La cabeza me repiqueteaba en las sienes, como si allí compitieran por saber quién golpea más fuerte. Me palpé el cuerpo por debajo del horrendo camisón de hospital. No encontré nada preocupante, tan sólo me alarmaba el zumbido de las estentóreas máquinas que me tenían atrapada entre sus cables y ventosas. Después me toqué la frente y comprobé que ahí es dónde había recibido por partida doble el golpe con el parabrisas. Un aparatoso apósito cubría la pequeña avería…
Una sensación de inquietud que me revolvía las entrañas comenzaba a apoderarse de todo mi ser. Sin saber de dónde me venía la orden, me incorporé en la cama y me desenganché de aquellos ominosos aparatos. Toqué el frío terrazo con los pies descalzos. El olor a lejía lo invadía todo. En mi cerebro se repetían un par de palabras de un modo machacón: “mi bolso”, “mi bolso”. Anduve hasta el armario empotrado de la habitación. Al abrir la oblonga puerta sólo vi en el interior mi ropa colgada. Mi bolso no estaba allí, y por supuesto, ni mi teléfono ni el USB con las pruebas.
Me acerqué a la ventana con una sensación de pesadez sumada al persistente dolor de cabeza. El enorme vidrio me mostró una escena que provocó que mi corazón ejecutara un doble tirabuzón sin red. Divisé con mis ojos, ya acuosos, como charlaban de un modo amigable y hasta jocoso, mi madre con… Carlos, sí, Carlos, mi todavía esposo, causante de infinidad de sinsabores y alguna que otra pizca de felicidad y placer, aparecía de nuevo. La altitud del quinto piso les mostraba más pequeños, más vulnerables e incluso más humanos. Él reía con soltura enseñando esos dientes tan blancos, dientes de escualo asesino. Ella, mi madre, portaba el bolso y se lo ofrecía a él. Una ofrenda henchida de traición y decepción. Sentí como si me estuvieran fusilando, acuchillando a las puertas del Senado…
Alguna fuerza superior e ignota izó la cerviz de Carlos hacía mi ventana. Mi mirada se encontró con la suya en un segundo intenso y agónico. El rostro del que fuera mi hombre se ensombreció como si de pronto le hubieran comunicado la peor noticia esperada. En ese instante supe lo que debía hacer. Me aparté de la ventana y en movimientos casi automatizados recogí la ropa y mis zapatos del armario. Ya en el pasillo, ante la mirada atónita de una enfermera y un par de visitantes me adentré en las escaleras de emergencia. Allí, en el rellano, me vestí como pude y emprendí veloz carrera hacia la salida. En esos momentos estarían llegando a su habitación, ellos, los dos, su enemigo y la que creía única aliada. Salí por la puerta de urgencias, tropezando con un celador cargado de sábanas que al chocar volaron por toda la recepción. En la calle, aturdida por el miedo y el tremendo dolor de cabeza, me pitó un taxi. Sin pensarlo, me introduje en él. En el asiento de atrás me esperaba Valeria…
Una sensación de inquietud que me revolvía las entrañas comenzaba a apoderarse de todo mi ser. Sin saber de dónde me venía la orden, me incorporé en la cama y me desenganché de aquellos ominosos aparatos. Toqué el frío terrazo con los pies descalzos. El olor a lejía lo invadía todo. En mi cerebro se repetían un par de palabras de un modo machacón: “mi bolso”, “mi bolso”. Anduve hasta el armario empotrado de la habitación. Al abrir la oblonga puerta sólo vi en el interior mi ropa colgada. Mi bolso no estaba allí, y por supuesto, ni mi teléfono ni el USB con las pruebas.
Me acerqué a la ventana con una sensación de pesadez sumada al persistente dolor de cabeza. El enorme vidrio me mostró una escena que provocó que mi corazón ejecutara un doble tirabuzón sin red. Divisé con mis ojos, ya acuosos, como charlaban de un modo amigable y hasta jocoso, mi madre con… Carlos, sí, Carlos, mi todavía esposo, causante de infinidad de sinsabores y alguna que otra pizca de felicidad y placer, aparecía de nuevo. La altitud del quinto piso les mostraba más pequeños, más vulnerables e incluso más humanos. Él reía con soltura enseñando esos dientes tan blancos, dientes de escualo asesino. Ella, mi madre, portaba el bolso y se lo ofrecía a él. Una ofrenda henchida de traición y decepción. Sentí como si me estuvieran fusilando, acuchillando a las puertas del Senado…
Alguna fuerza superior e ignota izó la cerviz de Carlos hacía mi ventana. Mi mirada se encontró con la suya en un segundo intenso y agónico. El rostro del que fuera mi hombre se ensombreció como si de pronto le hubieran comunicado la peor noticia esperada. En ese instante supe lo que debía hacer. Me aparté de la ventana y en movimientos casi automatizados recogí la ropa y mis zapatos del armario. Ya en el pasillo, ante la mirada atónita de una enfermera y un par de visitantes me adentré en las escaleras de emergencia. Allí, en el rellano, me vestí como pude y emprendí veloz carrera hacia la salida. En esos momentos estarían llegando a su habitación, ellos, los dos, su enemigo y la que creía única aliada. Salí por la puerta de urgencias, tropezando con un celador cargado de sábanas que al chocar volaron por toda la recepción. En la calle, aturdida por el miedo y el tremendo dolor de cabeza, me pitó un taxi. Sin pensarlo, me introduje en él. En el asiento de atrás me esperaba Valeria…
A veces todo es tan paradójico que llegamos a pensar que estamos dentro de una burbuja ensoñada, y sentimos que nuestro cuerpo es como una estatua de sal que espera alguna luz intrépida para liberarse de la incapacidad de movimiento o reacción.
