Al principio, he dudado. Es cierto que su cara me resultaba familiar, sobre todo esa mirada, con un estrabismo tan acusado. Y luego estaba el que me llamara Jarocho. Yo solía tener un mejor amigo en cada una de todas las ciudades por las que pasaba, porque con ellos ganaba la estabilidad que mi padre me negaba con la trashumancia, pero sólo una persona me había llamado así, y estaba seguro de que no había sido en Valladolid. Me fijé unos segundos más en él. Intenté imaginarle con unos años menos, quitarle complexión, estatura y voz de hombre.
—Será que no me reconoces sin el bote —añadió, agitando un objeto inexistente en su mano.
Entonces, caí en la cuenta. En lugar de un chico de dieciséis, allí estaba un chaval de nueve o diez años, con una gran sonrisa cuajada de hierros en los dientes. Sus ojos estrábicos se entreveían tras los cristales rayados de unas gafas de pasta marrón, bastante descuidadas por todas partes, con un esparadrapo enrollado en la juntura de las patillas. En su mano sostenía un bote de Cola-Cao que agitaba una y otra vez: «Mira, Jarocho, hoy traigo una de las gordas», decía, y al trasluz se adivinaban las formas de una lagartija aturdida que culebreaba desesperadamente por intentar salir.
—¿Eres…Comesaña? ¿Félix Comesaña?
—¡Ese mismo, Jarocho! Una fila por detrás de la tuya, ¿te das cuenta? Pues anda que no te copié veces en los exámenes de Mates de… ¿cómo se llamaba aquel profesor?
—El Otu, le llamabas el Otu. El bueno de Comesaña, ¡claro que te recuerdo! Vaya pieza estabas hecho para poner nombres a todo el mundo, macho. A mí me encajaste Jarocho.
Nos reímos. Comesaña tenía para los motes la habilidad de la que carecía para sacar más de un cinco en cualquier asignatura. A mí me puso ese porque decía que en su casa llamaban jaros a los animales que tenían el pelo rojizo como yo. Peor fue el del Otu, por ejemplo, que se le ocurrió porque el pobre hombre, que en realidad se llamaba Obdulio, no paraba de repetir que los ángulos de más de noventa grados se denominaban otusos, e insistía en que era una palabra difícil, tanto como su nombre, Odulio. Pausaba las sílabas para ilustrarlo, alargándolas con exageración, como si llamase a un fantasma: ooo-tuuu-sooos…,Ooo-duuu-liooo…, mientras nosotros teníamos que aguantarnos la risa mordiéndonos los carrillos por dentro.
Sólo me quedaba saber en dónde había conocido a Comesaña. El trasiego al que me había visto obligado de niño mezclaba en mi cabeza nombres de personas y lugares, de ciudades cuya vista perdía a lo lejos desde el asiento trasero del coche. Una nueva vida en una pequeña maleta que se abría y cerraba cada poco tiempo. No fue en Valladolid, de eso estaba seguro, pero no me atreví a preguntarle. No quise arriesgarme a que me dijera que fue precisamente allí, en la última ciudad, en la que le pasó aquello a mi padre.
—Será que no me reconoces sin el bote —añadió, agitando un objeto inexistente en su mano.
Entonces, caí en la cuenta. En lugar de un chico de dieciséis, allí estaba un chaval de nueve o diez años, con una gran sonrisa cuajada de hierros en los dientes. Sus ojos estrábicos se entreveían tras los cristales rayados de unas gafas de pasta marrón, bastante descuidadas por todas partes, con un esparadrapo enrollado en la juntura de las patillas. En su mano sostenía un bote de Cola-Cao que agitaba una y otra vez: «Mira, Jarocho, hoy traigo una de las gordas», decía, y al trasluz se adivinaban las formas de una lagartija aturdida que culebreaba desesperadamente por intentar salir.
—¿Eres…Comesaña? ¿Félix Comesaña?
—¡Ese mismo, Jarocho! Una fila por detrás de la tuya, ¿te das cuenta? Pues anda que no te copié veces en los exámenes de Mates de… ¿cómo se llamaba aquel profesor?
—El Otu, le llamabas el Otu. El bueno de Comesaña, ¡claro que te recuerdo! Vaya pieza estabas hecho para poner nombres a todo el mundo, macho. A mí me encajaste Jarocho.
