Sigilosamente, y aprovechando el traspiés de Pascual, convenció a Durruti para que le acompañara hasta la trasera del taller, con la inestimable ayuda del exquisito señuelo de los caramelos que aquella tarde había comprado a Dimas, el tendero de la plaza del Carmen.
Supo desde el principio que la matanza era inconcebible. Cualquier persona con “dos dedos de frente”, tendría que haber supuesto que dos tipejos como ellos, él desgarbado y patilargo, Pascual fornido, aunque cenutrio y obtuso, no podrían acabar por sí solos con la plácida existencia de Durruti sin convertirlo en una escabechina. Por muy dócil que fuera, a la amenaza del filo hubiese surgido el espíritu revolucionario del “general“.
Martín, que por cierto así se llamaba el padre de Pirelli, por aquello de haber nacido el día de su onomástica, y que no pocas mofas tuvo que soportar el día del sorteo, a costa del célebre refrán de “a cada cerdo le llega su San Martín”; pues Martín, y Durruti, ocultos en silencio tras la camioneta que Federico, el frutero, había llevado el viernes a la mañana a reparar, vieron pasar a Pascual encendido en cólera, cuchillo en mano, con los ojos inyectados en sangre, la sangre del marrano que ni siquiera había llegado a coagular, indignado por las viandas que se le escapaba de las manos. Humano y bestia, voz y gruñido, quedos.
Durruti contemplaba con parsimonia a Martín, absorto y cómplice, conminándole a resolver sin dilación aquella situación que él solito había provocado. Además hacía un rato que del festín de caramelos ya no quedaban ni las esquirlas.
No restaba mucho tiempo hasta el amanecer y Martín necesitaba con premura una solución al recién creado problema. No había vuelta atrás, había tomado la férrea determinación que Durruti moriría de viejo. Debía elucubrar un plan …
Supo desde el principio que la matanza era inconcebible. Cualquier persona con “dos dedos de frente”, tendría que haber supuesto que dos tipejos como ellos, él desgarbado y patilargo, Pascual fornido, aunque cenutrio y obtuso, no podrían acabar por sí solos con la plácida existencia de Durruti sin convertirlo en una escabechina. Por muy dócil que fuera, a la amenaza del filo hubiese surgido el espíritu revolucionario del “general“.
Martín, que por cierto así se llamaba el padre de Pirelli, por aquello de haber nacido el día de su onomástica, y que no pocas mofas tuvo que soportar el día del sorteo, a costa del célebre refrán de “a cada cerdo le llega su San Martín”; pues Martín, y Durruti, ocultos en silencio tras la camioneta que Federico, el frutero, había llevado el viernes a la mañana a reparar, vieron pasar a Pascual encendido en cólera, cuchillo en mano, con los ojos inyectados en sangre, la sangre del marrano que ni siquiera había llegado a coagular, indignado por las viandas que se le escapaba de las manos. Humano y bestia, voz y gruñido, quedos.
Durruti contemplaba con parsimonia a Martín, absorto y cómplice, conminándole a resolver sin dilación aquella situación que él solito había provocado. Además hacía un rato que del festín de caramelos ya no quedaban ni las esquirlas.
No restaba mucho tiempo hasta el amanecer y Martín necesitaba con premura una solución al recién creado problema. No había vuelta atrás, había tomado la férrea determinación que Durruti moriría de viejo. Debía elucubrar un plan …



Azorado por la apremiante resolución, Martín sentía como la vena de la sien le latía a ritmo vertiginoso, lo cual le imposibilitaba la fluidez de pensamiento. Para colmo Durruti comenzaba a inquietarse, emitiendo un gruñido crecientemente delatador. Caminar sin ton ni son entrañaba un tremendo riesgo, a sabiendas de topar in extremis con Pascual, bien solo, o aún peor, acompañado.
ResponderEliminar“¿Cómo no se me había ocurrido antes? Es una locura, pero es lo único a lo que aferrarnos, Durruti”
El talismán al que se refería Martín era su tía Eugenia, sor Virtudes desde hacía dieciocho años, cuando encomendó su vida, incluida la espiritual, a la obra de la devota orden de las Hermanitas de la Cruz. Las monjas no ejercían entre sus tareas diarias el curado de jamones, ni la gula de derivados porcinos se encuadraba en su saludable dieta. Dentro de los muros del convento hallarían el indulto temporal.
