Poco a poco fui recobrando la consciencia. Sentía un insoportable dolor de cabeza y era incapaz de abrir los ojos, en parte aterrorizada por la vívida imagen que aún perduraba en mi retina del cuerpo inerte de mi hermano Juan acribillado por las balas. Advertí mi cuerpo entumecido, y me invadió la inquietud de que la reiteración de golpes en la zona occipital del cerebro me hubiese causado algún tipo de inmovilidad.
Percibí que el habitáculo donde me encontraba postrada se desplazaba velozmente. Comenzaron a llegar a mi mente como regueros de manantiales montañosos los acontecimientos de las últimas horas. ¿En qué momento había perdido las riendas de mi premeditada determinación? Llegué a mi casa familiar y me encontré con la trama conspirativa de mi madre, la huida precipitada y el consiguiente accidente. La posterior traición de mi madre, si es que aquella mujer era en realidad mi progenitora, su alianza con el libertino de mi ex marido, la aparición por sorpresa de Valeria, el reencuentro con Juan… La intriga encerraba demasiadas incógnitas. ¿Por qué tantas molestias por ocultarme tras una venda si ellos sabían perfectamente nuestro paradero? ¿Cómo nos encontraron con tanta rapidez? ¿En qué momento Valeria se hizo con el medallón que llevaba mi madre al salir de la casa? ¿Qué relación tenían el medallón y el USB? ¿Quién había matado a mi hermano? ¿Quién era realmente mi familia, quién era yo? Excesivas aristas como para configurar un círculo perfecto.
Paulatinamente fui sintiendo que mi cuerpo se desperezaba. Me percaté que mi mano izquierda estaba pegajosa y al mismo tiempo que mi mano derecha aferraba con fuerza un objeto con el puño cerrado. Abrí ligeramente los ojos y me escandalicé con la viscosidad sanguínea que impregnaba mis manos y parte de mi ropa. Me palpé alarmada buscando en mi cuerpo la herida que derramaba toda aquella sangre, pero comprobé aliviada que me encontraba intacta. Incluso la herida de mi muslo derecho había cicatrizado. Separé los dedos de mi mano izquierda y observé horrorizada como en la palma reposaba el medallón de mi abuela, tintado de rojo intenso. ¿Cómo había llegado a mi poder y en aquellas siniestras circunstancias? Acaso Valeria también… La sola idea hizo que me asaltase una desconsolada tristeza.
Destapé el medallón y al instante volví a cerrarlo. Sonreí con histérica emoción, había descubierto el nexo que le unía a la segunda carpeta del USB. ¿Cómo podía ser tan tonta?
Justo en ese momento se abrió el portón trasero del vehículo que me transportaba. Supe, por los ondulantes brazos de los sauces llorones que me saludaban desde el exterior, que había llegado al lugar que marcaban las coordenadas, y que ellos me estaban esperando.
Percibí que el habitáculo donde me encontraba postrada se desplazaba velozmente. Comenzaron a llegar a mi mente como regueros de manantiales montañosos los acontecimientos de las últimas horas. ¿En qué momento había perdido las riendas de mi premeditada determinación? Llegué a mi casa familiar y me encontré con la trama conspirativa de mi madre, la huida precipitada y el consiguiente accidente. La posterior traición de mi madre, si es que aquella mujer era en realidad mi progenitora, su alianza con el libertino de mi ex marido, la aparición por sorpresa de Valeria, el reencuentro con Juan… La intriga encerraba demasiadas incógnitas. ¿Por qué tantas molestias por ocultarme tras una venda si ellos sabían perfectamente nuestro paradero? ¿Cómo nos encontraron con tanta rapidez? ¿En qué momento Valeria se hizo con el medallón que llevaba mi madre al salir de la casa? ¿Qué relación tenían el medallón y el USB? ¿Quién había matado a mi hermano? ¿Quién era realmente mi familia, quién era yo? Excesivas aristas como para configurar un círculo perfecto.
Paulatinamente fui sintiendo que mi cuerpo se desperezaba. Me percaté que mi mano izquierda estaba pegajosa y al mismo tiempo que mi mano derecha aferraba con fuerza un objeto con el puño cerrado. Abrí ligeramente los ojos y me escandalicé con la viscosidad sanguínea que impregnaba mis manos y parte de mi ropa. Me palpé alarmada buscando en mi cuerpo la herida que derramaba toda aquella sangre, pero comprobé aliviada que me encontraba intacta. Incluso la herida de mi muslo derecho había cicatrizado. Separé los dedos de mi mano izquierda y observé horrorizada como en la palma reposaba el medallón de mi abuela, tintado de rojo intenso. ¿Cómo había llegado a mi poder y en aquellas siniestras circunstancias? Acaso Valeria también… La sola idea hizo que me asaltase una desconsolada tristeza.
