Volví a sumergirme en mis recuerdos. Unos tan vívidos como si fuera ayer y otros, dispersos, nebulosos, como si hubieran sido enterrados en el fondo del mar para nunca más volver a ver la luz. Sin embargo, las palabras del cura me hicieron retrotraerme una vez más a mi época estudiantil, a los pasillos del San Agustín y a sus alumnos.
Clara, una muchacha tímida que pasaba fácilmente desapercibida entre el gentío, había sido amiga mía y de Daniel. Juntos habíamos formado un trío inseparable, justo hasta el año anterior a la muerte de mi amigo. Compartíamos clases, deberes y tardes de travesuras y juegos habituales en niños de siete años. No nos importaba el resto del mundo. Vivíamos encerrados en nuestra burbuja hasta que ésta estalló el día en que Clara nos anunciaba que trasladaban a su padre, militar, a un nuevo destino. Aquello significaba un adiós definitivo a todas nuestras aventuras y que Daniel y yo termináramos fortaleciendo aún más si cabe nuestra amistad.
Lloramos como descosidos, prometimos enviarnos cartas que nunca llegarían a su destino y, finalmente, el tiempo terminó enterrando su recuerdo. Como si nunca hubiera existido. Como si todo lo que habíamos vivido junto a ella fuera producto de nuestra imaginación. Un juego más en una tarde cualquiera de lluvia.
Ahora recordaba con más claridad aquellos días. El día que Daniel y ella se conocieron, cómo sus ojos conectaron desde el primer momento con un brillo peculiar en la mirada, cómo ella decía su nombre con esa inocencia que caracteriza a los niños, sin darse cuenta de lo que dejaba entrever. Un amor tierno, cálido, sin malicia.
Tal vez por el protagonismo que mi amigo suscitaba en ella y tal vez por la envidia que todo niño siente cuando no es el centro de atención, me integré rápidamente a su conversación. Desde entonces, muchas habían sido las aventuras que habíamos vivido durante todo aquel año. Aún ahora vienen a mi memoria, como si pudiera escucharlas, esas risas compartidas que nos hacían cómplices de alguna fechoría.
Sí, Clara se había marchado un año antes del colegio pero, aquel fatídico día, estaba allí, hablando con Daniel, envueltos en risas y juegos. Los descubrí cuando salí del aula donde llevaba media hora esperándole a él, a mi amigo inseparable del último año. Al parecer, pronto se había olvidado de mí.
ResponderEliminarMe acerqué y tiré del pelo a Clara. Ella era la culpable de todo. ¿Por qué había regresado? Daniel se interpuso para defenderla y me dio un empujón. La rabia se apoderó de mí y, acto seguido, nos enzarzamos en una pelea. No sé quién iba ganando o perdiendo, el intercambio de impactos se veía en mi mente con una densa capa de niebla, cómo en un televisor averiado. Pero, en algún momento, los golpes cesaron y sentí que mis pulmones se llenaban de líquido y el resto de mi ser se hundía. Estaba en la piscina, aturdido y sin saber cuál era el camino, hasta que una fuerza tiró de mí. Eran los brazos fuertes del padre Damián. Me sacó de allí y me llevó dentro. Después, descubrí que Daniel flotaba en esa misma masa de agua.
Volví a mirar el anuario, pero la palabra verdad que creí haber visto antes, se había desvanecido y la sonrisa del padre Damián ya no me resultaba tan cautivadora. Algo en mi cabeza, invadida por un dolor cada vez más intenso, me estaba jugando malas pasadas.
Sabía dónde debía dirigirme, lo había adivinado unos minutos antes, aunque los recuerdos me habían detenido. Tenía que salir de allí. Desanduve el camino realizado tiempo atrás, aunque no sabría decir cuánto tiempo, y salí al exterior. No había ni rastro de Tomás, ni de los niños, ni del sacerdote de la mano huesuda del confesionario, al que no pude contemplar el rostro. Lo que sí estaba era mi coche, perfectamente aparcado en la puerta, sin rastro de haber sufrido ninguna vicisitud. No estaba seguro de conservar las llaves y sentí un gran alivio al constatar que dormían en el bolsillo del pantalón. Monté en el vehículo y comprobé que arrancaba sin ningún problema. Mientras metía primera y ponía rumbo a mi destino comprobé, con sorpresa, que el agua de la botella que portaba habitualmente en el coche, y de la que bebía con asiduidad, se había vuelto turbia, tomando un color anaranjado. La acerqué a mi nariz, con el fin de confirmar mis sospechas: aquello contenía algo más que H2O. Desprendía un olor ácido y casi tuve que parar el automóvil, por la sensación de mareo y vértigo que me produjo. Faltaba la mitad del contenido. La otra parte reposaba en alguna zona de mi cuerpo.
Pero la vileza de nuestra última travesura, cual garra de hierro incandescente, desgarró mi vida. Ahora que poseo la sabiduría que concede la edad, comprendo por qué no tuve que ser marioneta de los deseos de Daniel. Puede que los demás tuvieran razón cuando aseguraban que carecía de criterio propio, pero necesitaba apoyarme en alguien más fuerte que yo, y ese, era él.
