—Arranque —ordenó al taxista antes de que yo pudiera reaccionar.
Aturdida, intenté tirar de la manija de la puerta pero su mano firme me lo impidió.
—Nada de eso niña.
—¿Hacia dónde, señora? —el cuello del chófer no podía estirarse más mientras nos observaba por el retrovisor.
—Hacia la salida norte de la ciudad, al polígono —ordenó Valeria— ¡y corra, por Dios, buen hombre, que no tenemos todo el día!
Sólo cuando el coche alcanzó la velocidad suficiente como para asegurarse de que ya no podía escaparme, soltó mi mano para acomodarse en su asiento. Mientras se colocaba el cinturón de seguridad me indicó con un golpe de cabeza que hiciera lo mismo. La obedecí mecánicamente. No sabía si era buena idea atarme en un coche con Valeria. Aún me recorría un escalofrío por la espalda cuando recordaba la imagen de su rostro desde la ventana. Y las palabras de mi madre regresaban a mi mente: “A partir de ahora, no te fíes de nadie. Nadie es nadie. Y eso incluye a Valeria”. Mi cabeza era un hervidero de ideas, todas desordenadas. Afloraban las imágenes de las últimas veinticuatro horas como aparecen en una película sin editar. Saltos de escenas, cierres en negro, accidentes, reencuentros, traiciones…
—Alba, no puedo contarte lo que está sucediendo, lo que yo creo que está sucediendo — acentuó esta última frase— porque no estoy segura de todo. Sólo quiero que estés tranquila. Conmigo estás a salvo.
Debió leerme el pensamiento, tal y como hacía cuando era niña, y eso me atemorizaba. Valeria me conocía como nadie. Me giré hacia la ventanilla para que no lo advirtiera, a la vez que intentaba poner en orden los últimos acontecimientos.
La vida en las calles transcurría con absoluta normalidad. Los niños corrían esquivando los charcos camino del colegio. Las cafeterías estaban llenas de gente apurando el primer café de la mañana. El autobús número doce, lleno de jóvenes con la mirada fija en las pantallas de sus teléfonos móviles, paró a nuestro lado en el semáforo. Un grupo de jubilados, cruzó charlando animadamente y yo envidié su libertad.
—¿Vas a hacerme daño Valeria? —acerté a articular mientras pestañeaba apresuradamente para que las lágrimas, a punto de desbordarse, no escaparan de mis ojos.
—¿Qué? ¿Cómo puedes siquiera pensarlo? —respondió casi en un susurro —tú eres mi vida, mi niña, mi vida entera. Jamás haría nada que te perjudicara. Mejor dicho: jamás volveré a hacer nada que te perjudique.
—Mi madre dice… —me interrumpí al pensar en mi madre junto a Carlos hace apenas unos minutos.
—¿Tu madre? De eso tenemos que hablar, pero no ahora. Ya casi estamos llegando.
Aturdida, intenté tirar de la manija de la puerta pero su mano firme me lo impidió.
—Nada de eso niña.
—¿Hacia dónde, señora? —el cuello del chófer no podía estirarse más mientras nos observaba por el retrovisor.
—Hacia la salida norte de la ciudad, al polígono —ordenó Valeria— ¡y corra, por Dios, buen hombre, que no tenemos todo el día!
Sólo cuando el coche alcanzó la velocidad suficiente como para asegurarse de que ya no podía escaparme, soltó mi mano para acomodarse en su asiento. Mientras se colocaba el cinturón de seguridad me indicó con un golpe de cabeza que hiciera lo mismo. La obedecí mecánicamente. No sabía si era buena idea atarme en un coche con Valeria. Aún me recorría un escalofrío por la espalda cuando recordaba la imagen de su rostro desde la ventana. Y las palabras de mi madre regresaban a mi mente: “A partir de ahora, no te fíes de nadie. Nadie es nadie. Y eso incluye a Valeria”. Mi cabeza era un hervidero de ideas, todas desordenadas. Afloraban las imágenes de las últimas veinticuatro horas como aparecen en una película sin editar. Saltos de escenas, cierres en negro, accidentes, reencuentros, traiciones…
—Alba, no puedo contarte lo que está sucediendo, lo que yo creo que está sucediendo — acentuó esta última frase— porque no estoy segura de todo. Sólo quiero que estés tranquila. Conmigo estás a salvo.
Debió leerme el pensamiento, tal y como hacía cuando era niña, y eso me atemorizaba. Valeria me conocía como nadie. Me giré hacia la ventanilla para que no lo advirtiera, a la vez que intentaba poner en orden los últimos acontecimientos.
La vida en las calles transcurría con absoluta normalidad. Los niños corrían esquivando los charcos camino del colegio. Las cafeterías estaban llenas de gente apurando el primer café de la mañana. El autobús número doce, lleno de jóvenes con la mirada fija en las pantallas de sus teléfonos móviles, paró a nuestro lado en el semáforo. Un grupo de jubilados, cruzó charlando animadamente y yo envidié su libertad.