Destapé el medallón y al instante volví a cerrarlo. Sonreí con histérica emoción, había descubierto el nexo que le unía a la segunda carpeta del USB. ¿Cómo podía ser tan tonta?
Justo en ese momento se abrió el portón trasero del vehículo que me transportaba. Supe, por los ondulantes brazos de los sauces llorones que me saludaban desde el exterior, que había llegado al lugar que marcaban las coordenadas, y que ellos me estaban esperando.
Escuché el suave repiqueteo del agua fluyendo por un cauce que no debía de estar muy lejano. Percibí la fresca brisa otoñal que movía las ramas de los árboles, pero en cambio, aunque agucé el oído, no aprecié el trino de ningún pájaro.
ResponderEliminar—Ya hemos llegado. Baja —me ordenaron desde fuera.
Todo mi cuerpo se estremeció al oír aquella voz tan familiar. Un sentimiento de terror convulsionó mi cuerpo y me inmovilizó en el interior de la furgoneta en la que me encontraba. Me plegué sobre mi misma, cerré los ojos y me cubrí la cabeza con los brazos mientras me balanceaba de atrás hacia adelante
El escenario en el que me encontraba se había repetido muchas veces en el pasado. El miedo, el desamparo, la indefensión y esa voz…. Esa voz me atemorizaba porque me obligaba siempre a hacer cosas que yo no quería; esa voz que todos los días, durante muchos años, había invadido mis momentos de paz; esa voz inmisericorde, que exigía actos ignominiosos, había arrancado de mi alma de niña la infancia, y ahora… volvía a tronar en mi cabeza.
—Último aviso, o bajas o subo a por ti.
Se introdujo en la camioneta hasta la cintura, me agarró de un brazo con ambas manos, y me arrastró hasta que caí al suelo. Me quedé tumbada, sin ofrecer resistencia.
— ¿Ves aquél? —me preguntó girándome la cara con el pie.
Los pelos se me erizaron cuando descubrí un cuerpo inerte tendido sobre la hierba. Intenté levantarme pero volvió a poner la suela de su bota sobre mi rostro.
—Juan, Juan, Juan—repetía sollozando.
Se agachó y me sujetó la barbilla fuertemente para obligarme a mirarle a sus ojos claros y fríos como las aguas del Ártico. Aquel ser diabólico, al que jamás había visto con anterioridad, mostraba por fin su fisonomía. Pero antes de descubrir su aspecto, supe por el tono de su arrogante y mafiosa voz, que era él.
—No es Juan —me dijo con una sonrisa socarrona—. Juan jamás hubiera arriesgado la vida por ti. Danos las pruebas que tienes en tu poder y te dejamos ir.
Levanté el brazo y arrojé el medallón lo más lejos que pude pensando que al ir a buscarlo me soltaría y podría salir corriendo, pero no fue así.
—Ya sabemos las coordenadas, pero nos hace falta el USB y saber cómo llegó dicha información a tu poder. Como puedes imaginar, no nos interesa la publicidad, preferimos mantenernos en el anonimato.
—El USB estará en la furgoneta.
—Cógelo y dámelo.
—No creo que pueda andar. Tengo mucho dolor en el tobillo izquierdo, casi seguro que me lo he roto.
—Entonces tendré que ir yo —dijo sonriéndome mientras se incorporaba para dirigirse al vehículo.
De pequeña, cuando me asaltaban aquellos ataques agudos que me dejaban sin fuerzas durante semanas, mi madre siempre me enviaba por temporadas a una residencia psiquiátrica donde mejoraba en cuestión de días. No era ella la que me llevaba hasta el lugar, sino que hacía una llamada telefónica, avisaba de mi crisis, y un chófer que conducía un auto de cristales tintados me recogía y me devolvía en cada ocasión.
ResponderEliminarLos ataques fueron remitiendo con el paso del tiempo y desaparecieron con la pubertad. Sin embargo, a pesar de que habían transcurrido casi veinte años, al abrirse el portón trasero del coche y ver los sauces llorones, los recordé como si acabara de contemplarlos el día anterior. Había vuelto a aquel lugar de mi infancia donde sanaba de mi extraña enfermedad.
No reconocí a las dos chicas que me ayudaron a salir del vehículo y que, con amabilidad y cuidado, me guiaron hasta un banco, a la sombra de un frondoso sauce. Me senté, aliviada al no sentir más que el lógico entumecimiento por la postura prolongada en el coche. El silencio allí era paradisíaco, aunque hubiera jurado que la suave brisa de ese amanecer me hablaba a través de su roce con las ramas, con voz apaciguadora.
Alguien más se había acercado hasta mi banco. Le dirigí la mirada, a la persona que había conducido el vehículo hasta aquel lugar, ése que yo siempre había considerado una residencia psiquiátrica, pero del que ahora no sabía qué pensar.
