Finalmente dejé el motor del coche apagado. Era bastante probable que el ruido me hubiese delatado ya, pero la mañana apenas si había comenzado a desperezarse y tampoco era plan de hacerse notar. Todavía quedaba un largo camino por recorrer. Tal vez no literalmente, cierto, pero aquellos pasos hasta la puerta de la mansión ('mi casa familiar' me decía a cada golpe de talón entre la hojarasca arremolinada en el camino) transcurrieron casi tan lentos como un recorrido hasta el altar. Se me enganchó una hoja seca en el roto de las medias. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaban desgarradas en la cara externa del muslo derecho. La aparté de un manotazo suave para no volver a hacerme sangre en el corte aún fresco que escondían.
El altar. Carlos. Sus oscuros ojos iluminándose por momentos al intentar contener una lágrima furtiva que se escapó discretamente. Para cuando quise ponerme a su lado ni quedaba el surco del recorrido suicida de aquella minúscula gota de agua salada por su mejilla, recién afeitada. Siempre supo disimular tan bien... En aquel momento pensé que la libertad debía ser aquello. Qué equivocada estaba.
Sábato habla de los recuerdos futuros. Yo siempre he creído, en realidad, que vivir es saber deconstruir los recuerdos pasados hasta poder caminar sobre ellos sin riesgo de caída al vacío. Teorías y manías de cada uno, supongo. Como mi manía de no ponerme tacones nunca, tampoco para aquel paseíllo hasta el matrimonio. Una cosa fue segura: en el trayecto no tropecé ni una sola vez. El golpe vino más tarde, de la manera más inesperada.
Toc. Toc. Toc.
Al golpear los nudillos contra la puerta me di cuenta de que aún llevaba el anillo en la mano derecha. Lo saqué despacio y deslicé dentro del bolsillo izquierdo junto a algo que esperaba no tener que usar otra vez en mucho tiempo.
Pasaron algunos segundos hasta que por fin oí el sonido de una llave dando hasta cuatro vueltas para abrir la puerta. Esa era una de tantas manías heredadas, que no se había acomodado en mí de una manera natural, sino como una opción inapelable. Los instantes me parecieron una eternidad, un reloj de arena cuyas partículas no caen por el efecto de la gravedad, sino que se mantienen suspendidas en el espacio hasta acomodarse con suavidad en el fondo. Al verme, el semblante de Valeria, el ama de llaves, mutó de un estado que podría definirse entre el tedio y el cansancio a una sonrisa de alegría.
ResponderEliminar—¡Niña, qué sorpresa!
Aquella mujer de pelo cano y espaldas anchas me seguía llamando niña a pesar de haber superado la treintena hace ya un par de años. Era lógico, estaba allí cuando yo nací y también cuando me marché. De hecho, a veces he sospechado que brotó de los propios ladrillos de la casa, como un árbol que germina de manera espontánea en el campo. Incluso guardaba cierta similitud con el edificio. Ojos grandes, como las ventanas, piernas fuertes como los cimientos y una piel muy blanca al igual que la fachada. Extendió los brazos y me dio un caluroso abrazo.
—Yo también me alegro de verte. ¿Está mi madre? ¿Y Juan?
—Debe de seguir acostada, no sé si se habrá despertado. Voy a avisarla. Tu hermano se fue a trabajar hace ya un rato y no creo que vuelva hasta bien entrada la tarde.
Me senté en una silla del vestíbulo a esperar e intenté poner la mente en blanco. Aquel lugar me traía recuerdos que jamás podría borrar y que me hicieron huir de allí demasiado joven. Creí que Carlos era mi príncipe azul y que gracias a él escapaba del dragón y del castillo montada en un bello corcel blanco. El problema es que, al contrario que en los cuentos, se volvió rana.
Metí de nuevo la mano en el bolsillo izquierdo para comprobar que todo seguía en su sitio, tanto el anillo como el USB. En las películas siempre aseguran que la información es poder y a mí siempre me gustó la frase: “la realidad supera con creces la ficción”. Parte de su contenido ya lo había utilizado antes de emprender el viaje, aunque aún no había cumplido su cometido y las consecuencias tardarían por lo menos unas horas en aparecer. Quizá estaba aún a tiempo de pararlo pero no tenía ni la más mínima intención de hacerlo. Pasos atrás ni para coger impulso. Quién me ha visto y quién me ve. El resto era un plan B por si las cosas se torcían. Sin duda, el cine negro había causado buena mella en mí.
Libre. Ansiaba la libertad y Carlos me concedió las alas, asida al aleteo azabache de sus ojos embaucadores. Conocerle me ayudó a derribar los cimientos del cautiverio familiar que coartaba el ímpetu de una adolescencia caprichosa e inconformista. Y volé a su lado, sin sospechar que entregaba mi alma al espíritu atormentado de un ángel negro.
