Sonreí pensando cómo aquel castillo de naipes, que mi madre había construido en torno a Carlos, se le venía encima. No comprendía cómo ella no había sido capaz de darse cuenta de que, desde hacía mucho tiempo, Carlos no formaba parte de mi vida. Carlos, el caballero andante, el filántropo de causas perdidas, se había convertido en un mezquino cortesano de la saga familiar. Hacía más de un año que había descubierto a sus amantes. A decir verdad, lo supe por un mensaje anónimo que alguien había dejado en mi correo electrónico. Hasta ese día, había sospechado que la persona que lo había delatado era Valeria, pero ya no estaba tan segura de ello. Mientras mi mente se sumergía en dolorosos recuerdos, mis ojos se habían depositado en el ventanal. Estaba tan absorta en mis pensamientos que ni tan siquiera me había percatado que la criada ya no se encontraba tras los cristales.
— ¡Quieres arrancar de una puñetera vez! —gritó mi madre— ¿No te das cuenta de que el tiempo se acaba?
Sin entender qué había querido decir, giré la llave y encendí el motor. Metí la marcha, di un volantazo brusco a la izquierda y pisé a tope el acelerador. El coche derrapó y se incrustó contra un muro de aligustre. Las dos nos fuimos contra el parabrisas, pero tan solo yo me golpeé la cabeza. Me asusté mucho cuando noté que algo me resbalaba por la cara. Me llevé la mano a la frente y comprobé que me había hecho sangre.
—Pasa a este lado. Yo conduzco. No hay tiempo que perder.
Se bajó del coche, lo bordeó y se puso al volante. Dio marcha atrás y emprendió el camino que nos sacaba a la carretera comarcal. La goma de los neumáticos quedó abandonada en la grava mientras las hojas otoñales, al paso del vehículo, se alzaban intentando alcanzar de nuevo las ramas desde las que habían caído.
Hasta que no empezó a lloviznar, no me había fijado que el cielo se había cubierto. Me sentí acorralada por aquel manto gris que prestaba vasallaje a las tapias que cercaban la villa.
— ¿No te parece que vas demasiado rápido?
—Cuanto menos tiempo estemos dentro de la finca mejor. Te crees que lo sabes todo, pero te confundes. Y encima has gritado que tienes las pruebas. Y te habrán oído. Seguro. No me cabe duda.
—Acelera, están cerrando las verjas —chillé asustada.
Sé que cruzamos las rejas. Sé que salimos a la carretera y que algo nos embistió. Y luego… silencio y oscuridad.
— ¡Quieres arrancar de una puñetera vez! —gritó mi madre— ¿No te das cuenta de que el tiempo se acaba?
Sin entender qué había querido decir, giré la llave y encendí el motor. Metí la marcha, di un volantazo brusco a la izquierda y pisé a tope el acelerador. El coche derrapó y se incrustó contra un muro de aligustre. Las dos nos fuimos contra el parabrisas, pero tan solo yo me golpeé la cabeza. Me asusté mucho cuando noté que algo me resbalaba por la cara. Me llevé la mano a la frente y comprobé que me había hecho sangre.
—Pasa a este lado. Yo conduzco. No hay tiempo que perder.
Se bajó del coche, lo bordeó y se puso al volante. Dio marcha atrás y emprendió el camino que nos sacaba a la carretera comarcal. La goma de los neumáticos quedó abandonada en la grava mientras las hojas otoñales, al paso del vehículo, se alzaban intentando alcanzar de nuevo las ramas desde las que habían caído.
Hasta que no empezó a lloviznar, no me había fijado que el cielo se había cubierto. Me sentí acorralada por aquel manto gris que prestaba vasallaje a las tapias que cercaban la villa.
— ¿No te parece que vas demasiado rápido?
—Cuanto menos tiempo estemos dentro de la finca mejor. Te crees que lo sabes todo, pero te confundes. Y encima has gritado que tienes las pruebas. Y te habrán oído. Seguro. No me cabe duda.
—Acelera, están cerrando las verjas —chillé asustada.
Sé que cruzamos las rejas. Sé que salimos a la carretera y que algo nos embistió. Y luego… silencio y oscuridad.
