La conversación nos había mantenido tan entretenidos que no nos percatamos del peligro que corríamos hasta que sentimos abrirse las puertas traseras del vehículo. Dos individuos, de aspecto tosco, entraron y se sentaron detrás de nosotros. Uno de ellos me clavó en las costillas una USP compacta, una pistola militar que conocía muy bien. Mi padre tenía una muy parecida.
—Pon el coche en marcha —le dijo con acento extranjero a mi hermana el sujeto que empuñaba el arma—. No hagas nada que me resulte sospechoso. Si no obedeces, tu hermano tendrá una bala en el estómago. Conduce dirección al Auditorio Miguel Delibes y aparca detrás.
Los dos hombres empezaron a hablar en un idioma desconocido para mí, aunque sospeché que conversaban en ruso. Dos cosas eran evidentes: la persona que hablaba español recibía órdenes del otro, y además estaba muy nervioso por algo.
—Para el coche allí —ordenó—. Daos la vuelta, quiero veros las caras, sólo así sé si os estáis enterando de lo que digo. Tu amigo te entregó un sobre en el Archivo. A decir verdad, te cambió un sobre por otro. Imagino que no sabes de qué van los números, nosotros tampoco podemos descifrarlos, pero tu padre tiene en su poder una especie de alfabeto, llamémosle así, que nos ayudaría. Ahora mismo tu padre está trabajando para nosotros —soltó una risotada—, aunque no voluntariamente. Lo hemos secuestrado. Parece que no ha aprendido la lección que le dimos a tu madre por inmiscuirse en nuestros asuntos.
Observé de reojo a Sandra, cuando se enfurecía se le agarrotaban los músculos del cuello de la tensión contenida y ahora podía ver cómo se le estiraban como cuerdas de guitarra. Yo estaba a punto de olvidarme de la pistola para darle una lección a aquel imbécil, pero quince años de espera merecían un poco más de paciencia y cabeza fría.
El ruso seguía con su discurso autosuficiente:
— Tu padre nos ha dicho que grabó el alfabeto en una cinta y que vosotros dos tenéis cada uno una parte del código de apertura de la caja. No voy a perder más tiempo esta noche. Vuestro padre me ha dicho que la cinta está dentro de una caja fuerte soldada al Puente Colgante. Así que, andando. O me abrís la caja o vuestro padre va a sufrir más de lo que os gustaría presenciar.
—Tenemos que meternos debajo de la estructura —les indiqué cuando llegamos allí.
—Bueno, primero uno y luego el otro.
—Eso no es posible. Si no ayudo a mi hermana, no llega. Es muy torpe.
—De acuerdo —dijo, mirando por encima de la barandilla—. Si me la jugáis, os disparo. Y daos prisa, ya casi no se ve.
Agarré la mano de mi hermana y se la apreté.
—Tú primero, que yo tiro de ti.
Y eso hice, para arrojarla al Pisuerga.
—Pon el coche en marcha —le dijo con acento extranjero a mi hermana el sujeto que empuñaba el arma—. No hagas nada que me resulte sospechoso. Si no obedeces, tu hermano tendrá una bala en el estómago. Conduce dirección al Auditorio Miguel Delibes y aparca detrás.
Los dos hombres empezaron a hablar en un idioma desconocido para mí, aunque sospeché que conversaban en ruso. Dos cosas eran evidentes: la persona que hablaba español recibía órdenes del otro, y además estaba muy nervioso por algo.
—Para el coche allí —ordenó—. Daos la vuelta, quiero veros las caras, sólo así sé si os estáis enterando de lo que digo. Tu amigo te entregó un sobre en el Archivo. A decir verdad, te cambió un sobre por otro. Imagino que no sabes de qué van los números, nosotros tampoco podemos descifrarlos, pero tu padre tiene en su poder una especie de alfabeto, llamémosle así, que nos ayudaría. Ahora mismo tu padre está trabajando para nosotros —soltó una risotada—, aunque no voluntariamente. Lo hemos secuestrado. Parece que no ha aprendido la lección que le dimos a tu madre por inmiscuirse en nuestros asuntos.
Observé de reojo a Sandra, cuando se enfurecía se le agarrotaban los músculos del cuello de la tensión contenida y ahora podía ver cómo se le estiraban como cuerdas de guitarra. Yo estaba a punto de olvidarme de la pistola para darle una lección a aquel imbécil, pero quince años de espera merecían un poco más de paciencia y cabeza fría.
El ruso seguía con su discurso autosuficiente:
— Tu padre nos ha dicho que grabó el alfabeto en una cinta y que vosotros dos tenéis cada uno una parte del código de apertura de la caja. No voy a perder más tiempo esta noche. Vuestro padre me ha dicho que la cinta está dentro de una caja fuerte soldada al Puente Colgante. Así que, andando. O me abrís la caja o vuestro padre va a sufrir más de lo que os gustaría presenciar.
