lunes, 7 de abril de 2014

El médico nos dijo que sería conveniente permanecer en observación al menos veinticuatro horas, a pesar de que las pruebas realizadas no mostraban en principio ningún tipo de lesión interna. Mi madre le dijo que por supuesto, mientras de manera sutil lo arrastraba hacia la puerta sin que él se diera cuenta. En menos de dos minutos lo tenía fuera del cuarto y estábamos solas.

—¿Vamos a quedarnos aquí el día entero?

—Me temo que no va a ser posible, pero ¿qué querías que le dijera? Trata de dormir un poco mientras yo salgo a ver como consigo un nuevo medio de transporte.

—¿Vas a dejarme sola? ¿Y qué hay de lo de la diana en el pecho?

—Por el momento creo que nadie sabe dónde estamos, aunque es probable que lo descubran pronto. Aquí no puede pasar nada porque es demasiado público y llamarían la atención. Aun así, cuando antes nos vayamos, mucho mejor. Luego podríamos tener problemas para salir.

—¿Por qué no llamas a Juan para que venga a buscarnos?

—Alba, Juan es tu hermano y mi hijo y lo quiero más que a mi vida, sin embargo debes saber que no va a sernos de ayuda. Avisarlo sólo le pondría en peligro y en una situación muy comprometida.

—No lo comprendo. Entiendo que no quieras que se arriesgue, pero no podemos seguir con esto solas.

—Es más que un riesgo. Tu hermano forma parte de ese otro mundo que yo esperaba que no llegaras a conocer. No puedo ponerlo entre la espada y la pared. En cambio, tienes razón en lo de no continuar solas. Vamos a dar un pequeño rodeo para contactar con alguien.

—¿Vas a decirme alguna vez dónde vamos?

—¿Qué quieres, unas coordenadas? No es importante el dónde, sino lo que hay allí.

La irrupción de una enfermera que venía a darme un analgésico interrumpió la conversación. La pausa fue aprovechada por mi madre para preguntar la ubicación de la cafetería y marcharse con un sencillo “ahora vuelvo, voy a buscarte algo para que repongas fuerzas”.

Ambas salieron y me quedé sola. Necesitaba un abrazo y abracé la almohada, aferrándome a ella como si fuera otro ser humano. No funcionaba. La ausencia de calor chocaba con mi frío interno. Miré el reloj. A esa hora Carlos ya debía de haber visto el email. Me pregunté cuál habría sido su reacción y si habría respondido al mensaje o salido a buscarme. ¿Suponía también él una amenaza como había insinuado mi madre? Aunque había prometido no pensar en ello, la tentación fue demasiado grande y quise comprobar el móvil por si había noticias al respecto. En ese momento caí en la cuenta de que mi bolso no estaba allí. ¿Lo llevaba en el coche o lo habría dejado en la casa? ¿Lo tendría mi madre?
Autor REDLATO CULTURATIC-FLV Fecha 15:59 3 continuaciones finalistas

3 comentarios:

  1. Mi antes amado e idolatrado esposo:

    Borra esa estúpida sonrisa, amor, porque NO, aunque lo parezca, esto... NO es un JUEGO. Sé que pensabas que ni siquiera intuía el verdadero motivo de tus salidas nocturnas, de tus reuniones de trabajo a deshora, de tus viajes de negocios en fin de semana... Tú y tu ego. Pero, aunque te parezca increíble, ésta, tu simple, confiada y atractiva esposa, guardaba un as en la manga.

    ¡Pobre iluso! Creías que con un ramo de rosas o una caja de bombones comprabas mi fidelidad y evitabas discusiones. He acabado revelándome como una buena actriz, ¿no crees? Aún recuerdo el regreso de aquel viaje a Mallorca, te hice sentir tan culpable que secaste mis lágrimas enjuagándolas en un collar de perlas. Una pieza única, exclusiva, por lo que he podido saber después. Sí, Carlos, sí, ha sido mi moneda de cambio. Con ella compré al detective más rastrero y vulgar de la ciudad, pero también el mejor, el más eficiente.