Cuando desperté, lo primero que noté fue que me dolía todo el cuerpo, sobre todo la cabeza y el brazo izquierdo que tenía entablillado.
ResponderEliminarLuego percibí aquellos dos olores que se entremezclaban, el del mosto de manzanas fermentando y el del perfume de mi madre.
Ella estaba allí, a mi lado, como velando a una bruja recién torturada por la inquisición. Al verme despertar, sonrió como si hubiera visto un baile de luciérnagas en la noche más espesa.
- ¿Cómo estás, pequeña?- me preguntó mientras me pasaba un paño fresco por la cara.
- Dejémoslo en que he estado mejor; por lo menos físicamente –le contesté todavía un tanto obnubilada.
- ¿Y sabes dónde estamos?
Cómo no iba a saberlo, había sido el sitio preferido de mi infancia y juventud. El único lugar donde me sentía libre y encontraba todo el cariño que añoraba cuando estaba en la casa familiar.
Era la casa de campo donde la abuela se había recluido cuando murió el abuelo.
-¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué no me has llevado a un hospital? Tú no eres médico ni enfermera que yo sepa.
- Todavía no lo entiendes, ahora mismo nos están buscando por todos los hospitales y centros de salud donde alguien en nuestra situación iría. Estarán escudriñando hasta en las clínicas veterinarias y preguntando en las farmacias.
Me contó cómo nos había embestido una furgoneta nada más sortear la verja, y que yo había quedado mal herida por no llevar el cinturón de seguridad. Y que tras comprobar que estaba viva y ver que Valeria ya se acercaba, probó a arrancar el coche y este respondió.
Me dijo que sabía que era mejor el riesgo que la certeza de lo que nos esperaba si no huíamos rápidamente.
- No se me ocurrió otro sitio que este, aunque sé que no es suficientemente seguro. Acabarán por venir. Tienes que sacar todas las fuerzas que te quedan para que sigamos nuestro rumbo.
- El que marca el medallón –dije
- Sí, ese que tu abuela, a la que tanto añoras, preparó inteligentemente y con una visión que se ha demostrado tan cierta como que el sol no calienta igual para todos.
Yo necesitaba más explicaciones, pero ella no me dio tregua y me ayudó para que volviéramos al coche cargando prácticamente con todo mi peso.
Ya habíamos arrancado cuando lo intenté de nuevo.
- Madre, yo…
- Más tarde Alba, ahora no –dijo tajante- ya están ahí.
Ella había visto, desde el camino que nos llevaba a lo alto de una colina, como un flamante mercedes llegaba a la casa. Esperaba que ellos no nos hubieran visto.
Su miedo empezaba ya a ser el mío, lo sentía como una transmisión genética que no podía contener, y me vino el recuerdo de cómo cambió la mirada de mi abuela cuando murió su marido: se relajó.
Dos horas en silencio, sin vislumbrar que nadie nos seguía, fueron suficientes para que mi madre volviera a hablar.
Los ojos negros de Carlos brillaban intensamente mientras me declaraba por primera vez su amor, lo mismo que después cuando también hacía lo propio de forma eterna, y ya no solos, frente a muchos testigos. Él llevaba una chaqueta de color claro, como suele hacerlo incluso fuera del trabajo, y nunca me ha querido confesar que lo hace para que le resalten más sus ojos. Desde el primer día que lo conocí es la eterna afirmación que todavía espero escuchar de su propia boca.
ResponderEliminarYo vestía de sport, lo hago incluso en mi trabajo, y siempre con colores oscuros. Ese día estábamos entonces de blanco y negro, como casi siempre. Yo era muy feliz, tanto que he recordado muchas veces después ese momento, incluso sabiendo que Carlos estaba liado con otras, por lo que desde ese entonces puedo decir que estamos también en blanco y negro.
El beso que siguió a ese momento fue breve pero tierno, y mientras lo saboreaba como en sueños escuchaba a lo lejos, viniendo poco a poco hacía mí, una voz extraña que me pedía inútilmente que tratara de abrir los ojos. Hasta que lo hice me pareció una eternidad, sintiendo un dolor enorme en mi cabeza.
-Ya por fin, parece que esta señorita regresa al presente de nuevo.