—¿Vas a hacerme daño Valeria? —acerté a articular mientras pestañeaba apresuradamente para que las lágrimas, a punto de desbordarse, no escaparan de mis ojos.
—¿Qué? ¿Cómo puedes siquiera pensarlo? —respondió casi en un susurro —tú eres mi vida, mi niña, mi vida entera. Jamás haría nada que te perjudicara. Mejor dicho: jamás volveré a hacer nada que te perjudique.
—Mi madre dice… —me interrumpí al pensar en mi madre junto a Carlos hace apenas unos minutos.
—¿Tu madre? De eso tenemos que hablar, pero no ahora. Ya casi estamos llegando.
Valeria le dio las instrucciones al taxista para que nos dejara junto a una nave industrial a la que yo sería incapaz de volver. Era evidente que ella había ido allí más de una vez.
ResponderEliminarBajamos tras pagar una buena tarifa con amable propina incluida.
- ¡Gracias y que tengan suerte! Los taxistas somos cualquier cosa menos sordos –nos dijo por la ventanilla, y se marchó.
Era un día desapacible, nubes grises en el cielo y en las entrañas. Para redondearlo, ni un alma a esas horas. Ya debían de estar todos en sus casas intentando no recordar que mañana volverían.
Mi cabeza no podía evitar unir detalles de todo lo que me iba pasando.
- ¿Es este el sitio al que lleva el medallón?
Valeria me miró con una de esas expresiones que mezclan el cariño y la pena en un amasijo inseparable.
- Alba, ese medallón no es más que una baratija que una mente perversa preparó para ti en caso de que te rebelaras. Un recurso de los muchos que tenían previstos. Intentan tenerlo todo bien atado.
- ¿Mi hermano y mi madre?
- Juan no es nadie. Cuando tu madre vio el declive familiar, después de la muerte de tu padre, buscó ayuda y la encontró en Carlos.
No encontraba nada donde agarrarme. Por un lado hubiera deseado tener alas y alejarme, echar a volar a cualquier otro lugar, pero por otro tenía sed de respuestas, y en la vida real tenía la única posibilidad.
- Dime…
Me interrumpió poniendo su mano delicadamente sobre mis labios. Luego tocó un timbre.
Nos abrió un hombre de no más de sesenta años que nos sonrió delicadamente abriéndonos paso. Se saludaron con dos besos, pero Valeria no nos presentó.
- ¿Dónde está? -le preguntó.
Él le respondió que en la oficina, pero que estaba un tanto aturdida porque había tomado tranquilizantes.
Cuando llegamos ante ella fue como ver a una Valeria quince años más joven.
- ¿Cómo estás, Lucía? –le dijo mientras la abrazaba.
- Inquieta, muy inquieta- respondió como un tanto borracha.
Valeria se giró hacia mí para darme la noticia más importante de mi vida.
- Alba, esta es tu verdadera madre.
No me desplomé gracias a la adrenalina que me circulaba por todo el cuerpo, pero quedé como ingrávida, como si el aire fuera más pesado que yo.
Valeria estaba preparada para ese momento.
- Alba, mi hermana, trabajaba también en la casa, y tuvo relaciones con tu padre. Fui yo la que le convenció, cuando te dio a luz, de que era mejor para ti quedarte con esa familia rica que irte con ella a la incertidumbre de la calle. Lo conseguí a pesar de su dolor, y jamás me arrepentiré tanto de nada, porque aunque era el deseo de tu padre, tu madre adoptiva cargó sobre ti lo que no podía perdonarle a él. Yo me quedé para…
El sonido del timbre le interrumpió.
- Ya está aquí -dijo el hombre.
Nunca había estado en aquel lugar. De todas formas, intentar memorizar las calles del polígono a esa hora de la tarde, casi anocheciendo, era tarea casi imposible.
ResponderEliminarEl taxi nos dejó frente a la puerta de una de las naves que le indicó Valeria y ella me apretó el brazo para indicarme que debía entrar. La obedecí. Era mayor mi deseo por entender lo que estaba sucediendo.
Dentro de la nave, Valeria me condujo a lo que parecía una diminuta cabina acristalada, amueblada con una mesa y dos sillas. El lugar parecía desierto, pero ella desapareció tras otra puerta y, apenas unos minutos más tarde, reapareció con un hombre alto, de abundante pelo blanco y unos ojos azulísimos en claro contraste con su piel atezada.
—Hola Alba, me alegra conocerte al fin en persona —fue su saludo.
Me tendió la mano y yo se la estreché con recelo.
— ¿Me conoce?
—Por supuesto. Os conozco a todos los XXI. He vigilado vuestra concepción, nacimiento y también vuestra…
Valeria carraspeó y aquel hombre que ya se me estaba haciendo odioso, se giró hacia ella.
—La niña no sabe nada —dijo la mujer con un gesto de encogimiento de hombros, como descargándose de culpa.