—Tenemos que meternos debajo de la estructura —les indiqué cuando llegamos allí.
—Bueno, primero uno y luego el otro.
—Eso no es posible. Si no ayudo a mi hermana, no llega. Es muy torpe.
—De acuerdo —dijo, mirando por encima de la barandilla—. Si me la jugáis, os disparo. Y daos prisa, ya casi no se ve.
Agarré la mano de mi hermana y se la apreté.
—Tú primero, que yo tiro de ti.
Y eso hice, para arrojarla al Pisuerga.
Me precipité a las aguas tras Sandra. Los dos éramos buenos buceadores. Vivir en Alicante había tenido sus ventajas y una de ellas era el poder aprender submarinismo. Intentamos sumergirnos lo más posible pero aun así las detonaciones de los disparos llegaron a nuestros oídos. Los rusos debían estar tremendamente furiosos.
ResponderEliminarEstuvimos cerca de un minuto braceando en el seno de aquellas turbias aguas henchidas de incómodos habitantes: ramas, botes, plásticos, jirones de tela y algún ignoto cuerpo carnoso que bien pudiera tratarse de una rata. Sentíamos su roce mientras avanzábamos hacia el otro lado del puente. Allí, una colonia de carrizales nos cobijó de las inquisitoriales miradas de nuestros perseguidores. Comprobamos, ateridos de frio, el estado enfebrecido de Kiril y su amigo que recorrían el pretil del puente asomándose aquí y allá con sus negras pistolas. La encapotada noche favorecía nuestra ocultación.
El tiempo pareció detenerse, como si los pequeños granos de arena tuvieran pánico a deslizarse por la superficie acristalada del reloj.
-Como no salgamos pronto de aquí,-dijo mi hermana tiritando-no hará falta que los esbirros de la Jirafa nos maten.
En ese instante, el rugido del motor del Twingo nos permitió respirar aliviados. Abandonaban la búsqueda.
Trepando por la terrosa ladera ascendimos hasta la pradera aledaña al río. Una vez allí corrimos chorreando agua hasta el antiguo cuartelillo de la Guardia Civil. Y esta vez la suerte se alió con nosotros al encontrar unas ropas viejas abandonadas en un contenedor de basura. Rebuscamos hasta acomodarnos unas prendas secas. Miré a Sandra y a pesar de la tensión se me escapó una carcajada al verla disfrazada de cabo de la Benemérita. Yo, sin embargo, me tuve que conformar con unos pantalones de loneta que me llegaban por la pantorrilla y un suéter femenino.
-¡La hemos liado buena!-me lamenté. Quizás en estos momentos le están haciendo algo malo a papá.
-Confío en que no sea así. Al fin y al cabo todavía nos necesitan, y eso que no saben que tenemos el alfabeto. Por cierto, ¿Dónde lo tienes? ¿Se quedó en el coche?
No. Por suerte tanto el código numérico como el alfabeto para desentrañar su significado los había guardado en mi bolsillo dentro de mi monedero. Tanteé las ropas mojadas y comprobé su estado.
-¡Bien! Están intactos. Y luego dicen que las cosas del mercadillo… Pues esté portamonedas es un seguro de vida…
-Debemos darnos prisa y descifrar cuanto antes la relación de números. Conociendo la pasión de mamá por las mates estoy convencido que contiene el lugar dónde escondió las pruebas incriminatorias del caso “Gueru”.
Reactivado por el recuerdo de mi madre y por la necesidad de vengar lo que le ocurrió, me acodé en un rincón de nuestro refugio y aprovechando la luz que llegaba de una farola comencé la difícil tarea. O iba a hacerlo porque, de súbito, se escuchó un estrépito que nos obligó a parapetarnos tras una mesa.
-¡Comesaña! ¡Hijo de la gran…!- gritamos al alimón los dos.
Estaba seguro que a ella no le pasaría nada, era una nadadora excepcional. En los colegios por donde nos movíamos por media España, siempre fue miembro del club de natación y ganaba todas las carreras en las que participaba. Yo, por el contrario, apenas me sabía mantener a flote en el agua. Me quedaba solo ante el peligro, quizá me apresuré a los acontecimientos sin pensar en las posibles consecuencias, y en especial a mi padre.
ResponderEliminarPor la manera en cómo gritaron con rabia en su lengua los dos extranjeros no necesitaba traducción. Les dije que no se preocuparan que yo conocía perfectamente el código completo de la caja.
- De acuerdo, pero no gastes más tonterías, vi como soltaste a tu hermana. Eso no cambia las cosas, cualquier extraño movimiento más y te disparo, chico estúpido. Y no olvides que tenemos a tu padre.
Debía de pensar algo, no tenía muchas alternativas: o abrir la caja, mentira que yo sabía la parte del código de mi hermana; o saltar, pero que me mataran no lo permitiría.