-¿Está bien doctor?, ¿no parece muy grave lo de la cabeza?, el golpe se lo dio dos veces, la peor la segunda y en el mismo sitio. No me preocupe por favor.
Tratando de ubicarme, lo veía todo borroso; me aguantaba el dolor y, reconociendo por lo menos la segunda voz, traté de hablar.
-No, no hables todavía. Si sientes mucho dolor me lo indicas con la mano para tratar de aliviártelo. Y no te preocupes, estás en buenas manos.
-Alba, hija mía, como dice el doctor, tranquila. No te volviste a poner el cinturón en el coche, y que susto nos has dado.
-Señora, por favor, esperemos un rato; ella irá dándose cuenta poco a poco de todo. Dejémosla ahora descansar.
-Sí doctor, es sólo para tranquilizarla un poco. Hija, descansa, yo cuido de ti, aquí no vendrá nadie. Por suerte una ambulancia llegó pronto, ya que pasaba por casualidad cerca de ahí, y ni Valeria nos ha podido ver ni nadie nos ha podido seguir.
Lo que mi madre me contaba me volvía a la realidad. No sabía si estar contenta por estar de nuevo de vuelta. Me preocupaba también lo que decían de mi cabeza, o si prefería estar en el mundo de los sueños, aunque fuese recordando momentos dulces pasados con el ahora cabrón de Carlos. Todo se había desmoronado, nada iba en absoluto como había planeado.
Desperté acostada en la que fue mi cama durante más de veinte años y tuve la sensación de retornar al pasado, como si hubiera montado en el DeLorean de Regreso al futuro. El cuarto estaba igual, la cama conservaba los doseles de princesa y las estanterías contenían decenas de muñecas. Lo único que faltaba eran los pósteres de Bon Jovi, arrancados sin piedad de las paredes según me marché, pues siempre fueron motivo de enfrentamiento con mi madre. Valeria estaba sentada en una mecedora junto a la puerta.
ResponderEliminar—Niña, vaya susto me has dado. Menos mal que la sangre es muy escandalosa y sólo tienes un golpe. El doctor ha estado aquí y lo confirmó, aunque debes descansar. ¿Qué tal si te subo un vaso de leche calentita?
—¿Qué ha sucedido? ¿Y mi madre?
—Tu madre está en su cuarto y está bien, con algunos moratones. Habéis tenido un accidente, la furgoneta del jardinero os embistió cuando salíais como alma que lleva el diablo. ¿Dónde ibais con tanta prisa?
Rememoré los ojos de Valeria tras la ventana cuando empezábamos la huida que tan pronto terminó y las palabras de mi madre advirtiéndome sobre ella y decidí mentir. Lo cierto es que aunque hubiera querido decir la verdad, tampoco podría haberle contado mucho, porque no tenía ni la menor idea de adonde nos dirigíamos.
—No lo sé. Lo último que recuerdo es el desayuno junto a mi madre y después todo está borroso.
A Valeria se le escapó una mueca de incertidumbre, que evidenciaba sus dudas sobre mi sinceridad, mientras yo intentaba poner una sonrisa infantil. Esa mujer había sido siempre como una segunda madre y estaba convencida de que fuera cual fuese su secreto, en ella habitaban sentimientos de cariño hacia mí, o por lo menos hacia la niña que una vez fui.
—Me gustaría mucho tomar esa leche. Gracias Valeria. Siempre me has cuidado muy bien.
El ama de llaves me dio un beso en la frente y salió en busca del alimento. Yo no sabía qué debía hacer en aquella situación. La fuga se presentaba difícil. Era más que probable que existiera algún tipo de vigilancia fuera. ¿Seguiría en peligro? Me puse de pie y me dirigí hacia la ventana. Allí abajo, una grúa remolcaba mi coche destrozado hacia el garaje, un par de hombres flanqueaban la puerta de entrada y a lo lejos se distinguía un vehículo rojo dirigiéndose a mucha velocidad hacia la casa. Era el automóvil de Juan.
Un extraño ruido me hizo darme la vuelta sobresaltada.
—Alba, menos mal que estás bien.
—¿Qué es…? ¿Cómo…?
Mi madre acababa de salir del armario y no en sentido metafórico.
—El coche habría sido más rápido pero tendremos que tomar la otra opción. Cogeremos los túneles.