Las ideas corrían por el
laberinto que aprisionaba mi cabeza. Si quería salir de ésta, antes de avanzar
alocadamente hacia donde me llevaba el instinto, debía reflexionar sobre los
últimos acontecimientos: recordarlos, fijándome en pequeños matices que me
ayudaran a interpretar los hechos, las palabras y los gestos.
Me encontraba extremadamente débil. Y tenía frío. Avancé hacia la calle de la
Cebadería, para entrar en el primer bar de tapas que encontrara abierto, cerca
de la Plaza Mayor. Miraba a uno y otro lado, por si Comesaña volvía a aparecer;
ya nada me extrañaba.
- Hola. Por favor, una tosta de jamón con tomate, otra de cecina y una
Coca-Cola… Bueno, mejor agua.
- Ahora mismo. ¿No quieres un pincho de tortilla?
- Uff. No, gracias.
Había pagado el capricho de esta mañana, bebiéndome los restos de ginebra de la
botella que trajimos de la casa de Madrid. Una combinación peligrosa para esa
maldita pastilla que tomo para la ansiedad. Nunca leo los prospectos de las
medicinas; quizá porque cuando veía hacerlo a mi padre, yo sufría. Todos hemos
vivido una pesadilla desde la muerte de mi madre, hace ya quince años; y se ha
hecho más trágica desde que un día papá no volvió a casa, hace ya casi un año.
La obstinación de Sandra en buscarle, sin duda heredada de él, mantiene mi
esperanza de abrazarle de nuevo.
La intriga y el desconcierto rodearon la muerte de mi madre. Me contaron lo
ocurrido cuando pensaron que podría encajar la verdad: mi padre, que entonces
sí era militar –trabajaba en la base de Málaga-, se culpó de no haberlo
evitado. Decidió cambiar de profesión: no podía defender la patria cuando no
había sabido proteger a su familia. Se hizo detective privado con un objetivo
prioritario: investigar los detalles del caso que llevaba mi madre cuando tuvo
el accidente; él sabía que fue provocado. En Marbella, la mafia rusa sabe
moverse sigilosamente; más, cuando se trataba de negocios de esa envergadura:
le taparon la boca para siempre.
- ¿Cuánto le debo?
- Seis euros
Saqué las monedas del bolsillo de la cazadora: sentí el sobre, escondido entre
ella y el jersey; no había abierto en todo el tiempo la cremallera. Aunque
tenía que dar un rodeo para llegar al apartamento y entrar con precaución, era
urgente examinar esos documentos.
- Adiós. Buenas noches.
Había repuesto fuerzas. Necesitaba que el aire frío me espabilara. ¡David:
piensa, piensa!: primero, la llamada de mi hermana, tan rápida que olvidé
contarle que mi amigo se había encontrado con Julia. Su voz sonaba lejana y se
entrecortaba, como si estuviera de viaje. ¡Ey!... si aseguró que no conocía a
Comesaña, ¿cómo sabía entonces el mote con el que me llamaba? Empecé a
angustiarme y, como un eco, resonaban las palabras de Comesaña –sí, la voz era
de él- advirtiéndome que no me fiara de los que dicen ser mi familia. Comesaña:
ahora debía interpretar todo lo que hablamos e investigar por qué vino a
despertarme.
Por un lado, tal vez no era ninguna casualidad que me avisara de la presencia de “La Jirafa” – fui pensando de camino- y puedo concluir que me sacó de una situación complicada en la biblioteca, para lo cual tuvo que seguirme.
ResponderEliminarPor otro lado, no era más que un muchacho de dieciséis años que me daba razones de malas compañías para encontrarse en Valladolid, algo que no es muy normal hoy en día, y mucho menos para el compañero que yo recordaba.
Además me precavía sobre mi familia, que en esos momentos solo podía considerar a mi hermana, dada la ausencia de mi padre, y eso no tenía ninguna lógica porque ella era mi enganche y mi soporte más fiable en toda la vida que soy capaz de recordar.
