De
pronto, hizo un rápido y mudo movimiento hacia la entrada. Con el dedo sobre la
boca indicando silencio, y apuntando hacia los geranios con la mano derecha,
insistía mirándome furiosamente a los ojos. Entonces, lo vi: un destello blanco
entre el rojo de las flores. Me acerqué a la maceta y comprobé que había un
papel doblado hasta la mínima expresión. Lo cogí, escondiéndolo en la mano, y
acerté a decir con una voz que, asombrosamente, sonó firme:
- Ese trato lo haremos sólo si antes puedo ver a mi padre con mis propios ojos.
Observaba a Comesaña, inquisitivamente. Él me miraba también, un ojo hacia mi mano, la que escondía su pedazo de papel, y el otro desviado hacia los geranios.
- ¿Y tú, cómo vas a probar que veré a Sandra?
- Félix, necesito ir al baño. Mira, no puedo escaparme, ya ves que no tengo nada en los bolsillos. Me quito la cazadora. ¿Te vale?
Parecía que dudaba hacia dónde dirigirse y que probaba suerte. Abrió una puerta cercana, casi al inicio del pasillo que arrancaba a la derecha. La casa parecía grande.
- No tardes.
Desdoblé ansiosamente el papel, escrito por una cara, en unos trazos minúsculos. Las letras se contorsionaban, con el temblor de mis manos: “Julia os la tiene jurada. Estamos en su casa, nos está escuchando. Me la crucé el martes por la calle… ya sabes cómo sonsaca, ella me dijo que vivías aquí. Saqué en claro que tu padre y Sandra saben algo que no le deja vivir. Me amenazó con contar a mis tíos cosas que sabe de mí, de Alicante: valdría más su palabra que la mía, aunque esa chusma ya no tenga nada que ver conmigo. No les diría nada si yo hacía mi papel. Entonces, delante de mí, llamó a tu hermana: le dijo que tenía a tu padre y le dio las instrucciones para llevarte al archivo y recoger la prueba. Si no ibas, te haría daño. Joe, te di pistas las dos veces que nos vimos. Ahora, piensa bien qué hacemos, porque no está sola. Hoy la llamó su chico, oí el acento raro de su voz, mientras Julia buscaba entre los papeles, hasta que cerró el cajón al darse cuenta de que yo miraba...”.
Temblaba. Eché el papel en el retrete, estrujado en una bola compacta, y tiré de la cadena. Miraba fijamente el remolino de agua, quería estar seguro de que desaparecía. Podía haber arrojado también la tarjeta de mi móvil, escondida dentro del zapato. ¿Y el teléfono?... lo dejé en el apartamento antes de venir a buscar a Comesaña.
Se me escapó un suspiro de alivio: mi padre estaba vivo y podía confiar en Sandra. Esa tía no iba a conseguir amargarnos más la vida.
Salí. Comesaña esperaba; el tío no perdía la tranquilidad. Nuestras miradas eran cómplices.
- Ese trato lo haremos sólo si antes puedo ver a mi padre con mis propios ojos.
Observaba a Comesaña, inquisitivamente. Él me miraba también, un ojo hacia mi mano, la que escondía su pedazo de papel, y el otro desviado hacia los geranios.
- ¿Y tú, cómo vas a probar que veré a Sandra?
- Félix, necesito ir al baño. Mira, no puedo escaparme, ya ves que no tengo nada en los bolsillos. Me quito la cazadora. ¿Te vale?
Parecía que dudaba hacia dónde dirigirse y que probaba suerte. Abrió una puerta cercana, casi al inicio del pasillo que arrancaba a la derecha. La casa parecía grande.
- No tardes.
Desdoblé ansiosamente el papel, escrito por una cara, en unos trazos minúsculos. Las letras se contorsionaban, con el temblor de mis manos: “Julia os la tiene jurada. Estamos en su casa, nos está escuchando. Me la crucé el martes por la calle… ya sabes cómo sonsaca, ella me dijo que vivías aquí. Saqué en claro que tu padre y Sandra saben algo que no le deja vivir. Me amenazó con contar a mis tíos cosas que sabe de mí, de Alicante: valdría más su palabra que la mía, aunque esa chusma ya no tenga nada que ver conmigo. No les diría nada si yo hacía mi papel. Entonces, delante de mí, llamó a tu hermana: le dijo que tenía a tu padre y le dio las instrucciones para llevarte al archivo y recoger la prueba. Si no ibas, te haría daño. Joe, te di pistas las dos veces que nos vimos. Ahora, piensa bien qué hacemos, porque no está sola. Hoy la llamó su chico, oí el acento raro de su voz, mientras Julia buscaba entre los papeles, hasta que cerró el cajón al darse cuenta de que yo miraba...”.