ResponderEliminarEso es lo que debió pasarme, porque si no, lo normal hubiera sido salir del taxi y echar a correr hacia donde fuera.
Ahora, Valeria había saltado en el tiempo y el espacio desde la ventana donde la dejé, al asiento trasero del taxi que yo cogía.
- Arranque, vaya de momento por donde le parezca –le dijo al taxista.
- Querida, tienes que estar hecha un lio enorme –se dirigió a mi mientras me acariciaba el muslo.
Eso estaba claro, pero yo no me encontraba todavía en condiciones de desalarme y ofrecerle la mínima reacción. Su voz era tan dulce como siempre, y su mirada tan clara y bondadosa como yo la recordaba hacia mí, exceptuando aquella ventana; pero hasta hacía nada, me habían hecho creer que ella era un gran peligro, una especie de bruja que me había engañado toda la vida con su falsa interpretación de cariño.
- Estoy ya un tanto vieja –comenzó- pero todavía tengo un buen oído. Llevo muchos años sirviendo a tu familia, suficiente para saber que todo lo que te contaba tu madre en la habitación no eran más que patrañas. ¡Menuda historia la del medallón!, y todo eso de los que escuchaban. La única que lo hacía era yo, para protegerte y ayudarte. Tu madre lo intuyó, y por eso dijo que te quedabas a comer, para que yo pensara que tendría tiempo para hablarte. Cuando vi que se te llevaba me sentí idiota e impotente.
Estaba comenzando a creerla, otra vez necesitaba echarme en brazos de alguien, como siempre. En cuanto siento que alguien me quiere soy como un peluche que se deja abrazar al instante.
- Cuando tu padre murió –continuó- tu hermano no daba la talla para llevar los negocios de la familia. Por eso vino el declive, y por eso tu madre buscó otro líder que levantara el imperio; tu Carlos. Y es evidente que le encantó. Pero en ti no confiaban y por eso no te incluyeron en el engranaje.
Todo empezaba a parecer tan triste y tan coherente que comenzaron a brotarme unas lágrimas tan vivas que consiguieron que mis músculos despertaran y mis labios fueran capaces de articular preguntas que obtuvieran respuestas.
- ¿Cómo has sabido encontrarme?
- Una llamada de la policía sobre el coche accidentado. Yo estaba sola en la casa. Pensé que tal vez el hospital podía ser una posibilidad, e hice guardia. Mira el precio que lleva ya el taxímetro.
- Valeria ¿por qué lleva mi madre haciéndome daño toda la vida?
- No creo que una verdadera madre lo hiciera –dijo sin atreverse a mirarme.
Se abrió un silencio que me destrozaba.
- Señora –lo rompió el taxista- ¿seguro que lleva para pagar esto?
—Arranque —ordenó al taxista antes de que yo pudiera reaccionar.
ResponderEliminarAturdida, intenté tirar de la manija de la puerta pero su mano firme me lo impidió.
—Nada de eso niña.
—¿Hacia dónde, señora? —el cuello del chófer no podía estirarse más mientras nos observaba por el retrovisor.
—Hacia la salida norte de la ciudad, al polígono —ordenó Valeria— ¡y corra, por Dios, buen hombre, que no tenemos todo el día!
Sólo cuando el coche alcanzó la velocidad suficiente como para asegurarse de que ya no podía escaparme, soltó mi mano para acomodarse en su asiento. Mientras se colocaba el cinturón de seguridad me indicó con un golpe de cabeza que hiciera lo mismo. La obedecí mecánicamente. No sabía si era buena idea atarme en un coche con Valeria. Aún me recorría un escalofrío por la espalda cuando recordaba la imagen de su rostro desde la ventana. Y las palabras de mi madre regresaban a mi mente: “A partir de ahora, no te fíes de nadie. Nadie es nadie. Y eso incluye a Valeria”. Mi cabeza era un hervidero de ideas, todas desordenadas. Afloraban las imágenes de las últimas veinticuatro horas como aparecen en una película sin editar. Saltos de escenas, cierres en negro, accidentes, reencuentros, traiciones…
—Alba, no puedo contarte lo que está sucediendo, lo que yo creo que está sucediendo — acentuó esta última frase— porque no estoy segura de todo. Sólo quiero que estés tranquila. Conmigo estás a salvo.
