martes, 20 de abril de 2010

Estaba claro que con Canales poco se podía hacer. Afortunadamente para todos, llegaba casi seguido del resto de los compañeros, todos preocupados por el destino de Pascual, Martín y Durruti, que no daban señales de vida desde la noche anterior y quien más quien menos se hacía mil preguntas. Ni los peor pensados podían creer que los elegidos por la fortuna como matarifes hubiesen huido con el marrano sin más, pero el hambre podía ser muy traicionera. Verlos allí, con el cerdo, resultaba tranquilizador, aunque no respondía, por el momento, a ningún interrogante.

-A ver, un poco de tranquilidad- dijo Pascual-. Nos hemos pasado Martín y yo toda la noche persiguiendo a este cerdo y ahora tenemos dos opciones: o seguir con el plan inicial o venderlo y sacarle unos buenos cuartos.

El resumen de lo sucedido incluía una mentira, aunque fuera por omisión de datos, pero no estaban las cosas como para empeorarle la situación a Martín. Lo que urgía ahora era convencer a todos de que la venta de Durruti era más beneficiosa para todos que su sacrificio. Allí, en medio de la calle como estaban, se trató la cuestión. ‘Canalón’, al final, paso por el aro.

-Muy bien, señorita. El cerdo es suyo. Ese caballero avala el trato por su parte.

Pascual, tras dar el buen provecho, tendió la mano hacia Cristina.

-Señor, no puede vender algo que no es suyo –pronunció una voz femenina a sus espaldas.
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 14:00 5 continuaciones finalistas

5 comentarios:

  1. El gesto de Pascual se desencajó, una vez más, al escuchar a quien parecía ser la Madre Superiora frenar un trato que ya estaba rematado.
    Habían perdido de vista al bando religioso de la persecución de Durruti en medio del Campo Grande. Las tres monjas y el secretario del Obispo habían seguido una dirección errónea y habían desaparecido en los senderos del parque. Y prácticamente se habían olvidado de ellos hasta ahora, en los que no podían precisar si la Providencia o un fino olfato para localizar cerdos huidos los habían puesto de nuevo en el camino correcto.
    Lo peor para los legítimos propietarios de Durruti -por cuanto habían sido ellos quienes lo habían alimentado y ofrecido una plácida vida hasta entonces- era la compañía con la que se habían presentado las monjas.
    -Ya lo están viendo. Estos hombres no sólo han sacado al animal de nuestro convento gracias a artes poco claras sino que ahora quieren venderlo y obtener un buen dinero. Dinero que en todo caso debería estar destinado al Obispado, puesto que suyo es el cerdo.
    Martín, indignado, cortó la sarta de mentiras de la Madre Superiora.
    -El cerdo es nuestro y ustedes lo saben. Si se escapó del convento es porque yo mismo lo llevé. Tía, se lo suplico, diga la verdad.
    Sor Virtudes improvisó una media sonrisa y trató de apaciguar a su sobrino con, lógicamente, escasa eficacia.
    -Pero hijo, ¿no véis que esta es la mejor solución para todos? ¿O es que no queréis colaborar con nuestra Iglesia y con nuestro Obispo?
    En medio de una discusión condenada al fracaso, la pareja de guardias que acababan de hacer su entrada en compañía de las monjas se hizo con el mando de Durruti.

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  2. - Este cerdo pertenece a la congregación de las Hermanas de la Cruz- continuó la demacrada imagen de la Madre Superiora, con la cara ligeramente descompuesta por el ajetreo de aquella jornada. -Y el que ose negarlo se verá condenado a la excomunión. Y tampoco admitiremos limosnas a cambio.

    Todos, salvo Martín y Pascual, se miraron perplejos, sin comprender aquella irrupción de un grupo de monjas y del amanuense del obispo. Y menos la firme sentencia que acababa de pronunciar la que parecía la abadesa.

    Los empleados de Carrocería Molina comenzaron a rezongar, pese a la amenaza de la monja, sin concebir por qué aquella religiosa reclamaba la posesión de un cerdo que llevaba meses conviviendo con ellos, al que quisieron ajusticiar y por el que al final, y previa votación, habían llegado a un acuerdo monetario con la señorita adinerada de cabellos rubios y ojos azules.

    De pronto, se vieron todos agarrando del dogal que pendía del cuello de Durruti, cual soga-tira, como si de aquella pugna resultase como ganador el legítimo dueño del cerdo.

    Don Miguel carraspeó con fuerza, en ademán de hacerse oír entre semejante gallinero. Aquel era un claro ejemplo del pueblo llano de Castilla, en el que no se sentía ni mucho menos extraño, sino más bien le gustaba mezclarse, y que tantas veces relataría en sus novelas. Adoptó porte diplomático y con un tono rayano lo ceremonial, procedió a disertar un argumento que satisfaría los intereses de los presentes.