Temblaba. Eché el papel en el retrete, estrujado en una bola compacta, y tiré de la cadena. Miraba fijamente el remolino de agua, quería estar seguro de que desaparecía. Podía haber arrojado también la tarjeta de mi móvil, escondida dentro del zapato. ¿Y el teléfono?... lo dejé en el apartamento antes de venir a buscar a Comesaña.
Se me escapó un suspiro de alivio: mi padre estaba vivo y podía confiar en Sandra. Esa tía no iba a conseguir amargarnos más la vida.
Salí. Comesaña esperaba; el tío no perdía la tranquilidad. Nuestras miradas eran cómplices.
Mi cabeza giraba y giraba como una noria. Los acontecimientos se precipitaban como un alud que amenazaba con aplastarme. No era capaz de asimilar tanta información surgida de la nada. Me veía encerrado en una Matrioska de infinitas figuras. Pero lo cierto es que no había momento de pararse a pensar. Había que actuar. Comesaña no dejaba de hacerme señas de todo tipo con su cara, provocándole una involuntaria corrección de su oblicuidad ocular. Él y yo, yo y Él, la extraña pareja de adolescentes sumidos en el laberinto de Creta…
ResponderEliminar-De acuerdo, te llevaré hasta Sandra, le espeté modulando mi voz como si fuera un consumado intérprete de teatro.
-¡Vamos, necesito hablar con ella!- me contestó, haciéndome otra de sus muecas-. Salgamos ya. Además me dijiste que la secuencia numérica la habías descifrado, ¿no?
Mi rostro debió quedar como el blanco folio de un escritor sin inspiración. Cerramos la puerta y bajamos con precaución y sigilo a la negra noche. La iluminación municipal no bastaba para desentrañar la oscuridad que se cernía sobre nuestras frágiles figuras.
Anduvimos un buen trecho de la Acera Recoletos en silencio. Nos acomodamos en un banco y oteamos un horizonte sólo poblado por un indigente acomodándose en un portal cercano y un par de tortolitos abrazándose en la despedida.
-¿Qué has dicho que yo he descifrado?, inquirí con nerviosismo.
-Los números que había en tu sobre y que jalonan los documentos que viste en la casa.
-Pero…
-Sí, ya sé que es un farol sumamente arriesgado pero debemos hacer creer a Julia que tenemos algo de su interés. Es nuestra moneda de cambio. No querrás que a tu padre…
-No, por supuesto, y si esa tipa fue la causante de la muerte de mi madre juro que…
No pude hablar más. Las emociones se entremezclaban con la tensión y mi cansancio. Se me escapó una lágrima que intenté esconder a mi “socio”.
-Tranquilo, Jarocho. Lograremos desentrañar todo este embrollo.
-Y, por cierto, ¿Qué son esos secretos que sabe de ti que te puedan comprometer? ¿Qué hacías en Alicante?
Comesaña enmudeció mientras me arrebataba el sobre para examinar los extraños números como si fuera un taxidermista ante su pieza más difícil.
-Creo que…
-¿Crees que?- Le interrumpí con brusquedad.- No quiero más trampas ni mentiras. Dime qué barruntas acerca de estos números. ¿Qué sospechas?
Estas últimas palabras se las dije agarrándole por la pechera sin muchos miramientos. Mi ánimo se asemejaba al de un animal acosado y desesperado. Tenía que salvar a mi padre, contactar con mi hermana y ahora descifrar esa retahíla de números que quizás eran la llave que haría girar los goznes de un amanecer distinto, junto a mi familia, exento de miedos y sin más huidas.
De pronto las facciones de Comesaña se contrajeron y su mirada quedó varada en algo o alguien que tenía detrás de mí. Volví la cabeza y…
Pensé que si estábamos siendo espiados había que salir de allí para poder hablar con libertad.
ResponderEliminarÉl no podía tomar la iniciativa porque podrían sospechar, así que todo dependía de mí y de lo que se me ocurriera. Y esto fue:
- Bueno, he estado pensando que si los dos nos enrocamos no vamos a ningún lado, por eso te propongo que yo te acerco hacía donde está Sandra, pero antes de entrar tú me pones al teléfono con mi padre.
Aquí, Comesaña se quedó más bien pétreo durante unos segundos, supongo que descolocado por la oferta y sin saber bien que hacer.
- Espera un momento, voy a la habitación a por el móvil y la cartera- me dijo por fin.
Estaba claro que iba a consultar la oferta, y mientras tanto yo me hacía cargo de la tontería que era, pero viniendo de un muchacho tal vez pensaran que no sabía lo que decía e intentaran sacar partido.
- Bueno, Jarocho, la oferta me vale, pero si después de hablar con tu padre no veo a Sandra, lo vas a pasar muy mal- me espetó en el tono duro y dramático que correspondía.
Podía decir lo que quisiera, mi parte consistía en aceptar, y así lo hice antes de que iniciáramos la peregrinación, vete tú a saber a dónde.
