miércoles, 1 de mayo de 2013

-    Javier, abra los ojos.

Los párpados abrasados e inflamados por el llanto me impedían acatar la orden que me obligaba a salir de mi letargo y las pocas fuerzas que me quedaban sólo me permitieron estirar el cuello como un animal moribundo que agudiza los oídos esperando escuchar el rastro de su manada.

- Ábralos despacio, debe estar muy aturdido todavía.

Por primera vez, la voz que me hablaba era serena y tranquilizadora. Una voz que no llegaba desde el otro lado del teléfono sino que estaba tan cerca que aún tardé unos segundos en reconocer el tono de mi secuestrador emocional, el sujeto burlón e inmisericorde que había estado durante todo el día manipulando mi destino y el de mi hijo. Me resistí.

-    Javier, por favor – insistió.

Conseguí despegar mis párpados cargados de cemento cuando una luz parpadeante y cegadora me obligó a cerrarlos de nuevo. Escuché como apagaban un interruptor y volví al ejercicio de intentarlo de nuevo. “Abrir los ojos, sólo tengo que abrir los ojos”. Entre la nebulosa que envolvía el espacio, distinguí la figura de un hombre de pelo cano sentado ante mí.  El doctor Brian. Me asusté y, al pretender levantarme para escapar de mi condena, caí al suelo. Incapaz de incorporarme, gateé sobre una alfombra de lana buscando desesperadamente entre los muebles borrosos del habitáculo un capazo que confirmara que Hugo estaba conmigo y a salvo. 

-    ¿Dónde está mi hijo? – balbuceé.

-    Cálmese, Javier. Enseguida lo entenderá todo.

Sentí la fuerza de los brazos robustos del doctor Brian tirando de mí bajo las axilas y me dejé arrastrar hacia el sillón del que me había caído minutos antes. El doctor levantó suavemente con una mano firme mi barbilla y con la otra me obligó a ingerir un poco de agua. La escupí.

-    ¿Dónde está mi hijo?

-    Mire el último mensaje que ha recibido en su móvil. 

Enfocando a duras penas la mirada conseguí leer un mensaje que Olga me había enviado a las 17.58. “Cariño, Hugo y yo vamos al Pinar de Antequera a casa de mis padres. Mamá quiere enseñarnos la rosaleda que acaba de plantar al lado de la piscina. No nos esperes para cenar, tomaremos algo en el Llantén.” Me estremecí. No era la primera vez que leía ese mensaje, ¡ya lo había leído!, pero ¿cuándo?... ¡Dios! ¿Qué estaba pasando con mi vida? ¿Qué diablos estaba pasando con mi vida?

-    Acaba de someterse a una terapia de EMDR.

¿EMDR? Mi cerebro reaccionó en cuestión de segundos. EMDR: Eye Movement Desensitization and Reprocessing. Había tardado días en memorizar el significado de aquellas cuatro siglas antes de atreverme a llamar al número que aparecía en la publicidad de una revista con la foto del hombre que ahora estaba sentado frente a mí.

-    ¿Sabe por qué está aquí? – preguntó el doctor Brian.

A marchas forzadas, mi mente fue reconstruyendo el proceso que me había llevado a la consulta de la calle Bailén. Unos días antes, Olga me había dicho que quería apuntar a Hugo a las clases de natación para bebés que impartían en su gimnasio acercándome entusiasta el folleto que explicaba todas las ventajas de la matronatación: “…iniciarse en el juego y el aprendizaje en el agua le otorgará beneficios cardiovasculares y respiratorios, aumento de apetito y estimulación muscular para el desarrollo de las habilidades motoras…”.

-    Sobre todo…- había dicho mi mujer haciendo una pausa y con una sonrisa llena de picardía-,  para estar tranquilos cuando dejemos a Hugo en el Pinar con mis padres este verano si nosotros nos escapamos una semana…Ya sabes lo traicioneras que son las piscinas, todos los años hay noticias de ese tipo en los periódicos.

Con la excusa de ajustar números para saber si nos podíamos permitir las clases de natación, me fui al despacho y cerré el pestillo por dentro. Abrí el folleto con manos temblorosas y mi mirada se perdió en la foto de los bebés chapoteando en el agua azul. En ese preciso momento, con el rostro abrasado por las lágrimas, entendí que no podía dejar que la muerte de Daniel siguiera marcando las pautas de mi vida, porque ese día era la posibilidad de unas clases de natación, pero mañana sería el momento en el que Hugo entrara en el colegio, y pasado mañana, el día en el que me presentara a un niño de su clase como su mejor amigo. Doblé el folleto y saqué de un cajón la revista en la que había leído por primera vez la técnica que aplicaba el doctor Brian. Hacía tiempo que había rechazado las visitas al psiquiatra y al psicólogo, pero esto parecía distinto: “EMDR: la nueva terapia para la transformación de recuerdos traumáticos. De forma revolucionaria, ayuda a liberar la mente y el corazón cuando el origen de la conducta disfuncional está en incidente traumáticos del pasado”.

