Había necesitado varios años de terapia superarlo, innumerables horas reposando la cabeza en los sillones de otros tantos psiquiatras infantiles, interminables noches en vela acosado por la misma pesadilla, atormentado por una imagen que no era capaz de eliminar de mi mente. Había desterrado aquel trágico momento, y ahora aquella imagen se mezclaba con la foto en la que reposaba mi dedo índice, hasta tal punto de superponerse la una sobre la otra. Aquellos ojos del anuario se difuminaban y cobraba vida aquella otra mirada congelada para la eternidad debajo del agua; y la sonrisa del retrato perdía su vitalidad enmarcada por unos labios amoratados e inertes.
Los tratamientos de choque y los medicamentos con los que me atiborraron habían conseguido que olvidara aquella estampa hasta el presente, pero nunca lograron liberar el bloqueo mental que me impedía recordar los minutos u horas previos a aquella desgracia: un compañero misteriosamente ahogado en la piscina del colegio.
Una lágrima regresó del remoto pasado, y retumbaron los ecos de los sollozos de todos los asistentes al funeral celebrado en la capilla, exequias previas a su consiguiente entierro. Levanté la yema del dedo y mencioné su nombre, hasta ahora relegado al olvido: Daniel. Aquello fue como pronunciar un conjuro, mediante el cual cayeron los muros de un pasado prefabricado. Los pilares de una infancia idílica se fueron derrumbando, entremezclándose con los pasajes de mi verdadera niñez; mi primer día en el colegio, mi gimoteo al desprenderme de la seguridad maternal, el niño jovial que me agarró la mano tratando de consolarme y con la intención de ser mi amigo, las primeras travesuras compartidas y los primeros castigos… Todas aquellas instantáneas iban configurando una vida distinta a la evocada.
Volví a rememorar los días siguientes al trágico suceso.
Ninguno de los indicios delataron mi culpabilidad en la muerte de Daniel y todo quedó en un dramático y desafortunado accidente. Pero sus miradas decían todo lo contrario, no en vano mi expediente distaba de ser precisamente impoluto. Sin embargo, nadie comprendía que Daniel había sido mi mejor amigo.
El sonido de mi móvil esta vez no fue de llamada entrante, sino que emitió el típico silbido que anunciaba la llegada de un mensaje.
“¿Al final has recordado, Javier?”
Yo había olvidado, pero quizás alguien lo seguía teniendo presente pese al paso del tiempo. ¿Por qué ahora, dieciocho años después?
“Es momento de hallar la verdad”, apareció otro mensaje a continuación. Inconscientemente reviví aquellas mismas palabras pronunciadas por otra persona y supe al instante a dónde debía dirigirme.
Salí corriendo del colegio y me topé sorpresivamente en la puerta con mi coche en marcha y me dirigí rápidamente al cementerio El Carmen. No me gustan en absoluto los camposantos, desde aquel desafortunado accidente que me llevó a visitarlos por primera vez sólo un par de veces los he pisado después y ha sido para enterrar a familiares. Ni el día de Todos los Santos acudo nunca a visitar a los familiares o amigos que ya pasaron a mejor vida, pero hoy mi intuición me llevó a visitar la tumba de Daniel. Durante el camino me vinieron a la memoria lo que le prometí, cuando estaban metiendo su pequeño ataúd en el nicho, y nunca cumplí.
ResponderEliminar- Daniel, tú sabes que yo no te hice nada. Te diste un golpe fortuito cuando estábamos saltando juntos y nadie se dio cuenta a tiempo. Te prometo que vendré a verte cada año en este día.
Aquel recuerdo me hizo mirar el reloj y darme cuenta de que hoy era ese día. Eran las primeras horas de la tarde y apenas había nadie en el lugar; supe como llegar rápidamente al nicho de Daniel, la memoria me volvió a funcionar de nuevo en esta ocasión, esperando encontrar a alguien. No había nadie y sólo me tocaba esperar alguna señal, que llegó a través de un mensaje en el teléfono.
- “No te vas a imaginar quién soy, pero debería ser fácil aunque haya tenido que refrescarte la memoria para recordarte a Daniel y lo que le prometiste”.
Empecé a calentarme la cabeza pensando en quién podría ser, si quería vengarse por algo cómo había esperado tanto tiempo, por qué hoy precisamente, cómo podía saber que le había prometido algo a Daniel. “Es momento de hallar la verdad”, por ese mensaje es que estaba ahora en el cementerio, ahí caí en de boca de quién lo escuché.
Yo quería estar lo más cerca posible para ver toda la escena, para despedirme de él, era mi mejor amigo y por eso estaba al lado de los padres de Daniel. Su padre estaba a mi derecha, eso es lo que dijo cuando debió escucharme, su padre está detrás de todo esto.
El tiempo pasaba y me iba poniendo muy nervioso a medida que todos esos recuerdos seguían aflorando en mi memoria, cuando de pronto escuché cerca, detrás de un gran panteón, el llanto de Hugo. Los pelos se me erizaron por completo y apenas dudé en abalanzarme hacia ese lugar esperando encontrar a Hugo en los brazos del papá de Daniel, esa era la imagen que se iba formando en mi pensamiento a medida que iba acercándome al lugar.