Cierto que ella no tenía por qué saber lo de “Jarocho”, pero eso era algo que yo sabía que me explicaría, y seguro que si no lo había hecho ya era para no preocuparme e intentar protegerme como había hecho siempre, aunque en este caso se equivocara dado todo lo que yo ya llevaba a cuestas.
Entre tantas preguntas y pseudorespuestas tenía una ansiedad creciente por llegar al apartamento y echarle un vistazo al sobre, así que aceleré, y al hacerlo me pareció notar otros pasos que se acomodaban a los míos. Paré en seco y estuvo claro, no era un eco, alguien se detenía tras que yo lo hiciera. Me giré rápidamente, pero no vi a nadie en la oscuridad que acabó por amedrentarme.
No podía llevar a quien fuera a mi apartamento, así que eché a correr en dirección errónea pensando que o bien se abalanzaba sobre mi o bien me escapaba y lo despistaba.
Cuando llevaba diez minutos corriendo, y ya estaba exhausto, me sentí libre del perseguidor y me dirigí con cautela a lo que era mi único lugar seguro.
Me tumbé en el sofá como si este fuera un nido protector donde recuperar el sosiego perdido, y cuando estaba por dormirme recordé el sobre.
Cuando lo abrí, y leí la nota, supe que no iba a poder dormir esa noche: “Si alguna vez vuelves a ver a tu padre, dile que deje de hacerse el Marlowe si no quiere que siga menguando la familia. Firmado: Chochesku”.
Tras el primer y desagradable impacto me di cuenta de varias cosas: mi padre no estaba en su poder, pero controlaban suficiente para haber cambiado el sobre que me enviaba mi hermana por uno que me adormeció como un mensaje de poder. Me dejaban libre porque querían, y supongo que porque para ellos yo era un buen señuelo.
Con la firma dejaban claro quiénes eran y que se divertían.
Quise pensar que por lo menos allí estaba a salvo, pero al asomarme a la ventana vi que la luz de una farola dibujaba una sombra excesivamente alargada.
El sobre era pequeño y en una esquina tenía una especie de emblema que parecía que habían intentado borrar. Lo primero que vi fue la fotografía: era mi padre, aunque no parecía él. Reconocí su destacada nariz, pero ahora tenía una el pelo largo y una frondosa barba que le escondía la mitad de la cara.
ResponderEliminarLo mejor fue reconocer el fondo. ¡La Plaza del Ejército! ¡Estaba aquí! Si esta foto era reciente, tenía posibilidades de encontrarle. Junto a la imagen, había un folio con un montón de números al que no era capaz de encontrar sentido. Lo guardé todo en mi bolsillo y salí a caminar.
Mi siguiente idea fue buscar a Comesaña a la dirección que me dio. No le llamé primero, quería encontrármelo por sorpresa.
Le vi salir tras dos horas de espera y llamé sin temor a ser reconocido. Nadie abrió. Perfecto, tenía ganas de volver a utilizar mis viejas ganzúas. Siempre he tenido curiosidad por las puertas que no se abren.
Revolví sus papeles. Es curioso, había cientos de documentos con ese código numérico indescifrable. ¿También le mandaban cartas a Comesaña? ¿Era él quien me lo había enviado? ¿Qué tenía que ver Comesaña con mi padre?
En pleno bloqueo patrocinado por toda esa incertidumbre se paró mi pulso ante el sonido de su voz.
-Hola Jarocho. ¿Te gusta mi casa?
Me volví. Ahí estaba, sonriéndome tranquilo. Decidí coger el toro por los cuernos:
-¿Por qué me despertaste en el archivo? ¿Qué son todos estos números?
-Relájate, ¿te han gustado las flores de la entrada? Me costó mucho decidir entre hortensias y geranios.
-¿Qué haces en Valladolid, Comesaña? ¿Qué tienes que ver con mi padre?
-Finalmente me decanté por los geranios, me parecían más típicos. ¿No crees?
-No sé, siempre he odiado las flores.
-Una lástima, las flores dicen más de lo que crees. A esta casa, por ejemplo, la disfrazan con un ambiente familiar.
