Aunque sabía que no podía ser allí. La imagen que albergaba mi álbum de fotos mental me lo mostraba con al menos cinco años menos. Y era imposible que me equivocase. Tengo una excelente memoria fotográfica. Incluso el orientador de uno de tantos centros le comentó a mi padre que podía ser un alumno con altas capacidades, que sería interesante hacerme algunas pruebas. Él se negó. Nos convenía más pasar desapercibidos.
—Bueno, Jarocho, veo que a tu padre el ejército lo sigue moviendo más que a una ficha de parchís. ¡Si os habían largado a Murcia! Y ahora te encuentro en la otra punta de España. Te envié media docena de cartas y no respondiste a ninguna.
—Al final no nos mudamos a la dirección que te di y yo no encontraba donde había puesto la tuya. ¡A mí también me dio mucha pena!
Sonreí. Por un lado era cierto que me causaba mucha lástima separarme de esos grandes amigos que durante un tiempo lo eran todo. Pero no era solo por eso. La mueca se me escapó al pensar en las palabras de Comesaña. El ejército. Eso era lo que contábamos cuando llegábamos a un lugar. Una historia inventada sobre una madre fallecida de una larga y horrible enfermedad y un padre soldado que pertenecía a una sección en constante movimiento. Mi hermana y yo interpretábamos nuestros papeles a las mil maravillas. Ahora tenía que recordar en qué ciudad estaba cuando dijimos que nos íbamos a Murcia. Otra información errónea. Jamás he pisado Murcia.
—No me extraña que pierdas cosas con tanta mudanza. ¿Cuánto tiempo llevas por aquí?
La respuesta verdadera habría sido ocho meses. La oficial, poco más de cinco. Los meses del medio habíamos permanecido ocultos, obligados por aquello que le sucedió a papá.
—Casi seis meses. A ver si esta vez es la definitiva. Tengo ganas de asentarme un poco. Pero cuénteme tú Comesaña, ¿qué haces por estos lugares?
Desviar la conversación siempre había sido la mejor estrategia.
—Pues ya ves, tío, mis padres, que decían que estaba juntándome con malas compañías y me han mandado aquí con unos familiares. ¡Me tienen más controlado que en la cárcel! Con lo bien que se está en Alicante. ¡Aquí hace un frío de mil demonios!
Ahora ya sabía de dónde era Comesaña. Buena época la de Alicante. Recuerdo que en aquella ocasión papá vino a buscarnos al colegio y por eso tuvimos que dar explicaciones.
—Y no te he contado lo mejor, Jarocho. El martes pasado me encontré a la Jirafa, la de lengua. ¿La recuerdas? Más alta que un día sin pan. Si es que el mundo es un pañuelo. ¿No te parece increíble?
Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo. Aquella mujer había sido la causa de que saliéramos por patas con tanta prisa. Papá nunca quiso concretar más, pero no, no podía ser una casualidad que estuviera allí también. Debía de deshacerme de Comesaña y compartir aquella información lo antes posible.
—Bueno, Jarocho, veo que a tu padre el ejército lo sigue moviendo más que a una ficha de parchís. ¡Si os habían largado a Murcia! Y ahora te encuentro en la otra punta de España. Te envié media docena de cartas y no respondiste a ninguna.
—Al final no nos mudamos a la dirección que te di y yo no encontraba donde había puesto la tuya. ¡A mí también me dio mucha pena!
Sonreí. Por un lado era cierto que me causaba mucha lástima separarme de esos grandes amigos que durante un tiempo lo eran todo. Pero no era solo por eso. La mueca se me escapó al pensar en las palabras de Comesaña. El ejército. Eso era lo que contábamos cuando llegábamos a un lugar. Una historia inventada sobre una madre fallecida de una larga y horrible enfermedad y un padre soldado que pertenecía a una sección en constante movimiento. Mi hermana y yo interpretábamos nuestros papeles a las mil maravillas. Ahora tenía que recordar en qué ciudad estaba cuando dijimos que nos íbamos a Murcia. Otra información errónea. Jamás he pisado Murcia.
—No me extraña que pierdas cosas con tanta mudanza. ¿Cuánto tiempo llevas por aquí?
La respuesta verdadera habría sido ocho meses. La oficial, poco más de cinco. Los meses del medio habíamos permanecido ocultos, obligados por aquello que le sucedió a papá.
—Casi seis meses. A ver si esta vez es la definitiva. Tengo ganas de asentarme un poco. Pero cuénteme tú Comesaña, ¿qué haces por estos lugares?