- Félix- inicié yo la conversación- solo se trataba de salir de allí, porque de momento has de saber que no tengo ni idea de donde está mi hermana, y aunque lo supiera no te llevaría. Vas captando el problema.
- Pero David- me dijo, y ya en solo dos palabras se le notaba el miedo- yo he intentado ayudarte y tú no me ofreces ninguna salida.
Admití y le agradecí su ayuda, pero le hice ver que yo no podía hacer mucho, aunque sí advertirle que ahora no debía temer a la Jirafa por sus tonterías de Alicante sino porque estaba metido en un lio mucho mayor y en un peligro que no imaginaba.
- Jarocho, me estoy cagando.
- Mira, solo se me ocurren dos cosas, o salimos los dos corriendo y nos escondemos, o te pego un empujón y salgo yo corriendo. En este último caso ya eres inútil para ellos y no se si pasarán o se desharán de ti.
- Ahora estoy mucho más animado- me dijo con una sonrisa irónica.
Permanecí callado mientras él pensaba y yo iba escudriñando, porque era seguro que nos seguían.
Por fin habló sin mucha convicción. Había decidido venirse conmigo.
- Yo sé dónde quiero ir, así que a la voz de ¡ya! echamos a correr como almas que lleva el diablo- dejé unos segundos- ¡Ya!
Esta vez sí que íbamos al sitio prohibido, seguro que mi apartamento no era seguro.
Con solo cien metros recorridos ya teníamos un coche al lado bajando la ventanilla y frenando ante nosotros
- ¡Subid los dos!- nos espetó una voz que me supo a gloria bendita- ¡y rapidito!
Salimos al rellano de la escalera cerrando la puerta tras de nosotros. Apenas habíamos bajado el primer tramo de escalones cuando oímos la voz chillona de la portera.
ResponderEliminar—No, aquí no viven dos chicos jóvenes, aquí sólo vive un chico.
No entendimos que preguntó el interlocutor, pero escuchamos perfectamente la respuesta que se le dio.
—En el segundo.
—Abre, abre —grité.
Con pulso firme como un experto cirujano, Comesaña metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Por el ruido que nos llegaba desde la escalera, comprendimos que por lo menos habían enviado dos personas a buscarnos. Corrimos por el angosto pasillo de la casa hasta el dormitorio que se encontraba al final de éste. Comesaña acercó una silla a la ventana y la abrió.
—Sube tu primero.
— ¿Esto está muy alto?
—Te he dicho que subas —me increpó.
Me encaramé al alféizar de la ventana y salté sobre un tejado de acusada pendiente. A pesar de ello, caminamos sobre el techado tan rápido como pudimos. A nuestro paso, la techumbre crujía amenazándonos con venirse abajo.
— ¿Ves aquella buhardilla? —grité—. La ventana está abierta.
Marchamos hacia la única dirección que nos permitía escapar y permanecer vivos al mismo tiempo. Una vez allí, nos deslizamos por el faldón hasta que pudimos agarrarnos a la cubierta del altillo.
—Estamos en el borde de la cornisa, entra —me acució.
Con muchísimo cuidado nos aferramos al marco del ventanuco y nos introdujimos dentro. Me costó adaptarme a la escasa luz que reinaba dentro del habitáculo, pero cuando lo logré, me invadió un presentimiento de haber pasado, hacía años, por la misma experiencia. La minúscula sala tenía las paredes adornadas con tapices decorados de figuras geométricas pintadas en tonalidades metálicas. Sobre el suelo se extendía una red de focos, de múltiples colores, que pigmentaban el espacio con una luz tétrica y mortecina. Presidía el centro de la habitación una mesa circular y dos sillas. Me acerqué despacio sorteando aquella maraña de luces, y entonces fue cuando volví a tener esa sensación de déjà vu que necesite curar en una clínica. Recordé el informe que emitió el psiquiatra: epilepsia del lóbulo temporal. Yo no tenía epilepsia, y la prueba de ello era la visión que se extendía ante mí. Sobre el tapete de la mesa, descansaba una baraja de cartas del tarot. Levanté la primera carta para comprobar lo que ya sabía. Ante mis ojos apareció un esqueleto con su guadaña. Levanté la segunda carta, y la muerte volvió a emerger.
—Vámonos. Este sitio es peligroso. ¿Comesaña?
Al ver que no me respondía, me giré. Una anciana tapada con un velo negro, me invitó a sentarme.
—Levanta otra carta.
— ¿Esto qué es, una broma macabra?
—No, es una información que puede serte muy valiosa. La primera carta fue tu madre. La segunda, aunque no lo sabes, ya se ha dado. La tercera carta indica cómo hay que actuar para que el resto de los naipes no contengan la muerte. La partida debe continuar.