El segundo golpe de aldaba retumbó en las estancias en las que pernoctaban las hermanas. No era la primera vez que algún grupo de borrachos soliviantaba la paz de la congregación. Las tascas habían proliferado en el barrio al calor del peculio ferroviario. Sor Remedios abrió la portilla para cerciorarse de que se trataba una vez más de una gamberrada de embriaguez. Para sorpresa suya se topó con el rostro imberbe de un adolescente espigado y contrahecho, y cuya expresión facial aterrada le causó curiosidad.
- Ave María, purísima.
- Sin pecado concebida, madre. Necesito urgentemente ver a Sor Virtudes. Es un asunto familiar.
El postigo se cerró, se oyeron pasos alejarse y no se escuchó en minutos nada más que los juramentos próximos de Pascual. La aventura parecía tocar a su fin. “Durruti las tropas enemigas se ciernen sobre nosotros y la retaguardia nos ha abandonado”.
En esas estaba cuando la portilla mostró el semblante níveo de Sor Virtudes.
- Martín, ¿qué haces aquí a estas horas?
- Tía, necesito que me abras inmediatamente. Es cuestión de vida o muerte.
En todo momento el escueto ventanillo enrejado favoreció el camuflaje de Durruti, fuera del alcance de su ángulo visual. En cuanto el cerrojo quejumbró, Durruti aprovechó para colarse por el primer resquicio que le concedió el portalón, con ímpetu, no en vano la vida que estaba en juego era la suya.
Una vez dentro, asistió sorprendido a un grupo de espectadoras enfundadas en amplios camisones blancos, igualmente estupefactas ante su presencia. Sonrisas histéricas, carreras de gritos alterados.
- Este cerdo debe salir inmediatamente del convento.- conminó una voz autoritaria surgida del epicentro del alboroto.
Durruti y Martín adoptaron miméticamente y al unísono idéntica mirada conmiserativa, buscando aplacar la rudeza de corazón de la que supusieron Madre Superiora.
- Ave María, purísima.
- Sin pecado concebida, madre. Necesito urgentemente ver a Sor Virtudes. Es un asunto familiar.
El postigo se cerró, se oyeron pasos alejarse y no se escuchó en minutos nada más que los juramentos próximos de Pascual. La aventura parecía tocar a su fin. “Durruti las tropas enemigas se ciernen sobre nosotros y la retaguardia nos ha abandonado”.
En esas estaba cuando la portilla mostró el semblante níveo de Sor Virtudes.
- Martín, ¿qué haces aquí a estas horas?
- Tía, necesito que me abras inmediatamente. Es cuestión de vida o muerte.
En todo momento el escueto ventanillo enrejado favoreció el camuflaje de Durruti, fuera del alcance de su ángulo visual. En cuanto el cerrojo quejumbró, Durruti aprovechó para colarse por el primer resquicio que le concedió el portalón, con ímpetu, no en vano la vida que estaba en juego era la suya.
Una vez dentro, asistió sorprendido a un grupo de espectadoras enfundadas en amplios camisones blancos, igualmente estupefactas ante su presencia. Sonrisas histéricas, carreras de gritos alterados.
- Este cerdo debe salir inmediatamente del convento.- conminó una voz autoritaria surgida del epicentro del alboroto.
Durruti y Martín adoptaron miméticamente y al unísono idéntica mirada conmiserativa, buscando aplacar la rudeza de corazón de la que supusieron Madre Superiora.



-“Con todo respeto, madre, creo que deberíamos pensárnoslo”, intervino rápidamente sor Benigna, la hermana cocinera.
ResponderEliminarMartín, que no sabía cuál era la tarea en el convento de la última monja que había hablado, quiso ver un resquicio de esperanza en la disensión. Las demás miraron a sor Floripes estupefactas por su atrevimiento y tan esperanzadas como el padre de Pirelli, aunque por motivos muy distintos. Todos aguardaban sin respirar a que la Madre Superiora se pronunciara, pero el sonido que pudieron oír en aquel momento fue muy distinto: la aldaba sonaba de nuevo, y ahora acompañada de una voz airada que no pedía, exigía que le abriesen la puerta.
Fue la superiora quien se encaminó directamente a la puerta.
-“¿Dónde está ese hijo de…”?, dijo Pascual gritando mientras trataba de mirar dentro por encima de los hombros de la monja.
