Sí, Clara se había marchado un año antes del colegio pero, aquel fatídico día, estaba allí, hablando con Daniel, envueltos en risas y juegos. Los descubrí cuando salí del aula donde llevaba media hora esperándole a él, a mi amigo inseparable del último año. Al parecer, pronto se había olvidado de mí.
Me acerqué y tiré del pelo a Clara. Ella era la culpable de todo. ¿Por qué había regresado? Daniel se interpuso para defenderla y me dio un empujón. La rabia se apoderó de mí y, acto seguido, nos enzarzamos en una pelea. No sé quién iba ganando o perdiendo, el intercambio de impactos se veía en mi mente con una densa capa de niebla, cómo en un televisor averiado. Pero, en algún momento, los golpes cesaron y sentí que mis pulmones se llenaban de líquido y el resto de mi ser se hundía. Estaba en la piscina, aturdido y sin saber cuál era el camino, hasta que una fuerza tiró de mí. Eran los brazos fuertes del padre Damián. Me sacó de allí y me llevó dentro. Después, descubrí que Daniel flotaba en esa misma masa de agua.
Volví a mirar el anuario, pero la palabra verdad que creí haber visto antes, se había desvanecido y la sonrisa del padre Damián ya no me resultaba tan cautivadora. Algo en mi cabeza, invadida por un dolor cada vez más intenso, me estaba jugando malas pasadas.
Sabía dónde debía dirigirme, lo había adivinado unos minutos antes, aunque los recuerdos me habían detenido. Tenía que salir de allí. Desanduve el camino realizado tiempo atrás, aunque no sabría decir cuánto tiempo, y salí al exterior. No había ni rastro de Tomás, ni de los niños, ni del sacerdote de la mano huesuda del confesionario, al que no pude contemplar el rostro. Lo que sí estaba era mi coche, perfectamente aparcado en la puerta, sin rastro de haber sufrido ninguna vicisitud. No estaba seguro de conservar las llaves y sentí un gran alivio al constatar que dormían en el bolsillo del pantalón. Monté en el vehículo y comprobé que arrancaba sin ningún problema. Mientras metía primera y ponía rumbo a mi destino comprobé, con sorpresa, que el agua de la botella que portaba habitualmente en el coche, y de la que bebía con asiduidad, se había vuelto turbia, tomando un color anaranjado. La acerqué a mi nariz, con el fin de confirmar mis sospechas: aquello contenía algo más que H2O. Desprendía un olor ácido y casi tuve que parar el automóvil, por la sensación de mareo y vértigo que me produjo. Faltaba la mitad del contenido. La otra parte reposaba en alguna zona de mi cuerpo.
Me acordé súbitamente de mi hijo Hugo y me dio un gran sobresalto, que unido a la sensación de mareo me produjo instantáneamente deseos de vomitar. Sólo me dio tiempo a reaccionar para parar en la orilla de la carretera, pero no para abrir la puerta tras la primera arqueada y echar todo lo que llevaba dentro fuera del coche. Vomité como nunca lo había hecho en mi vida, ni la peor vomitada de las borracheras en la época de estudiante con mis amigos se podía comparar con la que acababa de echarme encima. Recordaré ese momento quizá como uno de los más desagradables de mi vida, aunque fuese sólo un instante, pues inmediatamente después fui sintiendo un grado de satisfacción tal como si hubiese limpiado entera mi alma. Desde que me había levantado en la mañana no había parado de enfrentar desgracias y vivir desventuras, fue ese momento quizá el único diferente que había tenido desde entonces. Pero no me podía quedar parado y disfrutarlo, todavía tenía que averiguar qué había sido de mi vástago y luego continuar para llegar al destino.
ResponderEliminarEl móvil sonó en ese momento y debía atenderlo, ya no me asustaba quién fuese; respondí como pude, con las manos babosas acercándome lo más posible el teléfono a la oreja sin manchármela y volví a tener de nuevo un sobresalto al escuchar la voz de Olga.
- Javi, no te lo vas a creer, me llamaron de la guarde y me han dicho que Huguito ha empezado a gatear, dentro de nada nos vemos corriendo tras él. Sólo quería decirte eso, nos vemos en la noche. Besos.
Lo que no me podía creer es que Hugo estuviese en la guardería, yo estaba seguro que no lo había llevado en la mañana. Nuevamente sentí un respiro, por saber que Hugo estaba a salvo, por lo que así tuve fuerzas para responderle con un “genial, nos vemos en la noche”. Pero toda esa sucesión de eventos desde la mañana habían sido sólo producto de mi imaginación, me lo preguntaba respirando medio aliviado y no terminaba de creérmelo. Me quedé mirando la botella de agua que seguía en su lugar de costumbre y me dije que podría ser cierto, pero que aunque no muy convencido del todo siempre tenía que dirigirme al destino que ese día, que quedará bien marcado en el calendario para el resto de mi vida, me había marcado.
Tras conducir unos pocos minutos por fin llegué al lugar, donde rápidamente las dudas empezaron a disiparse.