    Tengo fotografías tuyas entrando y saliendo de hoteles, casas particulares, mansiones, en el asiento de atrás de aquel Mercedes blanco, incluso sobre el contenedor de un inmundo callejón a la salida de una conocida discoteca, el que para ti fue un sábado cualquiera... Sí, cariño, sí, hasta ahí ha llegado mi perro de caza... Y, permíteme decirte que te ha pillado bien, a ti y a todas y cada una de tus fulanas, por muy alta que sea su alcurnia o muy azul su sangre. Eso en las imágenes no se ve, ¿sabes? Todas son igual de zorras.

    Tranquilo, no pido mucho. Firma la demanda de divorcio que recibirás en la oficina. No me sigas, no me llames, no me busques, no me provoques, porque no dudaré en hacerlo público. ¡Al carajo las apariencias, tu jefe, tus contactos, tu familia y la mía!, al mismo sitio donde tú has mandado nuestra relación, la confianza, los besos, los abrazos... Estoy harta de mentiras, de las tuyas y las mías. No te entretengo más, amor, firma los papeles y los esposos, hermanos, padres e hijos de tus ilustres amigas no recibirán mis imágenes; no firmes y serán portada de todas las revistas del corazón, ésas que tanto desprecias... Hasta nunca, mi ex amado esposo.

    ---

    Allí, abrazada a la almohada, mientras esperaba el regreso de mi madre, recordaba todas y cada una de las palabras de aquel mail. Lo envié el domingo de madrugada, uno de tantos en los que Carlos no había aparecido en casa. Sabía que hasta que no llegase a la oficina no abriría el correo electrónico y eso me daba unas cuantas horas de margen. Un margen que acababa de agotarse.

    Los pasos acelerados de mi madre al otro lado del pasillo, el sonido inconfundible de sus tacones, acompañados por otros nada familiares, me devolvió a la realidad de las últimas horas en el hospital.

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  2. ¡El USB! Creía recordar que la última vez había vuelto a depositarlo dentro del bolsillo izquierdo de mi pantalón. Busqué mi ropa, que encontré apoyada en una de las sillas de la habitación, pero allí no estaba. Tal vez con las prisas también lo había dejado en el bolso. El dichoso dolor de cabeza me impedía pensar con claridad. Decidí salir en busca de mi madre, pues la incertidumbre me impedía permanecer allí tumbada. Me levanté y comprobé que apenas estaba cubierta por una escueta bata azul hospitalaria, que dejaba al descubierto mi retaguardia.

    Miré por la ventana y pude ver como los rayos ocres del crepúsculo otoñal se deslizaban por los tejados de los edificios colindantes.

    Me vestí con mi ropa, y salí al pasillo. Necesitaba pasar desapercibida, consciente de que me arriesgaba a encontrarme con aquellos que pudieran estar buscándome.

    Pese a que las horas de visita debían de estar cercanas a su límite horario y que en breve llegaría el turno de las cenas, el corredor de la planta donde me encontraba se me antojó excesivamente tranquilo y vacío. Tan sólo percibí una enfermera tras su mesa al otro extremo del pasillo, entretenida con una revista y ajena a mi presencia. El silencio contrastaba con la idea preconcebida que tenía de los entresijos de un hospital, el mismo silencio que delataba una conversación al otro lado de la puerta que daba acceso a la sala de espera. Me acerqué con sigilo y me pareció escuchar la voz de mi madre, aunque no conseguía oír a ninguna otra persona.

    - Te vuelvo a decir que no tardaremos.- demoré apenas unos segundos en darme cuenta de que mi madre hablaba por teléfono.- Sí, lo tengo, pero no estoy completamente segura de su contenido…

    Tuve que pegar el oído a la puerta para escucharla con mayor nitidez, pues el tono de sigilo con el que hablaba apenas me permitía discernir lo que decía.

    - Me costó convencerla… Sufrimos un percance… - intuí a intervalos, pues cada vez notaba que su voz se alejaba.