ResponderEliminarEstaba convencida de que en aquel preciso momento me estarían echando de menos en el trabajo. Seguramente que Paloma, siempre atenta y diligente, comenzaría a llamarme preocupada por no encontrarme en mi mesa como todos los días a la misma hora, pero su esfuerzo resultaría vano, pues la noche anterior había dejado consumir deliberadamente la batería del móvil hasta su último suspiro, deleitándome en aquellos agónicos estertores que emitía con sus pitidos.
Toc. Toc. Toc.
Indiferente al evidente cambio estacional que se iba apoderando de la calidez matutina, tampoco me había preocupado de rescatar del armario una ligera chaqueta para protegerme de la mañana ocre que escalofriaba mis brazos, aún sensibles y magullados. La misma sensación de estremecimiento que emergía de todos mis poros cada vez que sentía sus labios carnosos. Como el beso que selló la ceremonia oficiada por el padre Miguel, principio y final, causa y consecuencia del devenir de todos mis remordimientos, y de mis posteriores actos. Carlos besaba bien, hacía que la realidad se evaporase tras el contacto de su boca.
Cerré los ojos añorando siquiera los rescoldos de una relación que tanto me había deleitado y, sin saberlo, igualmente atormentado.
Abstraída en recrear mi universo de recuerdos, perdí la noción del tiempo que llevaba impasible en la misma baldosa cerámica de aquel suelo ajedrezado que componía el porche de entrada a la casa de mis padres.
Toc. Toc. Toc. Toc. Toc.
Golpeé con insistencia nerviosa la puerta con el puño. Comenzaba a impacientarme aquella espera, que acrecentaba el frío que recorría mi cuerpo dolorido. Aún era pronto como para que nadie de la casa pudiera haberse ausentado. Tuve un extraño presentimiento ante la quietud y silencio que palpitaba de los colosales muros sobre los que se aposentaba mi otrora reducto familiar. Necesitaba culminar la recapacitada decisión y al tiempo improvisado giro al que la vida me conducía. Para ello se hacía imperioso que aquella mole de madera cediera en su empeño de permanecer cerrada.
Aferré instintivamente el objeto que descansaba en mi bolsillo izquierdo. Tal vez él se había adelantado…
Distantes, como si vinieran de otro tiempo, unos pasos se arrastraban por la antesala. A pesar del dolor, seguía sonriendo. Sabía quién me iba a atender antes de que la puerta se abriera. Hice un último, fugaz e infructuoso esfuerzo por restaurar un poco mi imagen. Aunque un ladino rayo de sol anaranjado se filtraba entre las gruesas copas de los árboles y me acariciaba la oreja, el frío de la mañana me calaba hasta los huesos. Había olvidado el dichoso abrigo en el perchero que estaba frente a la llave de luz que no había apagado, junto a la puerta que no había cerrado, porque las llaves estaban en el bolsillo del dichoso abrigo que había olvidado.
ResponderEliminarLa gruesa traba que resguardaba la puerta se deslizó pesadamente sobre su soporte. La cerradura, digna de un castillo medieval, comenzó a girar con un ruido de cadenas y poleas lubricadas. Tuve que hacer un esfuerzo para no hacerme a un lado, recordando que no me aplastaría cayendo como un puente levadizo de caricaturas.
Por fin una de las secciones de madera describió un penoso arco. De la oscuridad brotó una figura atemporal, ya enfundada en un apretado traje de sastre a pesar de la temprana hora.
—Señorita… —balbuceó el anciano, sorprendido. Me conocía desde el día en que mi madre me dio a luz en la habitación de la planta alta, había asistido a mi casamiento, donde sirvió los bocadillos y llenó las copas. Aun así, señorita. Siempre señorita. Esta vez tenía razón—. No la esperábamos, creo.
Me lancé a sus brazos, reconfortándome con el calor de su cuerpo. Aunque no era mi padre, yo lo apreciaba de la misma manera. Mucho tiempo atrás, su hijo fue mi primer amor y, hasta que abandoné la mansión familiar, mi primer amante. Lamentablemente, el accidente y su pérdida nos había unido en el dolor, la primera vez que caminé frente al vacío.
—¿El señor…? —insinuó más que preguntó, atisbando la oscuridad donde el motor del auto todavía crujía por el esfuerzo y el frío.
Negué con la cabeza. Puse el anular desnudo frente a sus ojos castigados. El anciano me devolvió una mirada comprensiva y volvió a estrecharme en el silencio de la antesala. Al principio, las lágrimas fueron una caricia tibia sobre mis mejillas. A medida que me dejaba llevar por el llanto, purgando los recuerdos de la última noche, me di cuenta de que eso era lo más parecido a la verdadera libertad.
Por el momento bastaría.