Desviar la conversación siempre había sido la mejor estrategia.
—Pues ya ves, tío, mis padres, que decían que estaba juntándome con malas compañías y me han mandado aquí con unos familiares. ¡Me tienen más controlado que en la cárcel! Con lo bien que se está en Alicante. ¡Aquí hace un frío de mil demonios!
Ahora ya sabía de dónde era Comesaña. Buena época la de Alicante. Recuerdo que en aquella ocasión papá vino a buscarnos al colegio y por eso tuvimos que dar explicaciones.
—Y no te he contado lo mejor, Jarocho. El martes pasado me encontré a la Jirafa, la de lengua. ¿La recuerdas? Más alta que un día sin pan. Si es que el mundo es un pañuelo. ¿No te parece increíble?
Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo. Aquella mujer había sido la causa de que saliéramos por patas con tanta prisa. Papá nunca quiso concretar más, pero no, no podía ser una casualidad que estuviera allí también. Debía de deshacerme de Comesaña y compartir aquella información lo antes posible.
Un compañero de clase y yo habíamos decidido saltarnos la clase de Lengua. La excusa: echarnos un cigarrillo y jugar en los billares de la esquina. La apuesta parecía arriesgada y, al principio, parecía que nos habíamos salido con la nuestro. Sin embargo, ¡cuál había sido nuestra sorpresa cuando vimos aparecer a la Jirafa por la puerta! Nos sujetó a cada uno por una oreja y nos arrastró hasta la oficina de la directora.
ResponderEliminarUna simple llamada bastó para que Coque se fuera con las orejas gachas tras su madre. Conmigo no tuvieron tanta suerte. Mi padre les había facilitado un número de teléfono falso y éste estaba inoperativo. Mi hermana y yo habíamos sido sermoneados cientos de veces con pasar desapercibidos en el colegio, el único lugar que podía ser tanto nuestro refugio como nuestra prisión, si hacíamos un movimiento en falso.
Traté de solucionar todo aquel embrollo diciendo que mi padre solía tener problemas de cobertura, pero eso no les tranquilizó. Hicieron llamar a mi hermana, sacándola de la clase en la que se encontraba. Yolanda me sacaba tres años y era lista como ella sola. En cuanto cruzó el umbral y me vio allí sentado, su semblante cambió. Con la mirada, me preguntaba “¿qué demonios había hecho?”. Tragué saliva y me preparé para lo peor.
Por suerte para mí, mi hermana estaba dotada de un gran talento para la actuación, que ni yo mismo conocía. Me regañó por haberme saltado las clases y yo la seguí, mostrándome culpable. Entonces, pidió disculpas a la profesora y la directora por el hermano tan rebelde que le había tocado y les dio otro número de teléfono para que hablaran con mi padre. Desconocía entonces quién se encontraba al otro lado de la línea. Tiempo después, mi hermana me confesó que se trataba de un medio novio que se había echado, al que le había pedido su número de teléfono y el favor de hacerse pasar por su padre si un día se metía en líos.
La breve pero sustancial charla de mi hermana con la directora bastó para que nos libráramos temporalmente de sus sospechas. Lo justo para que mi hermana sacara su teléfono de prepago de la mochila, enviara un mensaje de texto a nuestro padre y saliéramos huyendo de allí cómo los fugitivos que éramos. Antes de que pudiéramos ser descubiertos y llamaran a la policía o algo incluso peor, que fuéramos separados de por vida.
- Como dirían por estos lares la sombra de la Jirafa es alargada.-se desternilló Comesaña ante su improvisada ocurrencia.
ResponderEliminarYo no terminaba de reaccionar, abducido por la imagen reminiscente de la espigada profesora de Lengua, aquella mujer de piernas interminables, escrutándonos con sus ojos saltones desde su particular azotea. Noches de sudores fríos en las que me asaltaba su rostro inexpresivo y su turbadora mirada. Y aquellas preguntas que yo no entendía…
- ¿Y qué tal tu hermana, Jarocho?- continuó Comesaña advirtiendo el mutismo en el que me había sumido.- Recuerdo que estaba enamorado de ella hasta las trancas.
- Bien, bien…-Mi hermana, sí, mi hermana, necesitaba imperiosamente avisarla…
Como bien dije al principio me encontraba solo. Llegamos juntos hace ocho meses a Valladolid, pero las circunstancias hicieron que nos separáramos una vez superado los tres meses de cuarentena. Mi hermana, que acababa de cumplir los veinte, abandonó la ciudad sin confesarme su destino. Por nuestra seguridad era mejor que no lo supiera. Prometió volver en cuanto aclarara lo sucedido, yo tan solo tendría que pasar desapercibido. Ella se pondría en contacto conmigo pero, ¿cómo me podía poner en contacto yo con ella?