    Agarré el pomo de la puerta y cuando estaba a punto de abrirla, sentí un brazo aferrarme por el vientre, y una mano que ahogaba el grito que pugnaba por salir de mi garganta, presa del pánico, mano que envolvía un pañuelo que desprendía un olor dulce y agradable. Noté como el pasillo se difuminaba, hasta fundirse, como tantas ocasiones viera en las películas, en negro.

    Eché de menos su brazo al entrar en la iglesia. Giré la cabeza y supe por el gesto conmiserativo de mi hermano, que intuía lo que pensaba. Me hubiera gustado que estuviera allí conmigo, pero el infortunio me privó de su presencia, o al menos eso siempre había creído. La segunda carpeta del USB demostraba lo contrario…

    Le escuché llamarme mientras yo corría por el parque, escondiéndome pícaramente tras los árboles. “Alba, Alba, Alba…” susurraba el viento en la distancia.

    Cuando desperté, unos ojos color miel me contemplaban con ternura.

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  3. La cabeza me repiqueteaba en las sienes, como si allí compitieran por saber quién golpea más fuerte. Me palpé el cuerpo por debajo del horrendo camisón de hospital. No encontré nada preocupante, tan sólo me alarmaba el zumbido de las estentóreas máquinas que me tenían atrapada entre sus cables y ventosas. Después me toqué la frente y comprobé que ahí es dónde había recibido por partida doble el golpe con el parabrisas. Un aparatoso apósito cubría la pequeña avería…

    Una sensación de inquietud que me revolvía las entrañas comenzaba a apoderarse de todo mi ser. Sin saber de dónde me venía la orden, me incorporé en la cama y me desenganché de aquellos ominosos aparatos. Toqué el frío terrazo con los pies descalzos. El olor a lejía lo invadía todo. En mi cerebro se repetían un par de palabras de un modo machacón: “mi bolso”, “mi bolso”. Anduve hasta el armario empotrado de la habitación. Al abrir la oblonga puerta sólo vi en el interior mi ropa colgada. Mi bolso no estaba allí, y por supuesto, ni mi teléfono ni el USB con las pruebas.

    Me acerqué a la ventana con una sensación de pesadez sumada al persistente dolor de cabeza. El enorme vidrio me mostró una escena que provocó que mi corazón ejecutara un doble tirabuzón sin red. Divisé con mis ojos, ya acuosos, como charlaban de un modo amigable y hasta jocoso, mi madre con… Carlos, sí, Carlos, mi todavía esposo, causante de infinidad de sinsabores y alguna que otra pizca de felicidad y placer, aparecía de nuevo. La altitud del quinto piso les mostraba más pequeños, más vulnerables e incluso más humanos. Él reía con soltura enseñando esos dientes tan blancos, dientes de escualo asesino. Ella, mi madre, portaba el bolso y se lo ofrecía a él. Una ofrenda henchida de traición y decepción. Sentí como si me estuvieran fusilando, acuchillando a las puertas del Senado…

    Alguna fuerza superior e ignota izó la cerviz de Carlos hacía mi ventana. Mi mirada se encontró con la suya en un segundo intenso y agónico. El rostro del que fuera mi hombre se ensombreció como si de pronto le hubieran comunicado la peor noticia esperada. En ese instante supe lo que debía hacer. Me aparté de la ventana y en movimientos casi automatizados recogí la ropa y mis zapatos del armario. Ya en el pasillo, ante la mirada atónita de una enfermera y un par de visitantes me adentré en las escaleras de emergencia. Allí, en el rellano, me vestí como pude y emprendí veloz carrera hacia la salida. En esos momentos estarían llegando a su habitación, ellos, los dos, su enemigo y la que creía única aliada. Salí por la puerta de urgencias, tropezando con un celador cargado de sábanas que al chocar volaron por toda la recepción. En la calle, aturdida por el miedo y el tremendo dolor de cabeza, me pitó un taxi. Sin pensarlo, me introduje en él. En el asiento de atrás me esperaba Valeria…

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