Nos reímos. Comesaña tenía para los motes la habilidad de la que carecía para sacar más de un cinco en cualquier asignatura. A mí me puso ese porque decía que en su casa llamaban jaros a los animales que tenían el pelo rojizo como yo. Peor fue el del Otu, por ejemplo, que se le ocurrió porque el pobre hombre, que en realidad se llamaba Obdulio, no paraba de repetir que los ángulos de más de noventa grados se denominaban otusos, e insistía en que era una palabra difícil, tanto como su nombre, Odulio. Pausaba las sílabas para ilustrarlo, alargándolas con exageración, como si llamase a un fantasma: ooo-tuuu-sooos…,Ooo-duuu-liooo…, mientras nosotros teníamos que aguantarnos la risa mordiéndonos los carrillos por dentro.
Sólo me quedaba saber en dónde había conocido a Comesaña. El trasiego al que me había visto obligado de niño mezclaba en mi cabeza nombres de personas y lugares, de ciudades cuya vista perdía a lo lejos desde el asiento trasero del coche. Una nueva vida en una pequeña maleta que se abría y cerraba cada poco tiempo. No fue en Valladolid, de eso estaba seguro, pero no me atreví a preguntarle. No quise arriesgarme a que me dijera que fue precisamente allí, en la última ciudad, en la que le pasó aquello a mi padre.
Demasiadas emociones para un periodo tan corto de tiempo. Necesitaba irme, frenar el aturdimiento, así que me despedí, no sin antes concretar otro encuentro con Félix para mañana. No iba a ser necio, después de tantos años Félix para mí ya era un completo desconocido, con el tiempo nos convertimos en otras personas. No me voy a aferrar a que hace tiempo pude tener un afecto por él y volver a ser amiguitos, pero puede serme útil para varias cosas, entre ellas, enseñarme la ciudad. Aún no conozco a nadie aquí, no me vendrá mal tener un asistente para explorar el territorio. Además, me ha parecido algo pardillo... perfecto.
ResponderEliminarCasi echo por tierra un año de exilio emocional en cinco minutos. La reminiscencia de los tiempos de Jarocho trae consigo la ternura de los nueve años. Las lagartijas y los motes han conseguido desenterrar un poco la añoranza de la inocencia que tanto esfuerzo pongo en reprimir. Todo eso es pasado, no puedo perturbar con sentimientos todo mi plan, no hay tiempo para eso.
Tengo que pensar en el pragmatismo de cada acción y apartar el lado humano todo lo posible. A veces me cuesta, pero hace exactamente un año tuve que tomar este camino; si no, probablemente no habría podido seguir adelante. Lo que he venido a hacer aquí es más importante. “Guarda las apariencias y controla tus sentimientos”, sólo tengo que repetir aquella frase de Maya para volver a concentrarme. Maya siempre sabe lo que hacer, tengo ganas de volver a hablar con ella. Podría llamarla pero no estoy tan perdido, me dijo que solo en casos de emergencia. Todavía tengo mi plan, únicamente tengo que ceñirme a él.
El primer paso está dado: ayer me instalé en el piso de mi abuela. Me gusta el ambiente de mi nueva casa, lleva años cerrado y ha adquirido ese olor a humedad de los sitios deshabitados. Lo tomaré como el nuevo olor del hogar. Lo que más me gusta es que está tal y como lo dejaron. Mi padre vivió aquí hasta que se casó con mi madre, su habitación no parece haber sufrido ningún cambio: pósters de The Doors y Bruce Springsteen en las paredes, la puerta del armario rota, libros, cuadernos y papeles sueltos por todo el escritorio... Ya era desordenado entonces. Ni siquiera se molestó en adecentar la casa cuando murió mi abuela. Vino, firmó papeles, echó el cerrojo y a su vida otra vez: viajes y trabajo. Tampoco se dejó conocer demasiado, siempre estaba ocupado. ¿Podría decirse que algo de aquí le inquietaba? ¿Estaba empezando ya a huir? No lo tengo claro, pero es el mejor sitio que se me ocurre para empezar a buscar.
- Bueno, Jarocho. Te tengo que dejar, que llego tarde al instituto.- interrumpió la conversación, mirando apresurado el reloj, y extrañado de verme huérfano del kit estudiantil- Tenemos que quedar para seguir hablando. No sabes la ilusión que me ha hecho volver a verte. Apunta mi teléfono.
ResponderEliminarLe insté a que me anotara su número en el dorso de mi brazo desnudo, prometiéndole devolverle la llamada en cuanto recuperara mi móvil perdido.
Nos dimos un sincero abrazo, juramentando retomar el contacto. Me hubiera gustado indagar con más profundidad en mi pasado charlando con el bueno de Comesaña, pero aún no estaba preparado. Quizás más tarde le llamase. Continué con mi camino, dirigiendo mis pasos hacia la estación de trenes. Desconocía su ubicación y tampoco podía suscitar sospechas preguntando en demasía a los viandantes. Acababa de abandonar por propia iniciativa la convivencia con otros jóvenes como yo en un complejo de la zona sur de Valladolid, el centro de menores Zambrana. Aproveché mi primer permiso para escapar de la reclusión de aquel reformatorio.