Comprendí al momento que la presencia de la Jirafa no era casual y que seguramente nos estaba buscando. Quizás estuviera al corriente del acontecer de mi padre.
- ¿Estás bien, tío? Parece que hubieses visto un fantasma…
- Tengo que dejarte, Comesaña- le interrumpí nervioso, forzando una mueca que demostrase lo contrario.- Se me está haciendo tarde.
- Comprendo… pero tenemos que quedar para seguir hablando. No sabes la ilusión que me ha hecho volver a verte. Prométeme que te pondrás en contacto conmigo.- insistió mientras escribía entre sus apuntes una dirección y un número de teléfono. Disimulé para no tener que proporcionarle mis datos de contacto, falsos a todas luces por supuesto.
Nos dimos un abrazo y sentí que el temblor aún afloraba en mi cuerpo, confiando que Comesaña lo atribuyese a la emoción del encuentro.
- Jarocho.- recalcó mi apodo al separarnos.- Cuídate.
No supe contestarle de palabra, limitando mi respuesta a un mero movimiento de cabeza de arriba abajo. Sus últimas palabras se me antojaron inquietantes.
Retomé mi camino sin rumbo, absorto en mis preocupaciones, acrecentadas por la revelación de Comesaña. Si el azar no era el brazo ejecutor de las circunstancias acaecidas en los últimos meses, entonces el tiempo corría en contra nuestra.
Sólo quedaba un sitio al que acudir, aquel que encarecidamente me habían vetado.
— ¡Bueno chaval, tengo que irme!
ResponderEliminar—Si quieres quedamos esta tarde, o mañana, y me cuentas un poco qué ha sido de tu vida. Por cierto, ¿sabes algo de Alba?
— ¿Qué Alba?
—Sí hombre, la que te buscaba en el recreo y te cuchicheaba cosas al oído. Una de pelo castaño claro, más pequeña que nosotros, que siempre te estaba haciendo muecas y guiños.
—En estos momentos no caigo.
—Que sí la conoces. ¡Lo que yo te diga! Es imposible olvidar a una tía tan guapa y que encima está colada por ti. ¡Ya me gustaría que la hubiera tomado conmigo!
De sobra sabía yo a quién se refería. Alba era el nombre con el que se conocía a mi hermana en Alicante. Así lo había querido el círculo. Las directrices que marcaban nuestras vidas eran aprobadas en reuniones semanales convocadas por el decano. Nosotros nada podíamos hacer contra ello, nuestra seguridad, dependía de ello. De hecho, Comesaña, sin él saberlo, había puesto mi vida en peligro, y lo que es peor, los intereses del círculo se habían visto terriblemente dañados. Nadie, ni nada, debía de haber oído el nombre de Jarocho fuera de Alicante.
—De verdad que tengo que irme —le dije impacientándome cuando sentí la vibración del móvil en mi pierna.
—Dame tu número de teléfono y, si esta tarde no puedes, quedamos mañana.
—No tengo.
— ¿Cómo no vas a tener teléfono en la era de las telecomunicaciones? Si en Alicante tenías uno y eras mucho más pequeño.
—La verdad es que me lo dejé caer, se me rompió y mi padre se niega a comprarme uno nuevo. Pero dime tu número que yo lo memorizo y te llamo.
Antes de despedirnos, me obligó a repetirle varias veces su número de teléfono.
—A ver si llegas a tu casa y te bailan los números y no me puedes telefonear.
—Descuida —le dije sonriendo— me es imposible olvidar un número cuando lo tengo aprendido.
De inmediato me di cuenta que no debía de haber dado esta información y me alejé de él deseando no volverlo a ver jamás.
Me adentré en Campo Grande con el único propósito de ocultarme de los que acechan. Encontré el escondite idóneo entre el ramaje de un cedro que dejaba caer sus brazos sobre un frondoso álamo negro. Miré entre las ramas por si alguien o algo me había seguido, y cuando lo creí seguro, saqué mi móvil del bolsillo del pantalón. Tecleé el código que me permitía realizar la llamada sin pasar por ninguna compañía telefónica, y esperé respuesta.
—Sandra, escucha, recoge todo inmediatamente. No tenemos tiempo de esperar a papá. La Jirafa está en Valladolid.