viernes, 19 de abril de 2013




Mi mente estalló en un frenesí de imágenes que aparecían en mi memoria recomponiendo parte de mi pasado. Aquellos flashes de recuerdos invadieron la penumbra que durante muchos años habían habitado en mi alma. Un presentimiento aguijoneó mi instinto. Abrí el anuario y entre sus páginas busqué la fotografía del padre Damián. Allí estaba, junto a la piscina, con esa sonrisa cautivadora y benevolente que utilizaba para seducir la voluntad de todos cuantos le conocían. De repente, sentí como el filo de un témpano helado paralizaba mi respiración. Acerqué la imagen a mis incrédulos ojos todo lo que pude y después la alejé. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Sobre el agua azul flotaba algo de color parduzco que parecía hojarasca. Era evidente que la maleza había sido agrupada con la intención de formar letras. En concreto, podía leerse la palabra VERDAD.

—Es momento de hallar la verdad —regresó a mis oídos un consejo sepultado en mi inconsciente.

El ruido de un pestillo cerrando una cancela me sacó de mi abstracción. Levanté la vista de la publicación y la dirigí hacia el confesonario. Una mano, tan huesuda que parecía translúcida, me invitó a acercarme. Me aproximé lenta y pesadamente, como si los pensamientos, que había ocultado durante todos estos años me hubieran aplastado. No podía más. El castigo había sido excesivo y desmesurado. Me postré sobre la dura repisa que ofrecía el confesionario para arrodillarse. Una portezuela se abrió desde dentro del habitáculo.

—Te escucho —me susurró una voz desde el otro lado de la rejilla que nos separaba. 

Intenté descubrir alguna característica que me fuera familiar en su fisonomía, pero la escasez de luz me lo impidió. En cambio, aquella voz casi femenina, me resultaba conocida.

— Yo no fui. Era mi amigo. Él siempre me ayudó en los estudios. A mí no me enfurecía que sacase mejores notas que yo, ni que se llevase los premios deportivos del colegio, sólo quería ser su amigo. Yo estaba muy orgulloso cuando delante de todo el mundo decía que yo era su gran amigo. No, nunca me fastidiaron sus bromas. Sé que algunos pensaban que yo era el lacayo de un tirano, pero no estaban en lo cierto. Fue mi mejor amigo. 

—Es momento de hallar la verdad —me invocó la voz.

—Yo no fui. Era mi amigo —grité echándome a llorar.

—Busca en tu interior. Ha llegado el momento de hallar la verdad —insistió en un murmullo casi inaudible. 
Busca en tu interior, busca en tu interior, reverberaba, una y otra vez, aquella frase dentro de mi cerebro. Y así estuve, durante un tiempo que no sabría precisar, hasta que por fin hallé la verdad.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:09 4 continuaciones finalistas

4 comentarios:

  1. Estaba completamente exhausto, las fuerzas empezaban a flaquearme después de tanta actividad tanto física como mental. Debía estar tranquilo y con fuerzas suficientes para poder hacer frente a la verdad. Estaba seguro de que la había encontrado pero algo aún me decía que tenía que asegurar que Hugo estuviese sano y salvo. No podía seguir en esta larga batalla y no asegurar lo que más preciaba en esta vida, no me podría perdonar en mi vida que a Hugo le pasase algo.

    - No te preocupes, tu hijo está en la guardería desde hace varias horas jugando con sus juguetes preferidos mientras tú continúas sin rumbo. Ahora eres tú y sólo tú.

    - ¿Cómo sabe usted que estaba pensando en mi hijo Hugo?, ¿quién es usted?, ¿por qué me hacen pasar por tanto sufrimiento?, ¿por qué tengo que pagar este precio?

    - Hijo, piensa nada más que soy la voz de tu conciencia, no sólo el padre Damián. – Fue su única respuesta con cierto tono sarcástico a mi ristra de interrogantes, lo que hizo que no me fuera de allí totalmente tranquilo, pensando que todavía me podrían estar guardando alguna que otra mala pasada.

    No me había dado bien cuenta de mi aspecto lamentable, la rodilla, la boca, la cabeza y así casi todo el cuerpo malherido como resultado de la penosa jornada. Si salía así del colegio llamaría mucho la atención, con temor a no poder llegar al lugar dónde encontraría lo que necesitaba para parar tanta desventura. Pero me la jugué, al salir agarré el bus que me llevaría al lugar dónde supuestamente encontraría la verdad. Al subir no medí bien el escalón y resbalé torciéndome el tobillo. Seguramente por mi aspecto nadie acudió en mi ayuda y como pude me agarré a una barra. Era la confirmación de que tenía que seguir pagando un buen precio hasta el final. Era también una hora pico, convirtiéndome en la atenta mirada de los pasajeros que casi llenaban el autobús y que intentaban no ir a mi lado, comentando seguro entre ellos el aspecto miserable que presentaba. Recé para no encontrarme a nadie conocido pero no tuve esa suerte. En la tercera parada se subieron al bus nada más y nada menos que mis padres, quiénes sorpresivamente no me dijeron nada de mi aspecto. Con sus besos en mis mejillas recibí la fuerza que me faltaba para seguir.