No tenía un lugar predestinado al que huir y decidí coger el primer tren que saliese de la estación. El operario de la taquilla me informó diligente que en veinticinco minutos un Alvia me conduciría a Santander. “Mira, allí tampoco he estado”, pensé mientras sacaba la cartera que amablemente me había cedido mi buen amigo Comesaña en el entrañable achuchón, y que sigilosa se había deslizado en el bolsillo trasero de mi pantalón. Por suerte, comprobé que la familia de Félix seguía manteniendo un buen nivel adquisitivo.
Entré en la cafetería a esperar la llegada de mi tren. El ambiente era desolador y mientras daba vueltas a la cucharilla no pude evitar abstraerme tras el humeante recuerdo. Mi familia había vivido al compás del ritmo que marcaban los designios laborales de mi padre. Hasta que aconteció el día fatídico…
La presencia de un agente de policía me rescató de mis pensamientos y salí adoptando el gesto instintivo de esconderme tras unas solapas irreales. Aproveché las monedas del cambio y marqué en la cabina el número de teléfono tatuado en mi antebrazo. Le diría a Comesaña dónde podría recuperar su cartera. “Para eso estamos los amigos”, sonreí irónico. No fue la voz de Comesaña la que me contestó.
Quince minutos después el tren con destino a Santander arribaba a la estación y permanecía cinco minutos en el andén en espera de nuevos inquilinos. Cuando las puertas se cerraron y comenzó su marcha, yo ya había abandonado el edificio por la entrada principal. Debía asumir el riesgo.
Aunque sabía que no podía ser allí. La imagen que albergaba mi álbum de fotos mental me lo mostraba con al menos cinco años menos. Y era imposible que me equivocase. Tengo una excelente memoria fotográfica. Incluso el orientador de uno de tantos centros le comentó a mi padre que podía ser un alumno con altas capacidades, que sería interesante hacerme algunas pruebas. Él se negó. Nos convenía más pasar desapercibidos.
ResponderEliminar—Bueno, Jarocho, veo que a tu padre el ejército lo sigue moviendo más que a una ficha de parchís. ¡Si os habían largado a Murcia! Y ahora te encuentro en la otra punta de España. Te envié media docena de cartas y no respondiste a ninguna.
—Al final no nos mudamos a la dirección que te di y yo no encontraba donde había puesto la tuya. ¡A mí también me dio mucha pena!
Sonreí. Por un lado era cierto que me causaba mucha lástima separarme de esos grandes amigos que durante un tiempo lo eran todo. Pero no era solo por eso. La mueca se me escapó al pensar en las palabras de Comesaña. El ejército. Eso era lo que contábamos cuando llegábamos a un lugar. Una historia inventada sobre una madre fallecida de una larga y horrible enfermedad y un padre soldado que pertenecía a una sección en constante movimiento. Mi hermana y yo interpretábamos nuestros papeles a las mil maravillas. Ahora tenía que recordar en qué ciudad estaba cuando dijimos que nos íbamos a Murcia. Otra información errónea. Jamás he pisado Murcia.
—No me extraña que pierdas cosas con tanta mudanza. ¿Cuánto tiempo llevas por aquí?
La respuesta verdadera habría sido ocho meses. La oficial, poco más de cinco. Los meses del medio habíamos permanecido ocultos, obligados por aquello que le sucedió a papá.
—Casi seis meses. A ver si esta vez es la definitiva. Tengo ganas de asentarme un poco. Pero cuénteme tú Comesaña, ¿qué haces por estos lugares?
Desviar la conversación siempre había sido la mejor estrategia.
—Pues ya ves, tío, mis padres, que decían que estaba juntándome con malas compañías y me han mandado aquí con unos familiares. ¡Me tienen más controlado que en la cárcel! Con lo bien que se está en Alicante. ¡Aquí hace un frío de mil demonios!
Ahora ya sabía de dónde era Comesaña. Buena época la de Alicante. Recuerdo que en aquella ocasión papá vino a buscarnos al colegio y por eso tuvimos que dar explicaciones.
—Y no te he contado lo mejor, Jarocho. El martes pasado me encontré a la Jirafa, la de lengua. ¿La recuerdas? Más alta que un día sin pan. Si es que el mundo es un pañuelo. ¿No te parece increíble?
Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo. Aquella mujer había sido la causa de que saliéramos por patas con tanta prisa. Papá nunca quiso concretar más, pero no, no podía ser una casualidad que estuviera allí también. Debía de deshacerme de Comesaña y compartir aquella información lo antes posible.