— ¿Ah, no? —El hombre se dirigió de nuevo a mí con una expresión diferente—. Entonces tendré que contar esta historia desde el principio, ¿no es así?
Valeria, ¿puedes traer algo para tomar los tres? Y buscar otra silla, me gustaría que estuvieras presente.
Al oírle impartir órdenes a la que había sido empleada de toda la vida en mi casa y parte de mi familia, me revolví como un gato rabioso.
—¡Oiga usted! Cómo se atreve a mandarla, como si fuera…
El pareció divertido ante mi reacción.
—Puedes llamarme Cosme, Alba. Y en cuanto a Valeria, la trato como si fuera mi empleada porque eso es. Yo la contraté para que fuera mis ojos y mis oídos en tu casa. Para no perderme un detalle de tu evolución y la de tu hermano. Para evitar que tu madre hiciese alguna tontería, como la de esta tarde, al aliarse con Carlos.
Con un gesto teatral de la mano detuvo el torrente de improperios que estaba a punto de lanzarle, y su frase siguiente me silenció por la sorpresa que me provocó su contenido:
—¿Has oído hablar alguna vez de la búsqueda del Santo Grial? ¿Del mítico El Dorado? ¿De la Fuente de la Eterna juventud? En todas las épocas se sueña con alcanzar un poder más allá de las fuerzas humanas. Tampoco este siglo se libra de esa ambición. En mi caso personal, hace casi cuarenta años que otros colegas y yo emprendimos un proyecto que denominamos “Genoma XXI”.
Aclaró:
—El Genoma XXI es la búsqueda del genoma perfecto, ése que consigue que las células ralenticen su deterioro, el que produce inteligencias brillantes, cuerpos muscularmente perfectos y, sobre todo, anula la capacidad de enfermar.
- Pare aquí, caballero,- se inclinó Valeria hacia delante con un billete de veinte euros en la mano.- Se puede quedar con el cambio.
ResponderEliminar- Gracias, señora.
Abrí la puerta y cuando quise bajar del taxi ya tenía al ama a mi lado. La agilidad de aquel corpachón me asombraba. Era un espíritu vivaz, en continuo ajetreo.
- Valeria, ¿qué insinuabas con eso de que mi madre…?
- Tranquila, mi niña, no es lo que piensas- se regodeaba Valeria, una vez más leyendo mis pensamientos. – Simplemente sugería que una madre no sólo debe ser biológica, sino también emocional. Alguien me pidió un día que cuidara de ti como si de mi hija se tratase y así lo he hecho a lo largo de estos años. Reconozco que te he fallado a veces, y he sufrido por ello. Sufrí con tus idas y venidas del maldito “Refugio”, disfruté de tus momentos de felicidad, de tu infancia y posterior adolescencia, de tu compromiso y de la ceremonia, pese a que ambos intuíamos que Carlos no era trigo limpio.
- ¿Ambos?
- Todo a su tiempo, pequeña. Ahora necesito que sigas confiando en mí y me dejes ponerte esta venda. No quiero que sepas a dónde vamos exactamente, no por ti, sino por ellos.
Dudé por un instante seguir las indicaciones de Valeria. Ya no sabía de quién fiarme, sentía que al final todo el mundo me acababa defraudando y traicionando. Eché un vistazo alrededor y aprecié el bullicio de aquellas horas de la mañana, derivado del trasiego de camiones y furgonetas en su quehacer diario en el mercado municipal. ¿Qué era lo que Valeria no quería que viese?
Cerré los ojos como claro gesto de claudicación, mientras Valeria me los tapaba con la tela oscura que había visto sacar de su abrigo. Mis sentidos se agudizaron y escuché con mayor notoriedad el ruido de los vehículos que deambulaban a nuestro alrededor.
Me dejé guiar por Valeria, cogida de su mano, como cuando nos acompañaba a Juan y a mí al parque, o a la entrada y salida del colegio. Me reconfortó aquella nostálgica calidez y me infundió una tranquilidad de la que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo. Creía estar segura y esperaba no confundirme de nuevo.
Quise concentrarme para tratar de averiguar hacía donde me conducía, pero comprobé contrariada que Valeria daba rodeos deliberados para despistarme.
Finalmente paró y oí como abría un portón metálico, que volvió a cerrar tras franquearlo. Sentí un cierto escalofrío en su interior, pues nuestros movimientos se hacían eco a cada paso. Se respiraba la humedad de aquellos días lluviosos encerrados tras sus paredes.
Cuando Valeria me liberó de la venda, pude comprobar que nos encontrábamos en una amplia nave con estrechos ventanales, que sumía sus contornos en penumbras. Enfrente nuestro divisé una figura que se fue acercando, iluminada escasamente por unos tibios rayos ocres que se colaban diagonales.
Pese al paso del tiempo, reconocí en sus facciones avejentadas unos rasgos remotamente familiares.