A duras penas había logrado comerse el final de la frase ante la mirada de la única hermana de aquel convento, y posiblemente de todos los del mundo, que jamás se presentaba ante nadie sin su toca puesta y, por supuesto, era la única del grupo que aquella noche había cubierto su camisón con el hábito, perfectamente colocado, como si acabara de arreglarse para rezar maitines. Años después Martín supo que sor Sonia había estado en boca de la congregación entera cuando, siendo aún una niña, ingresó en el convento y se negó rotundamente a cambiarse el nombre, por lo que conservaba el que recibió en la pila bautismal. Cómo lo consiguió era un misterio.
-“Ave María Purísima. Aquí el único hijo de alguien que habita es el del Señor. Y como supongo que no es el que usted busca, ya se puede ir con viento fresco a refrescar los vapores del aguardiente que, sin duda, ha estado usted bebiendo”.
La mirada de sor Sonia no admitía réplica.
-“¡Por favor, hermana, déjeme explicarme!”, saltó Martín, mirando un instante a su tía, para que le echara un capote, y sin saber muy bien si esa era la forma correcta de referirse a quien, efectivamente, era la Madre Superiora.
ResponderEliminar-“Sí, madre. Tal vez ocurra algo grave. Este cuitado es mi sobrino Martín, y muy apurado debe de encontrarse para llamar a nuestra puerta a estas horas”.
-“Si por usted fuera, sor Virtudes, daríamos alojamiento aquí a todos los borrachos que noche tras noche llaman a nuestra puerta solo por diversión. Si no fuera tu sobrino inmediatamente salían de aquí él y su cerdo. ¿Qué tienes que decir, muchacho”?
-“Verá madre. Este cochino llegó al taller de gurriato y lo hemos estado engordando para hacer la matanza. Pero, cuál sería mi sorpresa en el momento del sacrificio, que en el mismo momento de ir a clavarle el cuchillo mi compañero tropezó con el banco, el cerdo se puso en pie desligándose no se sabe cómo de sus ataduras y una luz clara entró por el ventanal del taller. Yo creo que era una señal y que este cochino es capaz de hacer milagros”.
La Madre Superiora le miró atónita. Como si fuera capaz de leer la mente de Martín, comprendió enseguida lo que el chico pretendía. El muy farsante la tomaba por idiota. ¿Sería capaz alguien de tomarle tanto cariño a la comida antes de muerta? Le parecía imposible, pero la mirada del rapaz no mentía, aunque sí sus palabras.
-“Extraño emisario, el que nos envía el Señor, para ayudarnos a fortalecer nuestra fe”, dijo mirando hacia el pasillo que conducía a las celdas de las novicias. “El cerdo, de momento, se queda en el cobertizo del huerto, a la espera de un lugar más apropiado. En cuanto a ti, muchacho…”.
Martín intervino rápidamente. Suplicó audiencia, la obtuvo con la ayuda de su tía, sor Virtudes, y resumió a las monjas su situación y, sobre todo, la de Durruti, en pocas palabras. Las justas para que, al menos, se mantuviese la incógnita de qué hacer con ambos visitantes cuando Pascual hizo su aparición en escena. La única salida imposible era, de momento, entregarlos a ambos a un energúmeno que se presentaba en el convento armando más jaleo que todos los borrachos juntos de las últimas cinco noches, juramentos de todo tipo incluidos.
ResponderEliminarEntre la Madre Superiora, que salió a imponer su autoridad, y la novicia que había estado de guardia esa noche en el torno, por si alguien dejaba algún bebé, lograron echar a Pascual de las puertas del convento y convencerle, de paso, de que allí no habían llegado nadie pidiendo asilo y mucho menos acompañado de un cerdo.
Resuelto el escollo del mecánico, quedaba el más importante: qué hacer con el padre de Pirelli y con Durruti. Y ahí la Madre Superiora, sor Angélica –le había parecido demasiado pretencioso cambiarse el nombre del mundo por el de sor Ángela, la fundadora de la congregación-, tenía la máxima responsabilidad.
-“Vamos a ver, hijo, ¿tú que sabes hacer?”
