jueves, 8 de abril de 2010

Durruti corría calle arriba con bastantes pocas posibilidades de éxito. Sus patas no estaban preparadas para transportar a demasiada velocidad sus casi 150 kilos de peso, y mucho menos para enfrentarse al maratón que suponía escapar de todos sus seguidores. Martín, Pascual y las monjas ganaban terreno, incluso sor Genoveva lo hacía. El cerdo pensó que un lugar con obstáculos era más seguro que un espacio abierto, así que cuando logró alcanzar el Arco de Ladrillo se encaminó, vía férrea adelante, hacia la estación. Vagones en vías de servicio y edificaciones varias podían darle cobijo o, cuando menos, ponérselo más difícil a sus perseguidores.

La estrategia funcionó durante un rato. Durruti desapareció y matarifes y religiosas se miraban desconcertados. No sabían si debían buscarlo entre todos o separarse para ver quién daba antes con él. Lo segundo era más rápido, pero además de que suponía dividir fuerzas exigía un ejercicio de confianza en el prójimo que nadie estaba dispuesto a llevar a la práctica.

En esas estaban cuando escucharon una algarabía que incluía los gruñidos de Durruti y varias voces aguardentosas y de pronunciación poco definida. Tres borrachos asomaron por detrás de un vagón sujetando al cerdo, entre risas y juramentos. Cuando levantaron la cabeza se encontraron de frente con un muchacho que miraba al cerdo fijamente, un hombre armado con un cuchillo y los ojos inyectados en sangre que los miraba a ellos fijamente y tres monjas, la Superiora, sor Genoveva y sor Virtudes, que miraban a Martín y a Pascual fijamene conminándoles a recuperar al marrano.

-Señores, devuelvan ese cerdo a la Santa Madre Iglesia – dijo la Superiora-.

-Hermana, este cerdo lo acabamos de encontrar deambulando por las vías, sin dueño. Ahora es nuestro.

El borracho que hablaba perecía repentinamente lúcido.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:05 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. Traviesas, Soplete y El Llamas, los tres maquinistas de RENFE desde sus ojos blancos en sus caras negras de carbón y con

    Durruti a su lado miraron fijamente a los contrarios que les reclamaban el hallazgo.

    Soplete repitió –Este animal, que sin el menor genero de dudas es un cerdo u cerda, nos lo hemos encontrado en nuestro

    “terreno”. ¿Se me entiende? – Se agachó y tomó del suelo una llave de apretar las tuercas de las ruedas de los vagones.

    - Ninguna- dijo Pascual a pesar del pisotón del de la superiora -¡ Pero podríamos negociar!.

    - En este asunto sin comenzar la negociación se ha cerrao – dijo Traviesas. –¡¡Aire que es tarde!! Solo una ultima cosa, ¿

    Cómo se llama el objeto de la discusión?

    - Durruti – con voz temblorosa dijo Martín.

    Los tres operarios de RENFE fruncieron el ceño, enseñaron sus dientes y cerraron sus puños.

    - ¿Cómo? Repita

    - Durruti – Esta vez más bajo aún.

    -¿Han puesto el nombre de tan insigne luchador a un cerdo u cerda? El que quiera al animal que se acerque a por el…- dijo

    levantando la llave.

    Más bien todo lo contrario, los cinco echaron a correr como alma que lleva el diablo.

    Los tres operarios de RENFE se fueron partiendo el alma de la risa hasta la nueva casa del animal que decidieron fuera la

    caseta del paso a nivel de la Pilarica, allí al lado de la huerta, donde tantas veces habían enterrado los carnés de la CNT.

    Durruti marcaba el paso y ellos dirigían su destino.

    El camino era largo, la recompensa espléndida y el escondite de lujo. Y si la cosa se complicaba, alguna vaquería de la

    Pilarica, acogería con gusto semejante trofeo.

    Tan solo quedaba una cosa, en la que los tres coincidían: desde ese mismo momento el cerdo cambiaba de nombre y pasaba a

    llamarse Claudillo. Las risas se oyeron en Renedo. Y echaron más “carbón a las máquinas”. Llagaban al paso a nivel... Allí

    vivía la viuda Lola, y allí le esperaba “el palacio” a “Claudillo”.

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  2. Pascual y Martín comenzaron a avanzar lentamente, sin ser apenas conscientes de ello. El uno, sin soltar el enorme cuchillo con el que pretendía, en realidad, llegar al corazón del cerdo en cuanto lo tuviera de nuevo en un banco y a su merced. El otro, con la mirada de quien se siente furioso, engañado y solo, rodeado de personas incapaces de entender que Durruti era mucho más que dos jamones, dos paletillas y un botillo. Pero fue la Madre Superiora la que se acercó a buen paso a los tres hombres que mantenían agarrado a Durruti y así, de arriba abajo a pesar de su escasa estatura, les clavó una mirada gélida que no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones:

    -“Ese cerdo pertenece a las Hermanas de la Cruz y si no lo devuelven inmediatamente estarán ustedes cometiendo un robo, que además de un delito es un pecado capital. Yo misma en persona me encargaré de denunciarles a la Guardia Civil por robar a un convento y, acto seguido, poner en conocimiento del Obispado la situación para que todas las parroquias de Valladolid les pongan en vergüenza pública el próximo domingo en sus respectivos sermones. Así que ustedes verán”.