La trasera de Carrocerías Molina daba a la carretera de Segovia. Bastaba con cruzar la plaza del Carmen, atravesar la calle de Embajadores y llegar hasta la calle del Arca Real. El trayecto no era complicado.
Bastaron un par de pasos para sentirse defraudado por su quimérica intuición. Durruti sufrió un arrebato de libertad, dueño de un universo que descubrir más allá de las aceitosas paredes del taller. Aquellos trescientos metros se convirtieron en una peregrinación y los escasos quince minutos se antojaron eternos.
Martín asió el picaporte con mano trémula, temeroso del castigo divino por importunar a tan intempestivas horas a sus fervientes servidoras. Ningún murmullo al otro lado, ni atisbo de movimiento. Los gritos de Pascual a lo lejos detonaron que el segundo aldabonazo fuese estrepitoso, presa del pánico. Si no se abría ipso facto aquel postigo la fuga resultaría frustrantemente efímera …
Caviló muy deprisa, todo lo rápido que Martín era capaz de cavilar, y cuando tuvo constancia de la lejanía de Pascual, invitó, mejor dicho, apremió a Durruti para que saliese del escondite. El cochino emitió un suave gruñido mientras se acompañaba del gesto de caminar, un caminar cansino y con escaso garbo; Martín, mucho más garboso, desesperado, para ser más exactos, le hizo señas cruzando el índice ante los labios y exhortándole a que dejase de hacer ruidos so pena de ser descubiertos; así pues, gritó entre susurros:
ResponderEliminar-¡Coño, Durruti, que pareces tonto! ¡A ver si la vas a cagar ahora, mira que con lo bestia que es el Pascual es capaz de ensartarnos a los dos con ese cuchillo!
La idea que había cruzado fugazmente por su cabeza era bastante simple en la teoría, aunque mucho más difícil de llevar a cabo en la práctica dada la animadversión que sentía la Conchi, su señora, hacia los bichos. Y no era otra ocurrencia la suya más que la de llevar el gorrino a casa para ocultarle con celo en su propio dormitorio, hasta que los del taller estuviesen convencidos del argumento que les pensaba proporcionar a fin de salvar los muebles y, de paso, el cochino. Una vez instalado debidamente el cerdo en su alcoba, lo de decir alcoba no es una manera retórica de decir, pues su casa era tan chica que se reducía a una habitación con derecho a cocina en un inmueble de varias dependencias, iría en busca de Pascual muy azorado, nervioso y apesadumbrado, y le echaría en cara que el cerdo huyese por su culpa, a causa de su torpeza al dar ese traspié; también le diría que había salido tras él para darle alcance, pero ese hijo de Satanás había desaparecido sin dejar rastro…
“Las prisas no son buenas consejeras y embotan al raciocinio”, oía sentenciar a su padre en el interior de su cabeza. Sin embargo, los acontecimientos se habían precipitado de tal manera, que ahora, escondido tras la furgoneta, en plena noche y con un cerdo, la situación se le antojaba tan cómica como angustiosa.
ResponderEliminarEncendió un cigarro mientras sopesaba sus opciones. Volver al taller con el marrano suponía mantener su condena a muerte, nadie en el trabajo comprendería sus razones. Se imaginó a sí mismo aventurándose a patear la ciudad y guardarle a las afueras. Su cuñado Andrés tenía un pequeño huerto, no muy lejos de aquí, en el barrio de pajarillos. Podría encerrarle en la caseta, donde se guardaban las herramientas, pero el sólo hecho de verse caminando y tener la mala fortuna de tropezar con un vecino, o peor incluso, la benemérita, le hizo sentir un escalofrío. Había que sacar a Durruti de la calle y había que hacerlo sin ser visto.