-“Lo que tengáis a bien mandarme, madre. Aprendo lo que haga falta. Hasta ahora he estado, como he dicho, en un taller mecánico, por lo que cualquier máquina con motor o herramienta que requiera tratar el hierro o la chapa la puedo arreglar. Lo demás puedo ir aprendiéndolo”.
-“No nos vendrá mal la ayuda de un brazo fuerte. Te alojarás con el don Gervasio, el párroco, así evitaremos revuelos innecesarios entre estas paredes. En cuanto al marrano, acabamos de hacer la matanza en el convento, así que tu… amigo… tiene un año de indulto. El San Martín del año que bien ya se verá”.
La algarabía cesó. Al fondo del vestíbulo, en la entrada a un pasillo estrecho, emergió, efectivamente, la figura de la Madre Superiora. Sor Anunciación. La rectora infalible del convento de las Hermanitas de la Cruz. Las ciento veintisiete monjas que convivían bajo aquellos muros de piedra gruesa respetaban sus órdenes sin rechistar. Por dos motivos. Porque era una mujer dura, árida, de trato difícil y convicciones profundas, capaz de decirlo todo con un simple movimiento de ojos o un arqueo de cejas. Si hablaba para reprender a alguien lo hacía con argumentos pesados, que lastraban la resistencia de su interlocutor. Y el otro motivo era el milagro de Sor Anunciación. Un hecho asombroso que ocurrió muchos años atrás, cuando la vetusta monja era entonces una novicia.
ResponderEliminarNo le gustaba hablar de ello. “La modestia es una virtud, y el halago fácil debilita”, insistía siempre. Cuando todo ocurrió hacía pocos días que Sor Anunciación había dejado de ser Chon, o Chonita, como la llamaban familiarmente. Entró en el convento por necesidad. En su casa no se podían alimentar más bocas, así que su hermano Eugenio pasó a ser Fray Benito y ella, Sor Anunciación. A la semana de hacer los votos, llamaron a la puerta, tal como hoy, y en ella, abandonado, apareció un bebé envuelto en un capazo. Estaba amoratado, y apenas se le notaba un hilo de respiración. Sor Anunciación lo recogió en su regazo y lo llevó ante el Cristo de la capilla. Lo envolvió en una manta y lo alzó hasta que los labios de madera de la talla besaron la cara del niño. A los dos segundos, el bebé rompió a llorar y, poco a poco, recuperó el color.
Y ahora, en esa misma puerta, lo que se presentaba ante ella era un cerdo.
Acompañando a la voz, una figura enjuta, de manos nervudas y ojos sobresaliendo de las cuencas hizo acto de presencia en el vestíbulo. A su tono ronco le siguió el silencio más absoluto, incluido el de Durruti, que no osaba ni siquiera respirar. Ese esqueleto recubierto de piel y hábito era, efectivamente, la Madre Superiora, que miraba con desprecio al cerdo, con ira al intruso y con un interrogante a Sor Virtudes. Todo ello con esos ojos negros que remataban su aspecto cadavérico.
ResponderEliminar-Verá, Madre... -balbuceó Martín.
-Lo siento muchísimo, Madre -intervino Sor Virtudes, cortando el discurso de su sobrino con un tirón de manga muy efectivo.- Es mi sobrino, Martín. Sin duda debe haber una explicación para esto, ¿no deberíamos primero escucharle? No resulta habitual, desde luego, que un hombre y un cerdo llamen a las puertas de un convento a estas horas, así que deduzco que habrá una buena causa para ello.
La Madre Superiora, apenas un metro y medio de estatura pero con una presencia que cuajaba el aliento en el aire, apretó los labios. Diríase que iba a proferir un “¡Fuera de aquí!” que haría correr a Durruti hasta dejarse la grasa en el esfuerzo, pero en lugar de eso algo ocurrió. Una monja regordeta, de mofletes sonrosados y nariz respingona y echada para atrás, de asombroso parecido, visto así, con el gorrino que la observaba, se acercó a la Superiora. Tímidamente, le susurró algo al oído. La Madre Superiora relajó los labios e inclinó la cabeza levemente, como pidiendo más información. Y la regordeta volvió a hablarle despacio, bajito, en secreto. Mientras lo hacía, el resto de las monjas permanecía pie a tierra, sin mover una pestaña. Incluida Sor Virtudes. Y Martín, acobardado, se agachó y abrazó a Durruti por el cuello.