    La monja había soltado el discurso sin levantar la voz y en un tono que podría calificarse de dulce. Pero ni los vapores del alcohol fueron capaces de infundir a los tres amigos de correrías el valor suficiente para contradecir a la monja. Había algo en su expresión, en su mirada, que no dejaba otra opción que la de seguir sus órdenes.

    Los brazos de los borrachos, que ya no lo estaban tanto, fueron relajándose poco a poco, hasta que Durruti pudo comenzar a andar sin impedimentos.

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  3. El primer deseo de Martín fue el de abalanzarse contra quien acababa de secuestrar al animal. La idea no parecía del todo descabellada. Aunque el padre de Pirelli no era por entonces ni la mitad del corpulento e intimidante hombretón en el que se convertiría, ya destacaba por su arrojo y por su pelea constante contra las injusticias, algo que le proveería no pocos inconvenientes. El borracho, por su parte, flaco, andrajoso y entrado en años, no parecía un rival de altura.

    De momento prefirió dejar la acción para más adelante y optó por la menos expeditiva táctica de la amenaza.

    -Devuélvenos el cerdo o te vas a acordar toda la vida de la que te vas a llevar. Y tus amigos de botella también.

    La discusión amenazaba con alcanzar cotas verdaderamente peligrosas. Sorprendía, por cierto, que en ese ambiente repentinamente tabernario las tres monjas se movieran con una soltura y una naturalidad pasmosas. En especial la Madre Superiora, plantada delante del captor del cerdo que llevaba la voz cantante y a quien, harta de la situación, había levantado su pía mano en gesto amenazante.

    En medio de la confusión, una voz se impuso al gallinero en el que se había convertido la escena. Uno de los mozos de la estación hacía su ronda matutina en busca de los borrachos y vagabundos que ocupaban los terrenos anexos para espantarlos, al menos durante unas pocas horas. Lo que vio al acercarse al oxidado vagón que había servido de refugio al trío de amigos del vino escapaba a todo lo que podía imaginar.

    -¿Se puede saber qué está pasando aquí? ¿Y qué diablos hace un cerdo en medio de las vías?

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  4. Las palabras del borrachín desconcertaron por un segundo a la Madre Superiora, pero recuperó su entereza e implacable,

    aunque con tono conciliador, se dirigió de nuevo a su interlocutor.

    -Este cerdo acaba de escapar de nuestro convento y si no lo devuelves ahora mismo condenarás tu alma. Tus pecados no te

    serán perdonados.

    El hombre que bien hubiera podido alimentar a su prole de cinco hijos durante todo el invierno con las carnes de Durriti,

    enseguida comprendió que no había nada que hacer. Nadie osaba, en esos tiempos, enfrentarse a la Iglesia. Así pues, a

    regañadientes soltó a Durriti y lo mismo hicieron sus compadres.

    -Todo suyo hermana- dijo, mientras se santiguaba y hacía una pequeña reverencia.

    El marrano no desechó la oportunidad de luchar por su libertad a pesar de estar exhausto y reemprendió su huida. Martín,

    Pascual y las tres monjas se disponían a salir tras él cuando la providencia pareció hacerle un guiño a Durriti.

    En ese instante, apareció el secretario del Obispo que al ver a las religiosas en semejante situación quedó horrorizado. El

    amanuense no daba crédito a lo que acababan de ver sus ojos: la madre superiora colorada del sofocón y con la falda

    arremangada enseñando más de lo que el decoro aconsejaba; sor Genoveva sin toca, con su corto cabello rojo ensortijado

    mojado del sudor y blandiendo una hogaza de pan amenazante y junto a ellas sor virtudes, que parecía no haber dormido en

    toda la noche y para más Inri estaba acompañada de un muchacho sucio y con apariencia de temer algo. El hombre las miraba de

    hito en hito sin dar crédito e intentando comprender qué razón había llevado a las hermanas a protagonizar tal estampa.
    Las monjas quedaron rezagadas dando explicaciones. Martín y Pascual iban ya en busca de Durruti.

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  5. El espectáculo era digno de verse. Martín atizaba a uno de los borrachos hasta dar con él en tierra, y otro estaba en el suelo bajo una montaña de monjas que lo mantenían inmovilizado. La parte más seria de la pelea era la que mantenía a Pascual enfrentado a su oponente, ahora completamente sobrio y con ganas de pegar una mojada al que parecía el cabecilla del peculiar grupo.

    - “Chaval, que te vas a hacer daño”.

    - “Devuélvenos al cerdo. Llevamos casi un año cebándolo como para que ahora os quedéis con él” –replicó Pascual-.

    Continuaron uno frente a otro, inclinados y con los cuchillos apuntando hacia delante. Los músculos tensos y las pupilas dilatadas. Estudiando al rival, buscando una oportunidad para encontrar su cuerpo, amagando pinchazos y al tiempo tratando de no meter el pie entre las traviesas y dar ocasión al enemigo…

    Pero la pelea se desinfló rápidamente al grito de Martín: “¡Eh, que Durruti se ha escapao!”.

    Y efectivamente, en el tumulto, el cerdo, que había espabilado en el último día todo lo que no había necesitado a lo largo de su vida, se había escabullido vías adelante. No había ni rastro de él.

    Ahora el desaliñado grupo reanudaba la búsqueda, con las tres nuevas incorporaciones. Por el momento la discusión sobre la propiedad del cerdo había quedado en el aire. Y eso que se ahorraron, porque ninguno de los siete volvería a ver a Durruti vivo…

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