mi móvil esta vez no fue de llamada entrante, sino que emitió el típico silbido que anunciaba la llegada de un mensaje.
“¿Al final has recordado, Javier?”
Yo había olvidado, pero quizás alguien lo seguía teniendo presente pese al paso del tiempo. ¿Por qué ahora, dieciocho años después?
“Es momento de hallar la verdad”, apareció otro mensaje a continuación. Inconscientemente reviví aquellas mismas palabras pronunciadas por otra persona y supe al instante a dónde debía dirigirme.
No podía creerlo, allí estaba… Andrés… claro que estaba, existía, siempre existió aunque me empeñé ¬—o más bien me impusieron — que lo olvidara, que aquello no había ocurrido… el suceso… así lo llamaban… los profesores, mis padres, los periodistas y hasta el loquero. Porque eso es lo que era, un loquero, por mucho que lo quisieran disfrazar eufemísticamente como psiquiatra infantil. Fueron interminables aquellas sesiones de terapia en las que indagaba más de lo que debiera en mis emociones, o eso me parecía.
ResponderEliminar“Fue un accidente. Fue un accidente. Fue un accidente”. Me llevó tres años de terapia, a razón de ocho consultas mensuales, repartidas en dos sesiones semanales de hora y media cada una de ellas reconocerlo y, sobre todo, aprender a perdonarme. A mis padres les costó más, aparte del terrible esfuerzo económico que les supuso, les pasó una factura mayor que las del galeno: se cobró su matrimonio. Y eso también pesaba sobre mi conciencia, arrinconado hasta ahora al igual que el suceso. Sucedió en un instante, nadie pudo hacer nada por él “—más fuerte, Javier, empújame más fuerte, a ver si doy la vuelta por encima de la barra —“ y la dio. Y salió disparado como un muñeco de trapo para acabar con su cuello quebrado en el bordillo que delimitaba la zona de los columpios. Él era como mi hermano pequeño, le adoraba, pero no era mi hermano sino el de Andrés, mi mejor amigo de tercero al que no había vuelto a ver. Después del suceso, su familia se trasladó a Alicante, a comenzar una nueva vida con una vida menos entre ellos.
Tan abstraído me hallaba en mis recuerdos que me sobresaltaron las voces de los chiquillos saliendo de las aulas. En un momento abarrotaron los pasillos de risas, gritos, carreras y empujones mientras se dirigían al recreo. Me vi arrastrado por esa corriente de felicidad y llegué a la puerta de salida del parque infantil desde el que Olga, que parecía estar esperándome, me saludaba mientras columpiaba a Hugo y charlaba en animada conversación con un hombre al que yo no conocía.
Rafael de Dios. Un niño solitario, escuálido y con permanente aspecto enfermizo, quien por estas características y por otras menos superables –tales como el hecho de vivir solo con su madre- se había convertido en objetivo de crueles burlas. De las peores, las parapetadas por los padres tras la excusa de que sólo eran “cosas de chicos”. Estos aspectos cobran otro cariz cuando se contemplan desde la perspectiva de los años. Ahora soy adulto, y sé que un balón o una peonza son cosas de niños, pero no la mofa descarnada. Como la de todos los años, cuando en la fiesta del patrón del colegio, acudíamos –eran otros tiempos- a la celebración religiosa en la capilla y allí, cada vez que el afable Don Severiano decía aquello de que Dios es nuestro padre que está en los cielos, todos volvíamos la cara hacia Rafael, escurrido de vergüenza ante lo que ya esperaba, para susurrarle con sorna “Oye, de Dios, ya sabes dónde anda tu padre…” Muchas veces se sonrojaba y otras, las menos, sostenía la mirada desafiante por unos segundos, pero carecía de firmeza por edad para enfrentarse a una masa conchabada y terminaba por bajar de nuevo la vista deseando que pronto saliéramos al patio. Otra cosa es que esto hubiera pasado con unos cuantos años más, probablemente hubiera tenido otros mecanismos de defensa de adulto más eficaces, porque si algo tenía Rafael y hay que reconocérselo, era una mente brillante.
ResponderEliminarAquel curso del ochenta y seis fue el último para él. Tras la vuelta de las vacaciones de verano no volvimos a ver su pupitre ocupado. Nuestro nuevo tutor nos comunicó que en ese año íbamos a ser uno menos. La verdad es que en aulas en las que nos concentrábamos cerca de cuarenta aquello resultaba hasta un desahogo, pero el hecho de que fuera precisamente él, el del niño a tiro fácil, el que hoy en día se denominaría con más propiedad el acosado, trastocaba los roles establecidos hasta entonces: el líder, el bravucón, el lelo, el empollón, todos y cada uno habían sido definidos por una despiadada dinámica de grupo. Al faltar Rafael, por –según comentó el profesor- causas que no tenían que importarnos y que nunca sabríamos-, la ruleta rusa de las asignaciones volvía a ponerse en marcha y en realidad, según el criterio de quien decidiera señalar, todos podíamos tener una bala reservada en el tambor. En el fondo, aunque sólo fuera por esta razón egoísta e incongruente, comenzamos a valorar de alguna manera el temor padecido en silencio por aquel pobre muchacho. Incluso recuerdo aquella valoración como mi primer signo de iniciación al pensamiento maduro, deseando que, donde quisiera que se encontrara, no tuviese un recuerdo demasiado amargo de sus antiguos compañeros.
Absorto como estaba con estos recuerdos, no caí en la cuenta hasta pasados unos instantes de otro detalle de la foto del anuario: ocho de aquellos cuarenta niños no habían llegado a edad adulta.