Mi mente estalló en un frenesí de imágenes que aparecían en mi memoria recomponiendo parte de mi pasado. Aquellos flashes de recuerdos invadieron la penumbra que durante muchos años habían habitado en mi alma. Un presentimiento aguijoneó mi instinto. Abrí el anuario y entre sus páginas busqué la fotografía del padre Damián. Allí estaba, junto a la piscina, con esa sonrisa cautivadora y benevolente que utilizaba para seducir la voluntad de todos cuantos le conocían. De repente, sentí como el filo de un témpano helado paralizaba mi respiración. Acerqué la imagen a mis incrédulos ojos todo lo que pude y después la alejé. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Sobre el agua azul flotaba algo de color parduzco que parecía hojarasca. Era evidente que la maleza había sido agrupada con la intención de formar letras. En concreto, podía leerse la palabra VERDAD.
ResponderEliminar—Es momento de hallar la verdad —regresó a mis oídos un consejo sepultado en mi inconsciente.
El ruido de un pestillo cerrando una cancela me sacó de mi abstracción. Levanté la vista de la publicación y la dirigí hacia el confesonario. Una mano, tan huesuda que parecía translúcida, me invitó a acercarme. Me aproximé lenta y pesadamente, como si los pensamientos, que había ocultado durante todos estos años me hubieran aplastado. No podía más. El castigo había sido excesivo y desmesurado. Me postré sobre la dura repisa que ofrecía el confesionario para arrodillarse. Una portezuela se abrió desde dentro del habitáculo.
—Te escucho —me susurró una voz desde el otro lado de la rejilla que nos separaba.
Intenté descubrir alguna característica que me fuera familiar en su fisonomía, pero la escasez de luz me lo impidió. En cambio, aquella voz casi femenina, me resultaba conocida.
— Yo no fui. Era mi amigo. Él siempre me ayudó en los estudios. A mí no me enfurecía que sacase mejores notas que yo, ni que se llevase los premios deportivos del colegio, sólo quería ser su amigo. Yo estaba muy orgulloso cuando delante de todo el mundo decía que yo era su gran amigo. No, nunca me fastidiaron sus bromas. Sé que algunos pensaban que yo era el lacayo de un tirano, pero no estaban en lo cierto. Fue mi mejor amigo.
—Es momento de hallar la verdad —me invocó la voz.
—Yo no fui. Era mi amigo —grité echándome a llorar.
—Busca en tu interior. Ha llegado el momento de hallar la verdad —insistió en un murmullo casi inaudible.
Busca en tu interior, busca en tu interior, reverberaba, una y otra vez, aquella frase dentro de mi cerebro. Y así estuve, durante un tiempo que no sabría precisar, hasta que por fin hallé la verdad.
Dejé el anuario en el suelo y entré de nuevo a la capilla. Había recordado que esta estancia tenía una salida directa a la parte de atrás del colegio. A pesar de que en los últimos minutos el silencio invadía todo el lugar, temía volver a toparme con Tomás o con la imagen de aquellos extraños niños de épocas pasadas. Por más que trataba de descubrir una explicación razonable, un alegato que me convenciera de mi cordura ante aquella situación, no había en mi mente ni un recóndito lugar donde encontrar un argumento válido.
ResponderEliminarMe encaminé hacia la puerta, agarré el pomo con firmeza, pero no pude abrirla. Estaba cerrada con llave. Este contratiempo me obligaba a desandar todo el itinerario anterior y enfrentarme a lo que había dejado atrás. Y había miedo, mucho miedo. Tomé aire y decidí salir de allí lo más rápidamente posible. El pavor incrustado en las entrañas, más las prisas y más un banco colocado fuera de su sitio, igual a caída de culo y apoyo defectuoso sobre el lado izquierdo. Sentí un crujir punzante justo donde la mano y el resto del brazo se articulan y supe que se me iba a hinchar. La muñeca se iba a hinchar mucho. En ese momento me di cuenta de que no era la primera lesión del día, pero ni siquiera sentía dolor. La preocupación y el estrés lo habían sustituido.
El tropezón me había dejado sentado en el suelo, mirando de espaldas al altar. No había reparado en aquella parte de la capilla antes y, para mi consuelo momentáneo, divisé una ventana abierta al fondo. Iba a salir de allí del mismo modo en que había entrado.
Me levanté, con cuidado de no apoyarme en la mano dolorida, y fui hasta la ventana. A pesar de estar en un piso bajo, la distancia hasta el suelo obligaba a tener cierta precaución, por lo que medí todos los pasos a dar. Primero la pierna izquierda, así podría sujetarme con el brazo derecho antes de saltar. Al querer imitar este mismo acto con la extremidad contraria, noté que me había quedado enganchado en una de las bisagras. Tiré, flojo primero, con fuerza después y la propia inercia me llevó al suelo. Esta vez, por suerte, no sufrí ninguna magulladura en mi cuerpo. Por desgracia, mi camisa no podía decir lo mismo.
“Es momento de hallar la verdad”. Había escuchado esas mismas palabras de la boca de Alfonso, el hermano gemelo de Daniel, el día que éste se ahogó. Las dijo junto a la piscina, mientras todos los infantes lanzábamos flores al agua, cómo un acto que desterrara por unos instantes la tristeza y la conmoción. Al volver a oírlas, supe que allí es donde debía dirigirme. Según me aproximaba al lugar, la estampa que vislumbraban mis ojos hizo que se me encogiera el corazón.