De pequeña, cuando me asaltaban aquellos ataques agudos que me dejaban sin fuerzas durante semanas, mi madre siempre me enviaba por temporadas a una residencia psiquiátrica donde mejoraba en cuestión de días. No era ella la que me llevaba hasta el lugar, sino que hacía una llamada telefónica, avisaba de mi crisis, y un chófer que conducía un auto de cristales tintados me recogía y me devolvía en cada ocasión.
Los ataques fueron remitiendo con el paso del tiempo y desaparecieron con la pubertad. Sin embargo, a pesar de que habían transcurrido casi veinte años, al abrirse el portón trasero del coche y ver los sauces llorones, los recordé como si acabara de contemplarlos el día anterior. Había vuelto a aquel lugar de mi infancia donde sanaba de mi extraña enfermedad.
No reconocí a las dos chicas que me ayudaron a salir del vehículo y que, con amabilidad y cuidado, me guiaron hasta un banco, a la sombra de un frondoso sauce. Me senté, aliviada al no sentir más que el lógico entumecimiento por la postura prolongada en el coche. El silencio allí era paradisíaco, aunque hubiera jurado que la suave brisa de ese amanecer me hablaba a través de su roce con las ramas, con voz apaciguadora.
Alguien más se había acercado hasta mi banco. Le dirigí la mirada, a la persona que había conducido el vehículo hasta aquel lugar, ése que yo siempre había considerado una residencia psiquiátrica, pero del que ahora no sabía qué pensar.
—Hola tío Ángel.
Él me sonrió. Tenía la misma sonrisa que en el medallón de la abuela, donde la fotografía acartonada de su rostro infantil se acoplaba en el escondite secreto de la joya.
—Siempre supe que eras una niña lista. ¿Quién te habló de mí? ¿Tu madre?
Asentí.
—Me habló muchas veces de su hermano gemelo, el que trabajaba con papá. Me dijo que los dos habíais muerto —le observé con atención y añadí—: Tú me curaste muchas veces cuando estuve aquí. Pero entonces no sabía quién eras. No lo supe hasta que no vi la foto.
—Y hasta que no leíste los archivos que le pasé a Carlos. Entonces hiciste la conexión.
A aquellas alturas de la conversación nos habían dejado a solas. Mi tío se sentó a mi lado.
—Tendrás muchas preguntas qué hacer, ¿verdad? Quizá debiera disculparme en nombre de tu madre y mío por no haberte contado antes lo que sucedía con Carlos.
Me indigné, pero él me contuvo con un gesto y explicó deprisa:
—Necesitábamos las habilidades de Carlos para “infiltrarse” en determinados ambientes. Él realmente quiso casarse contigo y pensamos que hacíais una buena pareja. Tú, de hecho, estabas enamorada de él hasta que descubriste sus supuestas infidelidades. Déjame decirte que se trata de meros flirteos para acceder a documentos importantes relacionados con el campo neuronal, ésos que te llevaste en tu USB.
Mi tío me observó con seriedad y añadió:
—Porque ya sabes lo que sucede con las mujeres de nuestra familia, ¿verdad?
Los ataques fueron remitiendo con el paso del tiempo y desaparecieron con la pubertad. Sin embargo, a pesar de que habían transcurrido casi veinte años, al abrirse el portón trasero del coche y ver los sauces llorones, los recordé como si acabara de contemplarlos el día anterior. Había vuelto a aquel lugar de mi infancia donde sanaba de mi extraña enfermedad.
No reconocí a las dos chicas que me ayudaron a salir del vehículo y que, con amabilidad y cuidado, me guiaron hasta un banco, a la sombra de un frondoso sauce. Me senté, aliviada al no sentir más que el lógico entumecimiento por la postura prolongada en el coche. El silencio allí era paradisíaco, aunque hubiera jurado que la suave brisa de ese amanecer me hablaba a través de su roce con las ramas, con voz apaciguadora.
Alguien más se había acercado hasta mi banco. Le dirigí la mirada, a la persona que había conducido el vehículo hasta aquel lugar, ése que yo siempre había considerado una residencia psiquiátrica, pero del que ahora no sabía qué pensar.
—Hola tío Ángel.
Él me sonrió. Tenía la misma sonrisa que en el medallón de la abuela, donde la fotografía acartonada de su rostro infantil se acoplaba en el escondite secreto de la joya.
—Siempre supe que eras una niña lista. ¿Quién te habló de mí? ¿Tu madre?
Asentí.
—Me habló muchas veces de su hermano gemelo, el que trabajaba con papá. Me dijo que los dos habíais muerto —le observé con atención y añadí—: Tú me curaste muchas veces cuando estuve aquí. Pero entonces no sabía quién eras. No lo supe hasta que no vi la foto.
—Y hasta que no leíste los archivos que le pasé a Carlos. Entonces hiciste la conexión.
A aquellas alturas de la conversación nos habían dejado a solas. Mi tío se sentó a mi lado.
—Tendrás muchas preguntas qué hacer, ¿verdad? Quizá debiera disculparme en nombre de tu madre y mío por no haberte contado antes lo que sucedía con Carlos.
Me indigné, pero él me contuvo con un gesto y explicó deprisa:
—Necesitábamos las habilidades de Carlos para “infiltrarse” en determinados ambientes. Él realmente quiso casarse contigo y pensamos que hacíais una buena pareja. Tú, de hecho, estabas enamorada de él hasta que descubriste sus supuestas infidelidades. Déjame decirte que se trata de meros flirteos para acceder a documentos importantes relacionados con el campo neuronal, ésos que te llevaste en tu USB.
Mi tío me observó con seriedad y añadió:
—Porque ya sabes lo que sucede con las mujeres de nuestra familia, ¿verdad?
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