    - Hijo, no te preocupes por lo que estén diciendo de ti, la verdad es lo único que importa. Lo más importante y sagrado de esta vida es la familia, pero también los amigos. Él te está esperando.

    Se bajaron en la siguiente parada sin darme tiempo a responder. Con sus miradas terminé de entender todo. Iba en la buena dirección y sólo deseaba terminar con todo.

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  2. Volví a sumergirme en mis recuerdos. Unos tan vívidos como si fuera ayer y otros, dispersos, nebulosos, como si hubieran sido enterrados en el fondo del mar para nunca más volver a ver la luz. Sin embargo, las palabras del cura me hicieron retrotraerme una vez más a mi época estudiantil, a los pasillos del San Agustín y a sus alumnos.

    Clara, una muchacha tímida que pasaba fácilmente desapercibida entre el gentío, había sido amiga mía y de Daniel. Juntos habíamos formado un trío inseparable, justo hasta el año anterior a la muerte de mi amigo. Compartíamos clases, deberes y tardes de travesuras y juegos habituales en niños de siete años. No nos importaba el resto del mundo. Vivíamos encerrados en nuestra burbuja hasta que ésta estalló el día en que Clara nos anunciaba que trasladaban a su padre, militar, a un nuevo destino. Aquello significaba un adiós definitivo a todas nuestras aventuras y que Daniel y yo termináramos fortaleciendo aún más si cabe nuestra amistad.

    Lloramos como descosidos, prometimos enviarnos cartas que nunca llegarían a su destino y, finalmente, el tiempo terminó enterrando su recuerdo. Como si nunca hubiera existido. Como si todo lo que habíamos vivido junto a ella fuera producto de nuestra imaginación. Un juego más en una tarde cualquiera de lluvia.

    Ahora recordaba con más claridad aquellos días. El día que Daniel y ella se conocieron, cómo sus ojos conectaron desde el primer momento con un brillo peculiar en la mirada, cómo ella decía su nombre con esa inocencia que caracteriza a los niños, sin darse cuenta de lo que dejaba entrever. Un amor tierno, cálido, sin malicia.

    Tal vez por el protagonismo que mi amigo suscitaba en ella y tal vez por la envidia que todo niño siente cuando no es el centro de atención, me integré rápidamente a su conversación. Desde entonces, muchas habían sido las aventuras que habíamos vivido durante todo aquel año. Aún ahora vienen a mi memoria, como si pudiera escucharlas, esas risas compartidas que nos hacían cómplices de alguna fechoría.

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  4. Cuando lo hice, el ‘VERDAD’ que había creído ver en el montón e hojarascas se diluyó. Y la sonrisa del padre Damián no me pareció tan seductora. Me pareció más bien la del ‘me gusta que los planes salgan bien’, la del capo en la sombra que tiene todo bajo control sin dar jamás una orden ni ponerse serio. Comprendí que mi ‘amigo’ lo era por orden del religioso; que a cada alumno mayor y dominante le adjudicaba un pupilo. Y yo era el de Daniel. Por eso me ayudaba a veces y otras… se burlaba un poco de mí. Yo me lo tomaba como las bromas del buen amigo, la coña con cariño. Los demás veían en ellas lo evidente: el tipo de relación que teníamos. Para Daniel, yo era su lacayo y con esos momentos de risa lo dejaba patente ante los demás. Para mí, que deseaba creer en que era mi amigo (mi único amigo) eran un detalle sin importancia. Yo también me burlaba de los demás. De ahí mis horas en los pasillos. Ese comportamiento mío era mi estrategia para justificar, en realidad, a Daniel.

    Comprendí en aquel momento que mis travesuras eran más un producto de mi necesidad de reconocimiento ante Daniel que de mi propia forma de ser. Necesitaba hacerme acreedor de la amistad de aquel tipo que, a fin de cuentas, lo era por órdenes de arriba. Un sistema piramidal de control bien orquestado.

    Y comprendí otra cosa: que los años de terapia habían ido encaminados a borrar no tanto el ‘accidente’ cuanto las razones. Solo que con lo uno se había ido lo otro. Y los motivos eran claros: aquella conversación de Daniel que sorprendí en el baño con un grupo de gallitos en la que se hablaba de mí, y que me dio tanta rabia que fui capaz de enfriar mi incendio interior. Enfriarlo lo suficiente como para buscar la ocasión de mi venganza (que no tardó en llegar, junto a la piscina) en forma de accidente.

    Por supuesto, las miradas acusadoras de los demás tenían una razón de ser. El padre Damián se tuvo que debatir entre la certeza de la verdad, la rabia por la pérdida de uno de sus discípulos preferidos y el obligado sentido de la discreción sobre lo que ocurría puertas adentro de sus dominios. Como tantas otras cosas.

    Años después no me lo había perdonado.

    Viendo que era capaz incluso de utilizar a mi hijo en favor de la memoria de Daniel, de nuevo aquella rabia, por segunda vez en mi vida, se apoderó de mí. Y permanecí en silencio un buen rato después de haber recuperado la memoria, fingiendo que meditaba. El rato suficiente para enfriar de nuevo los ánimos y calibrar la situación.

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