No sé por qué me asaltaron aquellos pensamientos cuando estaba a punto de llegar a mi destino. Había olvidado dar las cuatro vueltas de rigor a la llave, que solían resonar como cuatros estruendos dentro de la cerradura de la puerta. Tampoco conecté la alarma, y me sobresalté al recordar que había dejado la luz de mi habitación encendida y la cama sin hacer. Resulta absurdo cómo la vida insiste en alimentar tus remordimientos incluso cuando estás a punto de traicionarla. El pasado jamás volvería a tener consecuencias en mi presente y mucho menos alteraría un hipotético futuro. Sonreí al notar como la mochila que desde hacía años cargaba a la espalda se iba haciendo cada vez menos pesada. De haberlo sabido, habría tomado esta decisión mucho antes.
Apagué la radio del coche: no me interesaba ni la previsión del tiempo para los próximos días ni la agenda cultural que una voz demasiado engolada para mi gusto se empeñaba en detallar . Quizá fue el silencio el que depositó en mi cabeza una frase de Ernesto Sábato que había leído en el periódico unos días antes mientras desayunaba en la misma cafetería donde lo hice durante los últimos 5 años: “Vivir es construir recuerdos futuros”. Lo llevaba claro. Sábato no pudo haberse columpiado más conmigo.
Después de atravesar la enorme verja de seguridad y recorrer los cuatro kilómetros que separaban la entrada principal de la magnánima mole de piedra sobre la que se levanta la casa familiar, aparqué el coche. Esperé unos segundos. No sabía si apagar el motor o dejarlo encendido. Me resultaba indiferente y eso me gustó. Cualquiera que fuera mi decisión al respecto, tampoco me acarrearía consecuencias. No entendí por qué me reconfortó ver las hojas de la nutrida arboleda que custodiaba la mansión teñidas de un intenso tono rojizo que anunciaba que el otoño ya había llegado para barnizarlo todo de colores nacarados. No debería importarme. No estaría allí para verlo ni para esbozar una ridícula sonrisa como si la naturaleza y yo compartiéramos alguna suerte de complicidad secreta. Nada de lo que sucediera, viera o escuchara en los próximos minutos u horas alteraría mis planes. Eso era lo único que sabía con una seguridad tan firme que acrecentaba una desconcertante , y hasta ese momento desconocida, sensación de libertad. Era lo único que necesitaba saber. Lo único que me importaba. Sonreí al imaginar la cara de Carlos si pudiera escuchar mis pensamientos: por primera vez mi principal preocupación no era él, y estaba convencida de que eso le irritaría. Imaginé sus ojos negros inyectados en incredulidad, los mismos ojos que brillaban intensamente el día que me prometió que solo miraría por mí y que siempre me querría más que a su vida. Adiviné una mueca de placer naciendo en mi boca y decidí conservarla en un acto de rebeldía.
Me sentí más fuerte que nunca y curiosamente lo hacía cuando más cerca estaba del final. Rompiendo con la tradición familiar, sería yo la que sorprendiera a todos con mi decisión, y ni siquiera tendría que anunciarla. Tan sólo debía llevarla a cabo. Y eso es lo que iba a hacer.
Aquella casa... Parecía más grande, como si sus muros se fuesen a derrumbar en cualquier momento sobre mí, mucho antes de que pudiese ejecutar aquello por lo que había emprendido el viaje en coche. Al mismo tiempo, había encogido; la magnanimidad que la impregnaba en mis recuerdos se había esfumado y ya solo quedaba un viejo caserón, cimientos de lo que en otro tiempo fuera esplendor, auge... Un poco como los locos años 20 antes del crack de la bolsa de finales de la década. Pero sin suicidios de banqueros.
ResponderEliminarFinalmente dejé el motor del coche apagado. Era bastante probable que el ruido me hubiese delatado ya, pero la mañana apenas si había comenzado a desperezarse y tampoco era plan de hacerse notar. Todavía quedaba un largo camino por recorrer. Tal vez no literalmente, cierto, pero aquellos pasos hasta la puerta de la mansión ('mi casa familiar' me decía a cada golpe de talón entre la hojarasca arremolinada en el camino) transcurrieron casi tan lentos como un recorrido hasta el altar. Se me enganchó una hoja seca en el roto de las medias. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaban desgarradas en la cara externa del muslo derecho. La aparté de un manotazo suave para no volver a hacerme sangre en el corte aún fresco que escondían.
El altar. Carlos. Sus oscuros ojos iluminándose por momentos al intentar contener una lágrima furtiva que se escapó discretamente. Para cuando quise ponerme a su lado ni quedaba el surco del recorrido suicida de aquella minúscula gota de agua salada por su mejilla, recién afeitada. Siempre supo disimular tan bien... En aquel momento pensé que la libertad debía ser aquello. Qué equivocada estaba.
Sábato habla de los recuerdos futuros. Yo siempre he creído, en realidad, que vivir es saber deconstruir los recuerdos pasados hasta poder caminar sobre ellos sin riesgo de caída al vacío. Teorías y manías de cada uno, supongo. Como mi manía de no ponerme tacones nunca, tampoco para aquel paseíllo hasta el matrimonio. Una cosa fue segura: en el trayecto no tropecé ni una sola vez. El golpe vino más tarde, de la manera más inesperada.
Toc. Toc. Toc.
Al golpear los nudillos contra la puerta me di cuenta de que aún llevaba el anillo en la mano derecha. Lo saqué despacio y deslicé dentro del bolsillo izquierdo junto a algo que esperaba no tener que usar otra vez en mucho tiempo.