De pronto, aunque la suerte apenas se había aparecido en mi vida, circulando por el Pisuerga se me estaba apareciendo en esos momentos en forma de barco. Un barco se acercaba a media velocidad y podría ser mi salvación lanzándome sobre él. Es lo primero que pensé, cuando se oyeron varios disparos de pistola viniendo en nuestra dirección. Disparaban desde el barco, y para mi sorpresa iban dirigidos hacia los dos de arriba que tuvieron que huir, al parecer uno de ellos herido.
- Salta ahora, si no lo haces ya no te podremos rescatar, esos dos te estarán esperando cerca. Y no te preocupes, estás a salvo con nosotros, pero date prisa en saltar antes de que llegue la policía – me seguían diciendo desde el barco, ya a la altura de donde me encontraba.
Me lancé sobre una gran colchoneta que habían colocado, a lo James Bond, y ya a salvo me pusieron inmediatamente al tanto de todo.
- Pero antes de ir a rescatar a mi padre, si es verdad que saben dónde está, busquemos a mi hermana que tiene que estar en una de las orillas.
Desde la orilla derecha dando del río se oyeron los gritos de Sandra. Una vez más había demostrado lo buena nadadora que era. Y esta gente venía preparada con todo, andaban con mantas, colchoneta, agua, hasta con un botiquín.
Me habían dicho que ellos también tienen una gran deuda con la banda rusa y la Jirafa.
- Y Comesaña, ¿qué pinta en todo esto? – les pregunté.
En tono jocoso me dijo, el que parecía dirigir la operación, que no me preocupara por mi pobre amigo, lo habían utilizado y no había que temer por su vida.
Un culatazo me nubló la vista y me hizo perder el equilibrio. Caí de rodillas al suelo con los ojos llorosos.
ResponderEliminar- Te crees muy listo, ¿eh, mocoso? –me dijo el hombre de acento extranjero. En esa posición oí el percutor del arma y supe que me iba a ejecutar.
-¡Dejadme coger la caja! ¡Yo puedo abrírosla! –grité.
-No, no puedes –replicó enfadado.
-Puedo conseguir que mi padre os la abra –improvisé-. Dejadme cogerla y llevadme ante él. No podrá negarse a hacerlo.
Se encontraban a mis espaldas, pero veía claro que se lo estaban pensando. En un momento, el que no hablaba nuestro idioma pronunció el nombre de Kiril, lo que me dio una valiosa pista sobre la identidad de su compañero. Siguieron intercambiando sus impresiones en ruso durante unos segundos, algo que me parecía buena señal. Comenzaba a tranquilizarme cuando me levantaron y me arrastraron de nuevo al Twingo.
-Quieto ahí –me dijo Kiril-. Nosotros sacaremos la caja, ya no más jueguecitos.
Cerraron el coche para impedirme la huida, y vi cómo Kiril se hacía con el preciado tesoro mientras el otro le sujetaba con una fuerza hercúlea. La risa desagradable de mis captores fue la única música que escuché de camino al centro.
Pararon frente al Hotel Meliá. Me habían llevado, como me temía, al lugar prohibido: la habitación 233, el punto de encuentro al que solo se acudiría si las cosas pintaban realmente mal y al que, realmente, nunca podríamos ir para no revelar su ubicación, por miedo a que nos estuvieran siguiendo. Era una especie de Trampa 22, de esas que le gustaban a mi padre.
Llamaron a la puerta con un soniquete de siete golpes. “Pasá, está abierto”, dijo una voz femenina desde el interior. Su acento argentino la delató: yo conocía bien a esa mujer. Me empujaron con violencia al interior, y la Jirafa se encontró mirándome con cara de sorpresa:
- ¿Por qué lo trajisteis acá, pelotudos? –le dijo furiosa a Kiril.
- No pudimos abrir la caja, Julia -le respondió, señalándome-. Tiró a la hermana al río. Pensamos en que sería buena idea traerla nosotros y…
-No podés ser más salame, Kiril –le cortó-. ¿Sabés cuánto me costó sacarle a trompadas a la del archivo dónde estaba este lugar? El chaval nunca debió venir acá, si pasaba eso…
Dos disparos interrumpieron su discurso, y Kiril y el otro matón se desplomaron, muertos. Su ejecutor estaba a mis espaldas, y yo no me atrevía a girarme. La Jirafa le miraba asustada, y comenzó a titubear:
-No… esperá… Deciles que precisamos de más tiempo… que necesitamos…
Un ensordecedor trueno rugió en la habitación, y la Jirafa cayó sin vida a mis pies. El asesino me agarró por detrás y cubrió mi boca con un pañuelo. Al respirarlo, empecé a caer en un nuevo profundo sueño. Antes de perder la consciencia, reconocí dos cosas: el olor a forraje de caballo ácido, característico del cloroformo, y la inconfundible fragancia que despiden los geranios.