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  3. Todos se giraron sorprendidos. La voz de la Madre Superiora de las Hermanas de la Cruz era tan serena como firme. Suave y fría como el cristal, era igual de transparente y dejaba ver el tremendo cabreo que acompañaba a la monja desde que, unas 12 horas antes, Martín llamara a la puerta de su convento para pedir asilo para un cerdo. A Don Miguel y a Cristina la aparición repentina de la monja, que llegaba acompañada del secretario del obispo, no les pilló de sorpresa, puestos en antecedentes como estaban. Canales y los demás compañeros del taller, sin embargo, tras mirar de hito en hito a la hermana y al cura giraron la cabeza hacia Pascual y Martín pidiendo explicaciones. Fue Martín el encargado de salir al paso, con el aplomo del que siente que alguien intenta aprovecharse indebidamente de una situación.

    -Hermana, yo llamé a su puerta anoche pidiendo asilo para este cerdo y para mí. Y mientras echaba una cabezada, ustedes decidieron darle muerte. Yo no lo llevé allí, como bien sabe, para sacrificarlo, sino para salvarle la vida. Y ahora usted se llama a la propiedad del marrano. Claro que Durruti es nuestro, de todos los compañeros de Carrocerías Molina, y hemos decidido vendérselo a esta señorita.

    La Superiora apretó la boca y respiró hondo. No estaba acostumbrada a que nadie le replicase, y mucho menos un muchacho que poco antes había pedido su ayuda. Canales y los demás acababan de enterarse, por fin, del resto de la historia. Todos ellos pensaban en ese momento que Martín era un insensato, pero se imponía defender a Durruti del clero. Ya habría tiempo más tarde para reproches.

    -Disculpen, -intervino Don Miguel-. Sé algo de Derecho y puedo decir que…

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  4. Tarde o temprano, las Hermanas de la Cruz tenían que reaparecer. La situación era más que incierta, porque la Madre Superiora no parecía muy dispuesta a dar su brazo a torcer y, además, ponía patas arriba el trabajado acuerdo de todos los compañeros de Carrocerías Molina.

    -¿Cómo que este cerdo no es nuestro, hermana? –Preguntó Canales-

    -Estos dos hombres llegaron ayer noche con él al convento, uno antes y otro después. Uno, huía con el marrano pidiendo asilo y el otro llegó buscándole. Al segundo le pedimos ayuda para sacrificarlo, y en esas estábamos cuando se escapó de nuevo.

    -¡Yo no llegué al convento con Durruti para regalárselo a ustedes! –exclamó Martín.

    -Y cuando ustedes me dijeron que sí, que Martín y el cerdo estaban en el convento, y yo les expliqué que el muchacho y el cerdo habían desaparecido en el momento de sacrificar al segundo, en ningún momento me dijeron que el hecho de hacer en su claustro la matanza implicaba la donación del marrano –prosiguió Pascual-

    -Yo no tengo la culpa de su malentendido, buen hombre. El muchacho llevó el marrano al convento y usted convino en ayudarnos a sacrificarlo.

    -Madre, hemos estado cebando a este cerdo casi ocho meses. No puede decir que es del convento.

    -¿A no? ¿Y cómo podemos saber que lo han cebado ustedes?

    La mirada de la Madre Superiora no dejaba lugar a dudas. Puestos a demostrar, ella tenía las de ganar.

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  5. -¡Qué sabrá usted de a quién corresponde vender el cerdo! -exclamó furioso Pascual antes de girarse para comprobar de qué boca provenía semejante afirmación. No podía creerse que terminar con un cerdo, bien pasándolo a cuchillo, bien sacando un fajo de billetes por él, fuese tan complicado.
    Como no podía ser de otra manera, al darse la vuelta distinguió los hábitos inconfundibles de las tres monjas con las que habían iniciado hacía un buen rato la insólita persecución de Durruti.
    -Mire hermana, no quiero tener más problemas de los que ya nos ha acarreado el cerdo. Llevo un día detrás del marrano y nadie me va a decir ahora lo que puedo o no puedo hacer con él. Ni las Hermanitas de la Cruz ni el mismo Cristo aunque baje a reclamar también al bicho.
    Don Miguel y Cristina, ajenos a la nueva discusión que acababa de comenzar, no salían de su asombro ante la presencia del trío de religiosas.
    La muchacha intervino para tratar de calmar el volcánico ambiente que comenzaba a gestarse.
    -Escuchen, no sé de quién es el cerdito. He creído que era de estos señores y por eso estaba dispuesta a comprárselo. Pero estoy dispuesta a abandonar mi propósito si me aseguran que me encuentro en un error.
    La voz de Martín, muda hasta el momento en todo el trato por Durruti, sonó como un aldabonazo entre el cada vez más concurrido corrillo que pugnaba por la propiedad del animal.
    -El cerdo se vende y se acabó.
    La mirada de desafío que lanzó a su tía y a las otras dos monjas no dejaban lugar a dudas.

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