No sabía si debía alegrarme o, dadas las circunstancias, abandonarme al temor y al rechazo. No pensé, no razoné. Impulsivamente mi cuerpo se acercó al suyo, dejándome abrazar con fuerza.
-Juan, ¿En qué bando estás?, le susurré contra su pecho.
-Tranquila, Alba, estoy a tu lado.
-Hermano, perdona pero no me creo nada. ¿Tú vas a resultar mi salvador? Tú, precisamente, que me dejaste de hablar sin conocer la causa, que ni acudiste a mi boda, que se nos han pasado los años sin vernos y…
-Valeria, acompáñala a mi despacho, regreso en cinco minutos.
Mi corazón palpitaba desbocado a caballo entre la emoción y el miedo. Recuperar a mi hermano había sido una de mis obsesiones insatisfechas, pero no era el mejor momento. Ahora necesitaba respuestas y soluciones rápidas a tanto enigma. Mi ánimo requería un baño de luz claro y reconfortante, como los que disfrutábamos de críos en el barreño de latón, bajo el sauce centenario del “Refugio”. Quizás esa palabra encerraba la clave de todo aquel misterio que me mantenía anclada en un plano irreal, en una dimensión desconocida y atemporal…
Seguí a Valeria hasta un cuartucho levantado en mitad de la lúgubre nave con paneles prefabricados. Una lámpara de mesa iluminaba la fría estancia con una luz mortecina. Yo me sentía como aquella luminaria, apagándose por momentos, sin conocer si alguna vez volvería a refulgir. No hablé ni una palabra con Valeria, no pregunté ni indagué. Esperaba la respuesta definitiva de los labios de Juan.
Al poco rato mi hermano entró con un semblante sombrío y circunspecto.
-¿Malas noticias?, preguntó Valeria.
-Están más cerca de lo que pensaba. Debemos darnos prisa, madre.
Mis ojos debieron asemejar los de una lechuza cuando en la noche atisba su presa. Esa palabra emergida de la boca de mi hermano resquebrajaba aún más las escasas certezas que todavía me acompañaban.
-¡No pudo más!, grité sollozando. ¿Me queréis contar qué está ocurriendo?
Juan me miró con unos ojos inundados por las lágrimas que en seguida rebosaron las compuertas y resbalaron por sus mejillas morenas. Unos trocitos de alma que parecían querer narrarme lo inexplicable. Me sentía como Alicia en el País de las Maravillas cayendo por aquel agujero negro y profundo, sintiendo como mi realidad saltaba en pedazos, como mis percepciones y mis recuerdos pertenecían a una inmensa falacia, a una farsa en la que yo era el bufón engañado y burlado. Nada era lo que parecía. Ya ni siquiera sabía quién era yo, una mujer que armándose de valor se había desligado de su esposo para caer en brazos de la incertidumbre y la nada…
-¿Has visto alguna vez esto?, me inquirió mi hermano, mientras Valeria, en calidad de ama o de madre, no lo sé, le limpiaba su rostro con un pañuelo.
En sus finas manos de niño bien, ahuecaba con mimo, como si fuera el fuego eterno, un medallón ya conocido…
-Juan, ¿En qué bando estás?, le susurré contra su pecho.
-Tranquila, Alba, estoy a tu lado.
-Hermano, perdona pero no me creo nada. ¿Tú vas a resultar mi salvador? Tú, precisamente, que me dejaste de hablar sin conocer la causa, que ni acudiste a mi boda, que se nos han pasado los años sin vernos y…
-Valeria, acompáñala a mi despacho, regreso en cinco minutos.
Mi corazón palpitaba desbocado a caballo entre la emoción y el miedo. Recuperar a mi hermano había sido una de mis obsesiones insatisfechas, pero no era el mejor momento. Ahora necesitaba respuestas y soluciones rápidas a tanto enigma. Mi ánimo requería un baño de luz claro y reconfortante, como los que disfrutábamos de críos en el barreño de latón, bajo el sauce centenario del “Refugio”. Quizás esa palabra encerraba la clave de todo aquel misterio que me mantenía anclada en un plano irreal, en una dimensión desconocida y atemporal…
Seguí a Valeria hasta un cuartucho levantado en mitad de la lúgubre nave con paneles prefabricados. Una lámpara de mesa iluminaba la fría estancia con una luz mortecina. Yo me sentía como aquella luminaria, apagándose por momentos, sin conocer si alguna vez volvería a refulgir. No hablé ni una palabra con Valeria, no pregunté ni indagué. Esperaba la respuesta definitiva de los labios de Juan.
Al poco rato mi hermano entró con un semblante sombrío y circunspecto.
-¿Malas noticias?, preguntó Valeria.
-Están más cerca de lo que pensaba. Debemos darnos prisa, madre.
Mis ojos debieron asemejar los de una lechuza cuando en la noche atisba su presa. Esa palabra emergida de la boca de mi hermano resquebrajaba aún más las escasas certezas que todavía me acompañaban.
-¡No pudo más!, grité sollozando. ¿Me queréis contar qué está ocurriendo?
Juan me miró con unos ojos inundados por las lágrimas que en seguida rebosaron las compuertas y resbalaron por sus mejillas morenas. Unos trocitos de alma que parecían querer narrarme lo inexplicable. Me sentía como Alicia en el País de las Maravillas cayendo por aquel agujero negro y profundo, sintiendo como mi realidad saltaba en pedazos, como mis percepciones y mis recuerdos pertenecían a una inmensa falacia, a una farsa en la que yo era el bufón engañado y burlado. Nada era lo que parecía. Ya ni siquiera sabía quién era yo, una mujer que armándose de valor se había desligado de su esposo para caer en brazos de la incertidumbre y la nada…
-¿Has visto alguna vez esto?, me inquirió mi hermano, mientras Valeria, en calidad de ama o de madre, no lo sé, le limpiaba su rostro con un pañuelo.
En sus finas manos de niño bien, ahuecaba con mimo, como si fuera el fuego eterno, un medallón ya conocido…
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