Una vez más, el móvil volvió a sonar. Aún sin responder, podía adivinar que se trataba de aquel hombre que había estado jugando conmigo. Aquello era lo único que no encajaba en el puzzle. Todas las pistas señalaban a Clara como única culpable pero en cambio la voz que me devolvía el hilo telefónico no era la de una mujer.
ResponderEliminarDesconcertado y con las manos temblorosas, no acertaba a coger el teléfono. Tras varios intentos, pude sacarlo del bolsillo de la chaqueta y respondí la llamada.
-Enhorabuena Javier, ¿ya has adivinado quién soy? Aunque eso ya no importa, ¿verdad? –dijo con cierta ironía, sabiendo que mi vida pendía de sus manos-. Debes darte prisa si quieres seguir con vida. Ya has comenzado a sentir que tu cuerpo no responde todo lo bien que debería responder, tu visión comenzará a fallar si no lo ha hecho ya y tus extremidades terminarán paralizándose por completo hasta que ya no quede nada de ti.
Mientras oía sus palabras, empezaba a notar mi visión borrosa y aquello me asustó aún más. La justicia había tardado casi veinte años en llegar para mí pero hoy iba a cobrar todos mis pecados juntos y de golpe. Una mano invisible iba a ser la encargada de ser juez, jurado y también verdugo sin necesidad de mancharse.
Lamenté por enésima vez la estúpida pelea con Daniel que nos había causado a todos tanto dolor. Yo había tardado poco tiempo en pasar página, sin embargo, para el resto de gente su recuerdo permanecería vivo como el primer día. Entonces pensé que al igual que él, no podría despedirme de mi familia. Que jamás volvería a verlos.
Sentí como mi corazón se encogía dentro de mi pecho. No sabía si tenía algo que ver con el agua ingerida o si se trataba del sentimiento de culpabilidad que me inundaba. Mi propia estupidez había puesto en peligro la vida de Hugo. Lo único que temía más que perder mi propia vida era saber que mi hijo estaba en manos de aquel chiflado sediento de venganza.
El móvil seguía reproduciendo la voz de aquel condenado pero yo hacía rato que había perdido la conciencia. Mi mano había cedido ante la gravedad como un peso muerto y el teléfono se había deslizado de entre mis dedos hasta el suelo. Mi cabeza, abotargada, cayó sobre el respaldo del coche hasta que quedé finalmente inconsciente.
Aterrorizado, apresuré la marcha hacia el centro a través del Paseo de Zorrilla, deseando en lo más profundo que cualquiera que fuera el efecto insospechado de aquel líquido, al menos me dejara llegar a mi destino. La verdad, la maldita verdad… ¿Cómo no pude darme cuenta antes? Siempre cerca, aunque invisible a mi lógica, soterrada bajo el cúmulo de pensamientos y recuerdos que de alguna manera alojamos en nuestra psique. Vivencias en muchas ocasiones trágicas cuya memoria nos atenaza y que afloran en los momentos más inesperados. Evoqué la voz cavernosa del Padre Damián, la náusea cuando pude sentir a un palmo de mi cara su aliento reprobador:
ResponderEliminar- Eres malo, Javier, muy malo… ¿y sabes lo que les espera a los chicos como tú?
Yo temblaba aovillado en el suelo, aterido de frío y espantado ante el rostro lívido de Daniel desdibujándose poco a poco entre las ondas. Busqué a Clara con la mirada, esperando encontrarla como justificación del accidente, pero no había rastro de ella. En el momento sólo era un niño asustado por unos acontecimientos que me desbordaban, con una mezcla de realidad y fantasía propia de mi edad. Pero ahora podría entrever la escena desde otra perspectiva jamás contemplada. Seguía conduciendo deprisa, deseando llegar cuanto antes al lugar en el que fuera mi propia conciencia quien me devolviera a mi hijo. Comencé a sudar profusamente. El volante resbalaba entre mis manos y los latidos del corazón me golpeaban las sienes como tambores de un extraño ritual. Producto del brebaje o sugestión, la cabeza comenzó a darme vueltas de manera vertiginosa y empecé a experimentar un estado parecido al de la embriaguez. Al llegar a la rotonda y girar hacia el Paseo de Isabel la Católica, observé por el retrovisor la escultura del poeta que daba nombre a la plaza y a la avenida. El viejo Zorrilla, desde siempre uno de mis autores preferidos, testigo a mis espaldas de un verdadero acto para cualquiera de sus dramas. Como IV del Don Juan, “El diablo a las puertas del cielo”, que tan apropiado resultaba para ese momento decisivo de mi vida. Sentí un escalofrío por la espalda. Pisé a fondo el pedal del acelerador para llegar finalmente a mi destino. El convento situado en la plaza de San Nicolás, junto a la Biblioteca Pública. Aparqué frente a la puerta y tomé aire antes de bajar del coche. En la misma puerta y tan solo un instante antes de llamar, entró el último mensaje en mi móvil. Lo tomé tembloroso. Era de Olga:
“Me han llamado de la guardería. Parece que el peque tiene unas décimas y salgo antes del trabajo a recogerlo. No corras. Besos.”