lunes, 23 de marzo de 2015

Nunca me ha costado hacer amigos, pero luego los he olvidado con la misma facilidad. Mi niñez transcurrió en una docena de ciudades distintas, cada una en un extremo de España. «Haced las maletas», decía mi padre, y al día siguiente –o esa misma tarde, o inmediatamente– nos íbamos. Todas nuestras pertenencias tenían que caber en una maleta. Ahora tengo dieciséis años. Estoy solo. Creía que nunca había estado antes en Valladolid, pero hoy me ha parado un chico de mi edad, me ha mirado a los ojos y me ha dicho:

–Tú eres Jarocho, ¿verdad? ¿No te acuerdas de mí? Yo era tu mejor amigo.


Óscar Esquivias
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 12:00 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Al principio, he dudado. Es cierto que su cara me resultaba familiar, sobre todo esa mirada, con un estrabismo tan acusado. Y luego estaba el que me llamara Jarocho. Yo solía tener un mejor amigo en cada una de todas las ciudades por las que pasaba, porque con ellos ganaba la estabilidad que mi padre me negaba con la trashumancia, pero sólo una persona me había llamado así, y estaba seguro de que no había sido en Valladolid. Me fijé unos segundos más en él. Intenté imaginarle con unos años menos, quitarle complexión, estatura y voz de hombre.

    —Será que no me reconoces sin el bote —añadió, agitando un objeto inexistente en su mano.
    Entonces, caí en la cuenta. En lugar de un chico de dieciséis, allí estaba un chaval de nueve o diez años, con una gran sonrisa cuajada de hierros en los dientes. Sus ojos estrábicos se entreveían tras los cristales rayados de unas gafas de pasta marrón, bastante descuidadas por todas partes, con un esparadrapo enrollado en la juntura de las patillas. En su mano sostenía un bote de Cola-Cao que agitaba una y otra vez: «Mira, Jarocho, hoy traigo una de las gordas», decía, y al trasluz se adivinaban las formas de una lagartija aturdida que culebreaba desesperadamente por intentar salir.

    —¿Eres…Comesaña? ¿Félix Comesaña?

    —¡Ese mismo, Jarocho! Una fila por detrás de la tuya, ¿te das cuenta? Pues anda que no te copié veces en los exámenes de Mates de… ¿cómo se llamaba aquel profesor?

    —El Otu, le llamabas el Otu. El bueno de Comesaña, ¡claro que te recuerdo! Vaya pieza estabas hecho para poner nombres a todo el mundo, macho. A mí me encajaste Jarocho.

    Nos reímos. Comesaña tenía para los motes la habilidad de la que carecía para sacar más de un cinco en cualquier asignatura. A mí me puso ese porque decía que en su casa llamaban jaros a los animales que tenían el pelo rojizo como yo. Peor fue el del Otu, por ejemplo, que se le ocurrió porque el pobre hombre, que en realidad se llamaba Obdulio, no paraba de repetir que los ángulos de más de noventa grados se denominaban otusos, e insistía en que era una palabra difícil, tanto como su nombre, Odulio. Pausaba las sílabas para ilustrarlo, alargándolas con exageración, como si llamase a un fantasma: ooo-tuuu-sooos…,Ooo-duuu-liooo…, mientras nosotros teníamos que aguantarnos la risa mordiéndonos los carrillos por dentro.
    Sólo me quedaba saber en dónde había conocido a Comesaña. El trasiego al que me había visto obligado de niño mezclaba en mi cabeza nombres de personas y lugares, de ciudades cuya vista perdía a lo lejos desde el asiento trasero del coche. Una nueva vida en una pequeña maleta que se abría y cerraba cada poco tiempo. No fue en Valladolid, de eso estaba seguro, pero no me atreví a preguntarle. No quise arriesgarme a que me dijera que fue precisamente allí, en la última ciudad, en la que le pasó aquello a mi padre.

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  2. Y de inmediato, y sin entablar conflicto, aquella mole de cien kilos y casi dos metros de estatura, me largó un puñetazo en todo el estómago.

    — ¡A ver, despierta y cambia esa cara de “empanao”! —me decía mientras me aporreaba la mejilla— ¿Cómo no vas a saber quién soy? Si hasta, Jerónimo, que era el más tonto de la clase, se acordaría.

    Es seguro que debí seguir manteniendo la cara de pánfilo porque mi mejor amigo, supuestamente, me pasó el brazo por los hombros, y con el codo, a modo de gancho, intentaba “despertarme” aprisionándome la yugular.

    — ¡Chaval, espabila! ¡Pero hay que ver lo “pasmao” que te has “quedao”!

    —Sí, es que apenas puedo respirar —me quejé con una voz ronca que denotaba mi estado de asfixia.

    — ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas? —y seguía golpeándome, esta vez, en mi atrapada cabeza—. Si no me lo dices, no te suelto.

    —Sí, sí, ya sé quién eres —respondí rápidamente para evitar el estrangulamiento.