En estas estaba Martín, cuando las luces de un vehículo acercándose calle arriba le sacaron de sus divagaciones obligándole a agacharse de nuevo tras la furgoneta. El camión de la basura le rebasó y se detuvo a diez metros de distancia. De inmediato un operario que viajaba haciendo equilibrio en la parte posterior y el chofer, se acercaron a la fila de contendores. Uno por uno los acercaban al camión y activaban el mecanismo que vaciaba su contenido en el interior, haciendo con ello tanto ruido que las jornadas en el taller a su lado eran el silencio en mayúsculas. Cuando finalmente el último contenedor regresó a su posición original y el camión prosiguió su ruta, Martín pudo respirar tranquilo. No fue mucho aire. Al incorporarse de nuevo pudo comprobar que Durruti, ya no estaba...
Lo primero, claro, era escapar de su precario escondrijo sin levantar las sospechas de cualquier transeúnte despistado que pudiera pasar cerca del taller. Cierto es que ni la hora, tardía ya, ni el tiempo, frío y neblinoso como sólo los que se han criado en la árida meseta castellana saben, invitaba al paseo, y apenas alcanzaba a ver a alguien deslizarse por los charcos de luz que ofrecían las cuatro farolas salpicadas del barrio. A quien Martín no quería ver ni en pintura, claro, era a su colega de matanza Pascual, a quien, loco de furia, todavía escuchaba gritar dos calles más allá.
ResponderEliminarAl pobre Martín se le presentaban pocas opciones. Por supuesto, acercar a Durruti hasta la pensión en la que por entonces vivía no era una de ellas. Bastante tenía con que la propietaria, Doña Encarna, le permitiera alojarse bajo su techo por apenas cuatro perras, simplemente por el hecho de compartir pueblo en la vecina Palencia y parentescos de los que no alcanzan galgos, como para presentarse ante ella con un cerdo bajo el brazo.
Su primo Genaro le ofrecía más seguridad. Fue él quien le animó a venirse a la ciudad y dejar atrás un campo que por entonces empezaba a morir. Había sabido prosperar en poco tiempo, desde la época en la que se ganaba la manutención y unas monedas como chico de los recados de la tienda de Don Eusebio. Ahora era Genaro el que dirigía su propio negocio y alardeaba ante los suyos de su fino olfato comercial.
El padre de Pirelli guiaba al gorrino con una soga que había arramblado del taller y dirigía sus pasos a casa de su primo cuando una voz a sus espaldas le conminó a detenerse.
Al día siguiente era domingo, pero nada le garantizaba que los compañeros quedaran allí mismo un día de guardar para hablar de lo ocurrido. Lo primero era esconder a Durruti en lugar seguro, y para ello necesitaba un sitio discreto, lo suficientemente alejado del barrio como para que el cerdo no despertar a media vecindad con sus gritos en cuanto le entrara hambre y, si era posible, con comida a mano para que el cochino fura tirando. Y con esas características el único lugar que se le ocurría era el huerto de Paco, el compañero, que tenía la suerte de tener un terrenito en La Rubia. Él mismo le echaba una mano, para ganarse una recompensa en especias, cuando venía la época de recoger algo. Y ese año había sembrado una parte de remolacha que acababan de quitar apenas dos semanas antes. A buen seguro que alguno habría quedado entre los terrones. Hasta marzo Paco no volvería por allí a preparar el terreno de nuevo.
ResponderEliminarEl destino de Durruti, a corto plazo al menos, estaba resuelto. Dibujó en su cabeza los posibles caminos para llegar allí. Mientras, pensaría cuál iba a ser el suyo propio, porque presentarse por el taller el lunes no parecía viable. Haciendo mil cábalas llegó a la parcela, abrió la cancilla y se encaminó hacia la caseta en la que Paco guardaba los aperos. Se paró en seco a pocos metros: había luz dentro.
Martín se acercó sigilosamente, rezando para que Durruti no gruñera, y se asomó con cuidado por la ventana. Allí estaban cuatro de los seis compañeros del taller, y el otro que faltaba era Pascual. Se pegó a la pared de la caseta, espalda contra barro, y pegó la oreja al marco de la ventana.
-“La única solución es fingir un accidente en el taller”