-    Javier, - la voz del doctor me sacó del ensimismamiento- la terapia, a través de movimientos rápidos de los ojos motivados por una luz intermitente, trata de abordar pensamientos traumáticos que nos impiden avanzar.  El episodio de la muerte de Daniel quedó congelado en su cuerpo y en su mente y estaba atrapado en el recuerdo desde hace tres décadas. Las dos horas que hemos dedicado a reconstruir lo que ocurrió ha provocado en usted un mecanismo que activa sus redes neurológicas para ayudarle a procesar qué pasó y por qué pasó.

Me sobresalté. ¿Dos horas? ¿Dos horas en esta consulta? ¿Dónde estaba entonces la desaparición de Hugo, el accidente, la grúa que había venido a buscarme, la visita al colegio San Agustín, el viejo anuario del 85-86, dónde estaban? ¿Dónde estaba Clara? ¿Dónde Daniel?

-    No se angustie.  El colegio de su infancia, sus compañeros, el viejo anuario, Clara, Daniel, la piscina, la pelea…Todo estaba dentro de usted y lo único que ha hecho ha sido someterlo a un procesamiento acelerado de información. Yo contestaré a sus preguntas, pero respóndame antes a la más importante: ¿por qué murió Daniel, su mejor amigo?

No titubeé. Por primera vez en mi vida, no titubeé.

-    Caímos juntos al agua. El padre Damián consiguió sacarme a mí. Sólo a mí.

El doctor Brian se quitó las gafas y, mientras las limpiaba con la tela de su bata, dijo con calma:

-    Pregúnteme ahora lo que quiera.

-    ¿Por qué  ha desaparecido mi hijo?

-    Hugo no ha desparecido, está con sus suegros y su esposa. Es su mente la que le hizo desaparecer como reacción ante el miedo a la pérdida. Perdió lo que más quería, Daniel, y Hugo es ahora lo que más quiere. Es sólo la traducción de sus miedos.

Podía ser, me aferré a la respuesta del doctor como a un hilo que sujetaba mi última esperanza. Deseé con toda mi fuerza que fuera una certeza, pero sabía que había otras cuestiones por resolver.

-    Si sólo he estado aquí dos horas, ¿qué he hecho durante todo el día? –pregunté.

-    Lo de siempre, Javier. Se ha levantado, ha llevado a Hugo a la guardería y se ha marchado a trabajar. Antes de las 18.00 ha recibido el mensaje de Olga y me ha confesado  haberse  quedado tranquilo, porque ella no sabía que usted estaba aquí. Ha leído el mensaje en alto delante de mí antes de comenzar la terapia.

Hice una pausa. Me pasé la mano por la frente y la arrastré hacia mi cuello acariciando mi cabeza rapada. Rocé la coronilla suave y resbaladiza y mis dedos tocaron el rastro de la herida que me había hecho por la mañana antes de salir de casa con Hugo hacia la guardería. Respiré profundamente y al expulsar todo el aire que mis pulmones habían sido capaces de abarcar, volví a recordar la voz macabra que había martilleado mi conciencia o mi inconsciencia durante todo el día.

-    ¿Por qué me ha manipulado y maltratado como a una marioneta, por qué ha sido usted tan cruel conmigo con sus estúpidas llamadas telefónicas?

-    Sólo he sido su guía, Javier. Hablándole desde esta butaca en la que me ve sentado ahora,  le he ido llevando por los recuerdos a los que usted necesitaba acudir.

Me levanté despacio, me puse la chaqueta y  le tendí la mano. Ya en el descansillo, justo  antes de despedirme del doctor Brian para siempre, tuve tiempo de hacerle una última pregunta.   

-    ¿Qué debo hacer ahora?

-    Minimice riesgos. No hable de lo que ha ocurrido hasta que no se sienta profundamente tranquilo y reconciliado con su pasado. Aún está muy alterado, pero verá como, con el paso de los días, va llegando la calma que tanto tiempo ha anhelado. Cuando se sienta con fuerzas, compártalo con Olga. Hágala su cómplice. Ya no tiene nada que temer.

Al salir del portal me dirigí hacia mi coche, aparcado, sin ningún rasguño, frente al hotel Felipe IV.

Mara Torres








Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 20:53 Propón continuaciones

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