    Por supuesto que no tenía ni idea de quién era. Pero tampoco tenía tiempo para pensar una historia que pudiera convencer al energúmeno éste, y así, tal como soy yo, me lancé al estrellato:

    — ¡Sí hombre, tú eres el que ibas conmigo a la guardería “Los renacuajos”! ¿Te acuerdas que levantábamos la falda a las niñas?

    Me soltó de inmediato, y si hubiera estado menos empanado y más chutado de cafeína, habría comprendido que ese era el momento más adecuado para salir corriendo.

    —Yo nunca he ido a esa guardería, pero sí la conozco.

    — ¡Lo que yo te diga! ¡Mira que lo pasamos bien! Todos los días hacíamos desaparecer algún abrigo, o echábamos picante en la comida, o estampábamos moscas en los juguetes. Ahora, nada tan divertido como lo de las mochilas. ¿Recuerdas lo que hicimos con las mochilas? —le comenté explayándome a gusto pensando que había encauzado apropiadamente mi defensa.

    Me agarró del jersey, y con un movimiento brusco me atrajo hacia él dejándome casi en vilo. Al mirarle a la cara presentí lo peor. Su rostro estaba tan congestionado que daba la impresión de tener quemaduras de tercer grado por tomar el sol en Mercurio. Pero lo que más me impactó fue su mirada. El blanco de sus ojos, también rojo, y sus claras pupilas, asemejaban llamas fundiendo el cortante acero de las dagas. Esta vez tuve la suficiente destreza de agacharme de inmediato cuando vi acercarse su puño hasta mí. Mi suéter se quedó entre sus manos, momento que yo aproveché para salir pitando. Detrás de mí corría mi supuesto amigo el rinoceronte. No paraba de gritar, ¡verás cuando te coja! Intenté que me perdiera de vista y, a toda velocidad, torcí por una calle que salía desde el paseo de Zorrilla y se dirigía al río. Giré la cabeza y le vi cada vez más cerca. Llegué a un puente de hierro y me encaramé a su estructura metálica.

    —Ya eres mío, imbécil.

    —Si me obligas, me tiro.

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  3. Me quedé perplejo y confundido ante un abordaje que no tenía previsto, intentando ubicar en algún recóndito lugar de mi pasado aquel rostro juvenil aderezado de acné y con una tenue pelusa coronando su labio superior. Definitivamente aquellas facciones matizadas y extrapoladas a mis años de infancia no deparaban coincidencia alguna en mi base de datos. Tampoco recordaba haber sido portador de aquel apelativo con el que el chico de gafas de pasta y complexión enclenque se dirigía a mí.

    - Soy Juan Ignacio… ¡Juanchín! El hijo de Doña Josefina, la dueña de la guardería de la calle Sevilla. ¡Chico, no has cambiado nada!- continuó hablando, en vista del mutismo que acompañaba solemne mi cara de sorpresa.- ¿Hace cuántos años que…?

    - Perdona colega, creo que me confundes con otra persona.- atajé bruscamente una vez recuperado de la primera impresión, dándome la vuelta dispuesto a proseguir mis andanzas.

    Emprendía de nuevo mi camino errante, cuando aquel chaval inoportuno me abordó por segunda vez, dispuesto a amargarme el día.

    - César… César Jardiel Ochoa, así te llamabas. Jarocho como te bautizó Rubén jugando con tus letras.- disfrutaba rememorando la ocurrencia.- ¿De verdad no me recuerdas?

    Me quedé sorprendido al escuchar mi nombre por boca de aquel desconocido, que con su sonrisa metalizada por los brackets esperaba mi confirmación, mientras apoyaba su mano izquierda en mi hombro, como si con aquel contacto pudiera hacer revivir unos lazos que, según él, antaño nos había unido. Impulsivamente retiré su mano con rudeza y le empujé con todas mis fuerzas contra la cristalera de la tienda de telefonía. Comencé a correr atropelladamente por la calle Mantería, apartando a empellones a los viandantes que deambulaban a primera hora de la mañana, afanados en desperezarse con destino a sus respectivas ocupaciones.

    - ¡Jarocho, Jarocho!- sus gritos me acompañaban en mi precipitada carrera y sugestionado creí sentir su aliento tras mis vertiginosas zancadas.

    Me había acostumbrado a huir furtivamente desde los trece años, y era capaz de aguantar distancias kilométricas sin echar la vista atrás, hasta sentirme asfixiado o saberme a salvo. Era lo que en mi argot denominaba como “la apremiante carrera por la supervivencia”.

    Cuando las piernas comenzaron a reclamar el oxígeno que a mis pulmones les faltaba y las reservas de glucógeno adolecían de un desayuno que aún no había ingerido, reduje paulatinamente el trote, hasta parar derrengado en una plaza que me resultó extrañamente familiar.

    Exhausto, me dejé caer en uno de sus bancos recuperando el aliento, acunado bajo las ramas bamboleantes de los árboles. Indiscutiblemente, aquel adolescente me había trastocado los planes. Temía que el inesperado encuentro pudiera desvelar mi recién estrenado emplazamiento y por ende arruinar mi tan ansiada y premeditada venganza.

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