Debió leerme el pensamiento, tal y como hacía cuando era niña, y eso me atemorizaba. Valeria me conocía como nadie. Me giré hacia la ventanilla para que no lo advirtiera, a la vez que intentaba poner en orden los últimos acontecimientos.
La vida en las calles transcurría con absoluta normalidad. Los niños corrían esquivando los charcos camino del colegio. Las cafeterías estaban llenas de gente apurando el primer café de la mañana. El autobús número doce, lleno de jóvenes con la mirada fija en las pantallas de sus teléfonos móviles, paró a nuestro lado en el semáforo. Un grupo de jubilados, cruzó charlando animadamente y yo envidié su libertad.
—¿Vas a hacerme daño Valeria? —acerté a articular mientras pestañeaba apresuradamente para que las lágrimas, a punto de desbordarse, no escaparan de mis ojos.
—¿Qué? ¿Cómo puedes siquiera pensarlo? —respondió casi en un susurro —tú eres mi vida, mi niña, mi vida entera. Jamás haría nada que te perjudicara. Mejor dicho: jamás volveré a hacer nada que te perjudique.
—Mi madre dice… —me interrumpí al pensar en mi madre junto a Carlos hace apenas unos minutos.
—¿Tu madre? De eso tenemos que hablar, pero no ahora. Ya casi estamos llegando.
—¡Mi niña! ¿Cómo estás? ¿Te has golpeado la cabeza?
ResponderEliminar—Sí, yo… estoy bien, me tenían en observación.
Me sentía aturdida y agotada y ni siquiera estaba segura de que la parte trasera de aquel taxi fuera un sitio fiable. Los buenos no eran buenos y los malos no eran malos y yo me dejaba llevar como las hojas que mece el viento una tarde de primavera. Por más que trataba de pensar por mí misma me faltaban fuerzas, claridad de ideas y sobretodo información. Comenzaba a sospechar que el gran descubrimiento, el contenido de la segunda carpeta del USB no era más que la guinda del pastel. Y todos parecían creer que yo me había comido la tarta y ni tan siquiera tenía idea de cuál era su sabor.
—Valeria, ¿cómo has sabido dónde estaba?
—Cuando salisteis con tanta prisa supuse que algo ocurría y salí tras de vosotras. Vi los golpes y también la ambulancia, así que supuse que estaríais en el hospital.
—¿Dónde está su madre?—dijo el taxista.
Yo levanté la vista hacia el conductor, en el que no me había fijado hasta ese momento, y que me escrutaba con mucha atención mirando el espejo retrovisor. Era un hombre de mediana edad bien parecido y con un rictus solemne. No entendía su intromisión y no tenía el ánimo para ser educada.
—Disculpe, pero no sé quién le ha dado vela en este entierro.
—Vengo a protegerla, le recomiendo que colabore. No hay tiempo que perder. ¿Dónde se dirigían?
Era evidente que el taxista tampoco era un taxista. ¿De qué me extrañaba? En las últimas horas cada vez que algo parecía cuadrado, después resultaba ser redondo y al final no tenía forma alguna.
—Se supone que a un sitio seguro, pero mi madre me ha engañado. Estaba con Carlos y le estaba entregando mi bolso con las pruebas. Carlos es mi marido, bueno pronto mi ex…
—Sé perfectamente quién es Carlos. De lo que no estoy seguro es de que su madre le haya engañado. Desde que la vigilamos nos ha dado pistas contradictorias, sí, y sin embargo todo nos indica que siempre ha pretendido protegerla. Por cierto, colóquese el cinto. No me gustaría que nos detuviesen por una tontería como esa.
Teniendo en cuenta que ya había recibido dos golpes en la cabeza por no llevar puesto el cinturón de seguridad, la idea me pareció más que oportuna. Tiré de él para abrocharlo y entonces noté que había algo dentro del bolsillo de mi chaqueta. Metí la mano y me topé con lo último que esperaba hallar, el medallón. Mi madre debió de colocarlo ahí para que lo encontrara y no lo cerró bien para que pudiera abrirlo sin dificultad. Su interior escondía una llave y una placa con un mensaje serigrafiado. Al leerlo descubrí que era la clave para encontrar el lugar seguro. Ahora sólo debía descifrarlo de manera correcta.