Así que tomé aire y eché el freno de mano con pulso firme, como si se tratase de una cizalla. Me resultó curioso comprobar cómo en el momento en el que cambian nuestras circunstancias habituales, cualquier gesto, por más insignificante que pueda parecer, cobra nuevas connotaciones. Así —como si el sonido del freno al tensarlo hubiera sido una señal y dispuesta, por tanto, a cercenar cualquier ligazón con mi pasado—, abrí resolutiva la puerta del coche y hundí los pies en la hojarasca húmeda. Muchos años de ausencia, demasiados a ojos de mamá, seguramente. Sin embargo, por alguna razón que aún no acerté a comprender, aunque podía intuirla, no experimenté ningún atisbo nostálgico al bajar del coche. Al contrario, el frescor con el que me recibió la arboleda y que tan bien conocía era tan inequívoca e irremediablemente familiar, que me resultó profundamente incómodo.
ResponderEliminarAl cerrar la puerta del coche, me miré en el reflejo de la ventanilla. Sin duda, estaba cambiada, todos lo notarían. La mujer que ahora me contemplaba desde su imagen ligeramente achatada era muy diferente a aquella chiquilla modelo, la dulce niña perfecta crecida entre algodones, la responsable hermana mayor de esos pequeños monstruos, la buena hija que nunca rompió un plato. Nunca, hasta el día en que rompió toda la vajilla. Y desde luego, tuve mis motivos para no querer dejar ningún añico de ella, ellos también lo sabían, a pesar de su empeño por negarlo, por querer mantener las apariencias de una situación muy lejana a la idílica. Por eso tuve que irme y por eso ahora, después de sucedido lo de Carlos, tenía que volver. Ya no quedaba más que enfrentarme uno a uno a todos los escenarios escombrados de mi posguerra interior, e indudablemente, tenía que empezar por éste. Sin más, alcé las solapas de mi gabardina y me abrí paso entre la alfombra con la que el otoño empastaba con solidez el camino, aunque a pesar del tiempo transcurrido, podía reconocer cada recoveco de él incluso a ciegas. Me sentía increíblemente tranquila. O eso creía, entonces. Estaba segura de que mi convicción se mantendría firme a pesar de cualquier envite imprevisto. Que podía haberlos. A fin de cuentas, tampoco tenía certeza absoluta de quién o quiénes seguían habitando en la casa.
Me paré en las escaleras del umbral. Apenas comenzaba a amanecer. La silueta de la gran fachada de piedra se recortaba en el claroscuro que poco a poco iba desvaneciéndose, haciendo languidecer aún más las luces macilentas que se entreveían por los visillos de los ventanales de la planta superior. “Papá sigue en las suyas”, pensé, no sin cierta contrariedad, justo antes de subir los tres escalones y hacer sonar el timbre, afónico como un ahogado alarido.
Mientras bajaba del vehículo, una voz de bocina estropeada me obligó a salir de estos pensamientos por la puerta de atrás. La figura de Natalia, la esposa de mi hermano mayor, se dirigía hacia mí con los brazos abiertos y el contoneo típico de alguien que utiliza tacones para caminar por la hierba.
ResponderEliminar—Pero, chica, ¿qué haces aquí? Mario estaba convencido de que hasta mañana por la tarde, cuando tu madre regresara de su viaje, no habría nadie. ¡Me alegro mucho de verte! ¿Y Carlos?
Sentí una fuerte opresión en el pecho y no era de alegría, ni de pena, podría haber sido de desconcierto, pero tampoco. Era el cuerpo de Natalia apretando el mío como si fuera un koala agarrado a una rama.
—Bueno… Carlos tenía trabajo. Yo pensé que sería una buena idea venir un día antes de la celebración a respirar un poco de aire limpio. Y vosotros, ¿no llegabais mañana?
—Mario quería sorprender a tu madre y darle la bienvenida. Además vamos a daros otra sorpresa.
Mi cuñada colocó ambas manos sobre una incipiente barriga y sonrió. Yo me pregunté qué significaría el término sorpresa para aquella mujer que vivía su cuarto embarazo en seis años.
—Enhorabuena, me alegro mucho. Si no te importa, voy a apagar el motor del coche y a coger las cosas. ¿Por qué no me esperas dentro?
—Por supuesto. Voy a avisar a Mario de que estás aquí. Ya verás lo que han crecido tus sobrinos. Te dejo la puerta abierta.
Natalia recorrió con relativa rapidez la distancia hacia la casa y una vez que entró me metí en el coche. Empezábamos mal. Había planificado contar con cerca de un día completo en aquel lugar para prepararlo todo y ahora tendría que compartir ese tiempo con un hombre que no sabía hacer otra cosa que trabajar, una mujer que no sabía hacer otra cosa que tener hijos y tres niños pequeños.
Demasiada gente, demasiado ruido, demasiada casualidad. No recordaba ninguna otra ocasión en que mi hermano llegara un minuto antes de lo indispensable o se fuera un minuto después. Una apretada agenda de negocios se lo impedía. Quizás era una señal del destino. O quizás me estaba volviendo paranoica. ¿Desde cuándo creía yo en el destino? Aquello era un pequeño guijarro en el camino y si lo pensaba bien no era tan grave. Incluso si jugaba bien mis cartas podría suponer una baza a mi favor. Agarré con cuidado el maletín de piel azul que ocupaba el sitio del copiloto y salí del vehículo. Ya volvería después a por la maleta. Lo importante ahora era penetrar en aquella casa y ocultar bien el maletín hasta que llegara el momento. Y para lograrlo, tendría primero que ponerme en modo comecocos y sortear a cada individuo vivo que se pusiera en mi camino. Inspiré con fuerza, solté el aire de tres veces — tal como me enseñó una psicóloga amiga de Carlos— y crucé el umbral de la puerta de entrada.