-Déjate de flores, Comesaña, te he pillado. No me voy a ir de aquí sin saber en qué andas.
-Eres más tonto de lo que pensaba, Jarocho. ¿Aún crees que me has pillado tú a mí? Yo te di la dirección. Te estaba esperando.
-¿Y qué es lo que quieres? ¿Dónde está mi padre?
-No entiendes nada. Mira, Jarocho, yo no soy el malo aquí. Tu padre y tu hermana te han estado utilizando todos estos años. No sé cuál es su fin, pero han estado jodiendo a mucha gente.
Tenemos que frenarles, y será más fácil si me ayudas.
-No entiendo qué te pueden estar haciendo mi padre y mi hermana a ti.
-Eso ahora da igual, es una historia compleja. Sé que tienes contacto con tu hermana y necesito ir hasta ella. Y también sé dónde está tu padre, así que el trato es el siguiente: tú me llevas hasta tu hermana y yo a ti hasta tu padre.
Callejeé durante unos quince minutos sin dejar de mirar a mis espaldas hasta que llegué a mi apartamento. Subí las escaleras con el ojo en busca del más mínimo indicio de otra presencia cerca de mí y, cuando me sentí seguro, entré en mi piso a oscuras y cerré la puerta con llave y pestillo. Me sentía ya seguro en casa, cuando intuí una sombra femenina sentada en mi sofá.
ResponderEliminar- Hola, Sandra –dije mientras encendía las luces.
La bombilla del salón iluminó la estancia y el corazón me dio un brinco. Una pistola me apuntaba al pecho a unos metros de distancia. De tanto mirar para atrás, había olvidado vigilar lo que tenía delante. Mi corazón se sobresaltó, no tanto por el arma que me amenazaba como por la identidad de quien la empuñaba. Alcé las manos. No era mi hermana la que se encontraba en el salón de mi casa.
Era la Jirafa.
- Hola, Jarocho –sonrió mientras arrastraba la ch final con su marcado acento argentino-. Qué bueno que viniste.
No respondí. Miré a mi alrededor buscando una vía de escape, algo en lo que aplicar las estrategias para una situación de peligro que mi padre y mi hermana me habían estado preparando a lo largo de los años.
- Ah, ah –dijo ella adivinando mis intenciones-. Ni lo pienses, boludo.
¿Por qué un argentino daría clases de lengua en España?, me dio por pensar en ese momento. Era absurdo todo. La situación, la pregunta, y probablemente la respuesta, si alguien tuviera que dármela. Pero esta tutoría no era para resolver dudas. Su rostro se había endurecido de pronto y comprendí, por el brillo de sus ojos, que no vacilaría si tenía que utilizar el revólver. Mantenerme quieto me pareció la opción más inteligente. Tenía que ganar tiempo de alguna manera.
- ¿Qué es lo que quiere, profesora?
- Callate, salame –me espetó-. Ya dejate de joder, vos sabés qué es lo que quiero. Entregámelo.
Se había levantado y extendía su mano izquierda con la palma hacia arriba. No moví un músculo y dejé que ella se acercara. Su inspección fue asombrosamente certera: sabía exactamente dónde estaba el sobre, y leyó su contenido con decisión. Era solo una hoja de papel, mecanografiada por una cara… y su contenido seguía siendo un misterio para mí.
Levantó la vista del documento y la clavó en mí, con dureza:
-¿Dónde está la otra parte?
Plantarle cara era, de lejos, lo peor que podía hacer en ese momento, pero ignoraba de qué me estaba hablando.
- Yo… yo… No lo sé.
Estudió mis rasgos un tiempo, y finalmente se convenció de que no mentía.
- Seré pelotuda, Jarocho –dijo-, pero te creo. Solo decime, ¿querés mucho a tu papá?
Me quedé helado. No sabía que responder. Ella, con confianza renovada, sonrió:
- Si querés volver a verlo, tan solo contame: ¿hay algún lugar donde pueda estar oculto aquello que busco? ¿Un sitio acá, en Valladolid, al que te hubieran dicho que no podías ir?