ResponderEliminarAquella tarde, después del almuerzo y antes de que la alarma gritara el comienzo de las clases vespertinas, los tres nos dirigimos a la arboleda que sirve de frontera entre el colegio y las fincas vecinas. Allí Daniel, delante de mí, declaró su amor a Clara. Me quedé muy sorprendido cuando añadió que yo también estaba enamorado de ella. Le proponía un juego para ver quién era el afortunado por el que ella se decantaría.
—Vamos a darnos un beso, y luego nos dices quién besa mejor. De esta manera comprobamos a cuál de los dos prefieres —añadió con descaro.
— ¡Pero qué dices! De eso nada —le respondió Clara mientras se alejaba.
Evidentemente, Daniel no iba a dejar pasar el plan que conociéndole, como yo lo conocía, era seguro llevaba urdiendo desde hacía mucho tiempo. La agarró con fuerza de la rebeca e intentó besarla. Ella se opuso dándole un empujón, pero él siguió insistiendo como un poseso. Tuve que haberme metido entre medias de ambos, pero no lo hice. Yo tan sólo contemplaba la escena no dando crédito a lo que mis ojos veían. Siguieron forcejeando hasta que los pies de Clara fueron detenidos por una raíz que aguardaba oculta dentro del herbaje primaveral. Nuestra amiga cayó hacia atrás golpeándose la cabeza contra un promontorio del terreno. Asustados por lo que había pasado, echamos a correr abandonándola a su suerte. Entramos apresuradamente en el edificio, subimos de dos en dos los escalones que llevaban a la planta donde se encontraba nuestra aula y nos íbamos a esconder en los servicios, cuando el padre Damián nos vio.
— ¿Por qué no estáis en el patio? Aquí dentro no se juega —nos increpó.
—Perdón, ya nos vamos —se excusó Daniel mientras el sudor le resbalaba por la frente.
Yo ni tan siquiera pude pedir perdón, porque mi jadeante respiración no me permitió pronunciar palabra alguna.
Aquella misma noche, el cuerpo sin vida de Clara fue encontrado por la policía. En el colegio hubo tres días de luto, tres días que aprovecharon los investigadores para interrogar a todos los alumnos que habían tenido algún tipo de relación con ella. Cuando llegó mi turno, un policía abrió la puerta del salón de actos y gritó mi nombre.
—Acércate. Soy el comisario Alfonso Fuentes —se presentó otro individuo —. Tu amigo nos ha contado lo que pasó. Nos ha dicho que fue un accidente y que tú no querías matarla.
Un sentimiento de indefensión anuló mi habla mientras mis ojos se clavaban en un uniforme militar del ejército de tierra.
Ahí estaban, Clara, Daniel, Javier, ¡qué trio!, ¡qué tiempos! Ahora los recuerdo como si fuera ayer mismo. Clara, aunque le gustaba mucho más que la llamasen Clarita, delicada, pero fuerte en el fondo aunque fuese tímida. Daniel, orgulloso, hablanchín, pero sumiso sólo ante la dulzura y la mirada de su amiga. Javier, yo, en medio pero confortable entre los dos, mejor dicho acomodado. El tiempo que estuvimos los tres juntos fue intenso, muy importante sin duda para nuestras vidas, pero como todo en ellas queda en el recuerdo, perdido en la memoria.
ResponderEliminarHa tenido que ser hoy para que todo haya tenido que salir a flor de piel y a un costo para la mía muy gravoso, pero a cambio tendré de vuelta a mi hijo Hugo, lo que más quiero en esta vida y quizá también la paz conmigo mismo, porque estaba en deuda con mis dos viejos amigos.
Había entendido todo, Clara era la llave que abriría el viejo candado ya oxidado que había estado cerrado por muchos años, desde antes incluso de la muerte de Daniel cuando nos separamos y no nos volvimos a encontrar. Mientras pensaba en cómo hacerlo y la gran dificultad que ello supondría, no sabía en ese momento ni por dónde empezar, el candado se abrió por si solo sorprendentemente frente a la puerta del lugar donde me encontraba en ese momento en el colegio.
- ¡Hola Javier!, madre mía cómo has cambiado niño, para bien, no me malinterpretes por favor.
Tenía casi la misma voz, dulce, angelical, de muñeca; me quedé al mismo tiempo asustado, incrédulo, pero también feliz, era de los pocos momentos desde que me había levantado en la mañana que podía sentir una sensación de esa naturaleza y no las muchas desagradables que había estado pasando. Ella estaba ahí, no me lo podía creer, una mujer hermosa, radiante, parecía rebosante y llena de vida.
- Vamos Javier, rápido, vente conmigo. Nuestro querido Daniel nos espera, no le hagamos todavía esperar más tiempo, ya ha esperado demasiado. Te ves pero que muy magullado, pero te sugiero que no bajes en absoluto la guardia pues puedes encontrarte todavía con alguna que otra desagradable sorpresa.
Vino por mí, yo aún permanecía con la boca abierta, mirándola como hipnotizado pero respirando cierta tranquilidad y cogidos de la mano, como en los viejos tiempos, sacando yo fuerzas no sabía de adónde, fuimos corriendo a su encuentro.