—Hola tío Ángel.
Él me sonrió. Tenía la misma sonrisa que en el medallón de la abuela, donde la fotografía acartonada de su rostro infantil se acoplaba en el escondite secreto de la joya.
—Siempre supe que eras una niña lista. ¿Quién te habló de mí? ¿Tu madre?
Asentí.
—Me habló muchas veces de su hermano gemelo, el que trabajaba con papá. Me dijo que los dos habíais muerto —le observé con atención y añadí—: Tú me curaste muchas veces cuando estuve aquí. Pero entonces no sabía quién eras. No lo supe hasta que no vi la foto.
—Y hasta que no leíste los archivos que le pasé a Carlos. Entonces hiciste la conexión.
A aquellas alturas de la conversación nos habían dejado a solas. Mi tío se sentó a mi lado.
—Tendrás muchas preguntas qué hacer, ¿verdad? Quizá debiera disculparme en nombre de tu madre y mío por no haberte contado antes lo que sucedía con Carlos.
Me indigné, pero él me contuvo con un gesto y explicó deprisa:
—Necesitábamos las habilidades de Carlos para “infiltrarse” en determinados ambientes. Él realmente quiso casarse contigo y pensamos que hacíais una buena pareja. Tú, de hecho, estabas enamorada de él hasta que descubriste sus supuestas infidelidades. Déjame decirte que se trata de meros flirteos para acceder a documentos importantes relacionados con el campo neuronal, ésos que te llevaste en tu USB.
Mi tío me observó con seriedad y añadió:
—Porque ya sabes lo que sucede con las mujeres de nuestra familia, ¿verdad?
Ante mis ojos, más allá de los sauces, divisé mi próximo destino ¡Cómo olvidar aquel siniestro edificio donde había pasado parte de mi adolescencia! La residencia psiquiátrica, ahora convertida en un vetusto caserón, era una vez más el escenario de mis pesadillas.
ResponderEliminarVolví a recordar los viejos tiempos, cuando empezaba a hacerme mayor, a pensar por mi misma, a desear escapar de aquel ambiente asfixiante, opresivo, que me rodeaba en “El Refugio”. Si me rebelaba contra las normas y deseos de mi madre, a los pocos días acababa en “la residencia”, así la llamábamos todos.
En esa época, la enfermedad de mi padre estaba ya muy avanzada y pasaba largas temporadas hospitalizado. Juan y yo nos mirábamos con miedo cada vez que sonaba el teléfono, presagiando una llamada del hospital comunicando el fatal desenlace.
He de reconocer que mis estancias en la residencia llegaron a ser, en algunos momentos, gratificantes porque me ahorraban enfrentamientos con mi madre y me permitían una sensación de libertad insospechada hasta entonces.
La residencia había sido el método utilizado por mi madre para doblegar mi voluntad. Empezaba a ver claro que la boda con Carlos había sido una más de sus victorias. Yo nunca había sido libre y Carlos fue una herramienta más que utilizó para poder controlarme.
¿Sería realmente mi madre? Nunca había ejercido como tal y para mí había dejado de serlo hacía mucho tiempo. Si lo era biológicamente o no, poco importaba ya. Valeria había sido la que siempre había estado presente, dándonos el afecto y comprensión que necesitábamos mientras éramos pequeños.
Me había metido el medallón ensangrentado en el bolsillo del pantalón, no deseaba desprenderme de él. Quizás ya no fuera importante para nadie. Había pasado por las manos de todos ellos, por lo que su contenido no era ya ningún misterio.
Aún no sabía que querían de mí. Normalmente los enigmas más difíciles se resuelven con las soluciones más sencillas. Con estas premisas como ciertas lo único que se me ocurría es que se hubieran unido para poder quedarse con lo que me pertenecía. Eso encajaba bien con haberme llevado hasta allí, quizás pretendieran incapacitarme legalmente, basándose en mi historial mental y en algún informe psiquiátrico que pudieran obtener de una u otra forma.
Con todos los golpes recibidos en la cabeza en tan pocas horas, yo misma no habría sido capaz de saber si estaba aún en mi sano juicio. Sin embargo, no pensaba darme por vencida, lucharía con todas mis fuerzas, no se lo iba a poner fácil.
Recordaba la conversación mantenida con mi madre en su habitación. Me había hablado de un legado que yo había hecho útil e imprescindible. No podía fiarme de lo que dijera, pero en ese momento su preocupación parecía sincera, ya que intentaba defender algo que comprometía su futuro tanto como el mío.
Estaba segura de que Valeria era la única persona que me podía ayudar en esos momentos. Necesitaba encontrarla cuanto antes y ni siquiera sabía si estaría viva o muerta.